Una fortuna peligrosa (50 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

—Pero Disraeli es cristiano. Greenbourne es judío practicante.

—Me gustaría saber si ello representa alguna diferencia -musitó lady Morte-. Pudiera ser, ya sabe. y la reina critica continuamente al príncipe de Gales por tener tantos amigos judíos.

—Entonces, si usted le comentara que el primer ministro se propone ennoblecer a uno de ellos…

—Puedo sacarlo a colación. Sin embargo, no estoy segura de que eso sea suficiente para lograr el objetivo que usted pretende.

Augusta no daba tregua a su cerebro.

—¿Hay algo que podamos hacer para que Su Majestad se interese y se preocupe por todo este asunto?

—Si se produjera alguna protesta pública: interpelaciones en el Parlamento, quizá, o una campaña de prensa…

—La prensa -Augusta cogió la idea al vuelo. Pensaba en Arnold Hobbes. Exclamó-: ¡Sí! Creo que eso puede arreglarse.

A Hobbes le trastornó hasta lo indecible la presencia de Augusta en su minúscula oficina llena de manchas de tinta. No le era posible ponerse de acuerdo consigo mismo acerca de si debía ordenar el despacho, atender a la señora o desembarazarse de ella. En consecuencia, trató de hacer las tres cosas al mismo tiempo con histérica torpeza: cogió pilas de cuartillas y de pruebas de imprenta y las trasladó del suelo a la mesa, para volverlas luego a poner nuevamente en el suelo; acercó a Augusta una silla, una copa de jerez y una bandeja de galletas; y, simultáneamente, le propuso ir a conversar a otro sitio. Augusta le dejó que siguiera actuando atropelladamente durante un par de minutos y después manifestó:

—Señor Hobbes, tenga la bondad de sentarse y escucharme.

—Claro, claro -dijo el hombre. Ocupó sumisamente una silla y observó a Augusta, a través de los sucios cristales de las gafas.

Mediante unas cuantas frases crispadas, Augusta le explicó la poco menos que inminente concesión del título a Ben Greenbourne.

—De lo más lamentable, de lo más lamentable -farfulló Hobbes nerviosamente-. Sin embargo, no creo que pueda acusarse a The Forum de falta de entusiasmo en la promoción de la causa que usted me sugirió tan amablemente. «y a cambio de lo cual has conseguido dos lucrativos cargos de director de empresas controladas por mi esposo», pensó Augusta.

—Ya sé que no es culpa suya -dijo en tono irritado-. La cuestión es, ¿qué puede hacer ahora al respecto?

—Mi periódico está en una posición muy difícil -repuso Hobbes con voz preocupada-. Tras una campaña tan sonada abogando por la concesión de un título nobiliario para un banquero, ahora no podemos dar un giro de ciento ochenta grados y protestar porque se haya atendido nuestra demanda.

—Pero nunca pretendieron que el honor se le otorgase a un judío.

—Cierto, cierto, aunque muchos banqueros son judíos.

—¿No podría escribir un artículo indicando que hay suficientes banqueros cristianos como para que al primer ministro no le resulte difícil elegir?

Hobbes siguió mostrándose reacio. -Podríamos…

—¡Hágalo, pues!

—Perdóneme, señora Pilaster, pero no basta.

—No le entiendo -dijo Augusta impaciente.

—Una consideración profesional, pero necesito lo que los periodistas llamamos un sesgo. Por ejemplo, podríamos acusar a Disraeli -o lord Beaconsfield, como es ahora- de favoritismo hacia los miembros de su raza. Eso sería un sesgo, un enfoque torcido. Sin embargo, se trata de un hombre tan recto, en términos generales, que esa acusación precisa puede que no se sostuviera.

Augusta odiaba andarse por las ramas, pero refrenó su impaciencia porque no se le escapaba que allí había un auténtico problema. Meditó durante unos segundos, hasta que se le ocurrió una idea.

—Cuando Disraeli tomó posesión de su escaño en la Cámara de los Lores, ¿fue una ceremonia normal? -En todos los sentidos, creo.

—¿Prestó juramento de lealtad sobre una Biblia cristiana?

—Desde luego.

—¿Viejo y Nuevo Testamento?

—Empiezo a comprender adónde quiere ir a parar, señora Pilaster. Juraría Ben Greenbourne sobre una Biblia cristiana? A juzgar por lo que sé de él, lo dudo.

Augusta meneó la cabeza, no muy segura.

—Sin embargo, es posible, si no se dice nada sobre el asunto. No es un hombre que busque los enfrentamientos. Pero es muy testarudo cuando se le desafía. Si se armara una clamorosa petición pública para que prestase juramento como todos los demás pares, tal vez se rebelara. No consentiría que la gente dijese que le habían obligado a hacer algo a la fuerza.

—Una clamorosa petición pública -musitó muy pensativo Hobbes-. Sí…

—¿Podría crear una cosa así?

A Hobbes le enardeció la idea.

—Ya lo estoy viendo -dijo excitado-, «Blasfemia en la Cámara de los Lores». Vaya, señora Pilaster, eso es lo que llamamos un sesgo. Es usted genial. ¡Debería dedicarse al periodismo!

—¡Qué halagador! -ironizó Augusta. Pero Hobbes no captó el sarcasmo.

Hobbes se quedó súbitamente pensativo.

—El señor Greenbourne es un hombre muy poderoso.

—Y el señor Pilaster también.

—Naturalmente, naturalmente.

—Entonces, ¿puedo confiar en usted?

Hobbes sopesó rápidamente los riesgos y decidió respaldar la causa Pilaster.

—Déjelo de mi cuenta.

Augusta asintió. Empezaba a sentirse mejor. Lady Morte pondría a la reina en contra de Greenbourne; Hobbes, a través de la prensa, convertiría el asunto en un problema; y Fortescue estaba dispuesto a soplarle en el oído al primer ministro el nombre de una alternativa irreprochable: Joseph Pilaster. De nuevo, las perspectivas parecían buenas.

Se puso en pie para marcharse, pero Hobbes tenía algo más que decir.

—¿Puedo aventurar una cuestión relativa a otro tema?

—No faltaba más.

—Me han ofrecido una prensa a precio muy económico.

Actualmente, como usted sabe, usamos imprentas externas. Si contásemos con nuestra propia prensa reduciríamos costes y tal vez pudiéramos también obtener unos ingresos extra imprimiendo otras publicaciones ajenas, en plan de servicio.

—Evidentemente -dijo Augusta con impaciencia.

—Me preguntaba si no habría modo de persuadir al Banco Pilaster para que me concediera un préstamo comercial.

Era el precio de su apoyo renovado.

—¿Cuánto?

—Ciento sesenta libras.

Un grano de anís. Y si en la campaña contra la concesión de títulos nobiliarios a los judíos ponía el mismo vigor y la misma bilis que prodigó en la que lanzó a favor del ennoblecimiento de banqueros, merecería la pena.

—Un trato, se lo garantizo… -dijo Hobbes.

—Hablaré con el señor Pilaster.

Joseph daría el visto bueno, pero Augusta no deseaba que Hobbes lo encontrase todo demasiado fácil Lo valoraría más si se le concediera como a regañadientes.

—Gracias. Siempre es un placer tratar con usted, señora Pilaster.

—Sin duda -repuso ella, y se marchó.

JUNIO
1

Reinaba la quietud en la embajada de Córdoba. Los despachos de la planta baja estaban desiertos, puesto que los tres empleados se habían ido a casa varias horas antes. Aquella noche, en el primer piso del edificio, Micky y Rachel habían ofrecido una cena a un reducido grupo de personas; sir Peter Mountjoy, un subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores y su esposa, el embajador danés, y el caballero Michele, de la embajada italiana; pero tanto los invitados como el personal del servicio se habían retirado ya. Micky se disponía ahora a salir.

La novedad del matrimonio empezaba a disiparse. Todos sus intentos de sorprender o desagradar a su sexualmente inexperta esposa terminaron siempre en fracaso. El inagotable entusiasmo de la muchacha por toda perversión que él proponía empezaba a acobardarle. Rachel había decidido que le parecería bien cualquier cosa que Micky deseara hacer con ella, y cuando Rachel tomaba una determinación de esa clase, nada la hacía cambiar de idea. En toda su vida, Micky jamás encontró a una mujer que pudiera ser tan implacablemente lógica.

En la cama haría cuanto él le pidiese, pero consideraba que, fuera de la alcoba, una mujer no debía ser esclava de su marido, y cumplía con idéntica rigidez ambas normas. En consecuencia, sus peleas sobre cuestiones domésticas eran continuas. A veces, Micky pasaba de una situación a la otra. En mitad de una trifulca sobre criados o dinero, cambiaba de conversación y decía:

—Levántate las faldas y échate en el suelo.

Y la pelea concluía en un abrazo apasionado.

Pero no siempre la interrupción era definitiva: en ocasiones, Rachel reanudaba la disputa en cuanto Micky se quitaba de encima de ella.

Últimamente, Edward y él pasaban cada vez más noches en los viejos antros. Aquella velada iban a celebrar una Noche de las Máscaras en el burdel de Nellie. Era una de las innovaciones de April: todas las mujeres llevaban máscara. April aseguraba que a las Noches de las Máscaras acudían damas de la alta sociedad sexualmente frustradas, que se mezclaban con las pupilas de la casa. Desde luego, había allí mujeres que no eran de la plantilla, pero Micky sospechaba que las extrañas serían mujeres de clase media en desesperada crisis financiera, y no aristócratas aburridas en busca de emociones degeneradas. Fuera cual fuese la verdad de la cuestión, lo cierto era que la Noche de las Máscaras nunca dejaba de ser interesante.

Micky se peinó, llenó de puros la petaca y bajó la escalera. Ante su sorpresa, vio a Rachel en el vestíbulo, cortándole el paso hacia la puerta. Estaba cruzada de brazos y tenía en su rostro una expresión decidida. Micky se aprestó a lidiar una pelotera.

—Son las once de la noche -advirtió Rachel-. ¿Adónde vas?

—Al infierno -replicó Micky-. Apártate de mi camino.

Cogió el sombrero y el bastón.

—¿Vas a un prostíbulo llamado Nellie's?

La perplejidad fue lo bastante intensa como para dejarle momentáneamente mudo.

—Ya veo que sí -dijo Rachel.

—¿Con quién has estado hablando? -preguntó Micky.

Rachel vaciló un segundo antes de responder:

—Emily Pilaster. Me ha dicho que Edward y tú vais allí con regularidad.

—No deberías hacer caso de chismorreos de mujeres.

El rostro de Rachel estaba blanco. Micky comprendió que no las tenía todas consigo. Eso se salía de lo corriente. Tal vez aquella pelea iba a ser distinta.

—Tienes que dejar de ir allí -conminó ella.

—Ya te he dicho que no trates de dar órdenes a tu señor.

—No es ninguna orden. Es un ultimátum.

—No seas tonta. Apártate.

—A menos que prometas que no volverás a ir más allí, te abandonaré. Esta noche me iré de esta casa y no volveré nunca más.

Micky comprendió que hablaba en serio. Por eso parecía tan asustada. Incluso tenía a punto los zapatos de calle. -No vas a dejarme -contestó él-. Te encerraré en tu habitación.

—Comprobarás que te va a resultar difícil. He recogido las llaves de todos los cuartos y las he tirado. No se puede cerrar con llave ni una sola de las habitaciones de esta casa.

Muy hábil por su parte. Al parecer, aquélla iba a ser una de sus broncas más originales. Dedicó a Rachel una sonrisa y dijo:

—Quítate las bragas.

—Esta noche no te va a servir, Micky -respondió ella-.

Antes creía que eso significaba que me querías. Pero ahora ya me he dado cuenta de que el sexo no es más que el sistema que empleas tú para dominar a la gente. Dudo siquiera que disfrutes con él.

Micky alargó un brazo y le cogió un pecho. Lo notó cálido y firme en el hueco de la mano, a pesar de las varias capas de tela de las prendas. Lo acarició, mientras observaba el semblante de Rachel, pero la expresión de la mujer no cambió. Se percató de que ella no iba a ceder a la pasión. Apretó con fuerza, hasta hacerle daño, y luego soltó el pecho.

—¿Qué mosca te ha picado? -inquirió con genuina curiosidad.

—Los hombres cogen enfermedades infecciosas en lugares como Nellie's.

—Las chicas que trabajan allí son muy limpias…

—Por favor, Micky… no me tomes por imbécil.

Rachel tenía razón. Las prostitutas limpias no existen. La verdad es que él había tenido mucha suerte: durante los largos años que llevaba visitando burdeles, sólo había sufrido una sífilis benigna.

—Está bien -concedió-. Puedo coger una enfermedad infecciosa.

—Y contagiármela a mí.

Él se encogió de hombros.

—Es uno de los riesgos que corren las esposas. También puedo pegarte el sarampión, si lo cojo. -Pero la sífilis puede ser hereditaria.

—¿A dónde quieres ir a parar?

—Puedo transmitirla a nuestros hijos, si los tenemos algún día. Y eso es algo que no estoy dispuesta a hacer. No traeré al mundo una criatura con tan espantosa enfermedad. -Respiraba a base de cortos jadeos, indicio de su enorme tensión. Micky pensó que estaba decidida a ello. Rachel concluyó-: Así que voy a dejarte, so pena de que accedas a abandonar todo contacto con prostitutas.

Era inútil seguir discutiendo.

—Ya veremos si, con la nariz partida, puedes dejarme -amenazó Micky, al tiempo que enarbolaba el bastón para golpearla.

Rachel estaba preparada. Esquivó el bastonazo y corrió hacia la puerta. Con sorpresa, Micky observó que estaba entreabierta -Rachel debía de haberla dejado así, en previsión de la posible violencia, pensó el hombre-, y Rachel franqueó el umbral y salió a la calle como un relámpago.

Micky corrió tras ella. Otra sorpresa le esperaba en el exterior: había un coche de punto junto al bordillo. Rachel saltó dentro del vehículo. A Micky le maravilló lo meticulosamente que Rachel había planeado todo aquello. Se disponía a saltar también al interior del carruaje cuando se interpuso en su camino la figura de un hombre alto, con chistera. Era el padre de Rachel, el señor Bodwin, el abogado.

—Doy por supuesto que no quiere enmendar su mala conducta -dijo.

—¿Está secuestrando a mi esposa? -replicó Micky. Le enfurecía que le hubiesen ganado por la mano.

—Se marcha por propia y libre voluntad. -A Bodwin le temblaba levemente la voz, pero se mantuvo firme-. Volverá con usted cuando acceda a abandonar sus costumbres viciosas. Tras someterse, naturalmente, a un examen médico satisfactorio.

Durante un momento, Micky luchó contra la tentación de golpearle… pero sólo fue un momento. La violencia no era su estilo. De todas formas, el abogado le denunciaría por agresión, y un escándalo como ése podía destrozar su carrera diplomática. Rachel no valía tanto como eso.

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