Una fortuna peligrosa (53 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Nora sorbía té sentada en la cama, con las almohadas de encaje rodeándola. Hugh se inclinó por encima del borde del lecho y le dijo:

—Anoche estuviste maravillosa.

—Les hice a todos una buena demostración -repuso Nora, muy satisfecha de sí misma-. Bailé con el príncipe de Gales.

—No podía apartar los ojos de tus pechos -comentó Hugh. Alargó la mano y acarició los senos de Nora por encima de la seda de su camisón, abotonado hasta el cuello.

Ella le apartó la mano con gesto irritado.

—¡Hugh! Ahora no.

Él se sintió dolido.

—¿Por qué ahora no?

—Es la segunda vez esta semana.

—Al principio de estar casados lo hacíamos constantemente.

—Exacto… al principio de estar casados. No se espera de una chica que tenga que hacerlo todos los días, durante toda la vida.

Hugh frunció el ceño. Hubiera sido perfectamente feliz haciéndolo todos los días, durante toda la vida… ¿No era para eso el matrimonio? Claro que tampoco sabía qué era lo normal. Tal vez él fuera demasiado fogoso.

—Entonces, ¿con qué frecuencia crees que debemos hacerlo? -preguntó dubitativo.

A Nora pareció complacerle que se lo preguntase, como si estuviera esperando la oportunidad de aclarar de una vez aquel punto.

—No más de una vez a la semana -respondió con firmeza.

—¿De veras? -Su exaltación se disipó y, de pronto, se sintió abatido. Una semana parecía una eternidad. Le acarició el muslo por encima de la sábana-. Tal vez un poco más.

—¡No! -replicó ella, y apartó la pierna.

Hugh se quedó consternado. Hubo un tiempo en que a Nora parecía entusiasmarle hacer el amor. Era algo con lo que disfrutaban los dos. ¿Cómo había llegado a convertirse en una obligación que ella cumplía en beneficio de Hugh? ¿Es que nunca le había gustado, sino que sólo lo aparentaba? La idea resultaba terriblemente desalentadora.

Se le habían pasado las ganas de darle el regalo, pero ya lo había comprado y tampoco deseaba devolverlo a la tienda. -Bueno, de todas formas, te he traído esto para conmemorar tu triunfo en el baile de Maisie Greenbourne -dijo con voz más bien lúgubre, y le entregó la caja.

La actitud de Nora cambió automáticamente.

—¡Oh, Hugh, ya sabes cómo adoro los regalos! -exclamó. Arrancó la cinta y abrió el estuche. Contenía un colgante en forma de ramo de flores formadas a base de rubíes y zafiros engarzadas en tallos de oro. El colgante pendía de una espléndida cadena de oro.

—¡Es precioso! -dijo Nora.

—Póntelo, pues.

Ella se lo pasó por la cabeza.

El colgante no alcanzaba, ni mucho menos, su máximo esplendor sobre la pechera del camisón de dormir.

—Resaltará más con un vestido escotado -comentó Hugh. Nora le lanzó una mirada coquetona y empezó a desabotonarse el camisón. Hugh la contempló vorazmente mientras ella iba dejando a la vista más superficie pectoral. El broche colgaba en medio de la hendidura, entre ambos senos, como una gota de lluvia sobre un capullo. Nora sonrió a Hugh, continuó desabotonándose y, por último, abrió el camisón y dejó al descubierto sus pechos desnudos.

—¿Quieres besarlos? -invitó.

Hugh no sabía qué pensar. Jugaba con él o quería hacer el amor? Inclinó la cabeza y besó los senos con la joya anidada entre ellos. Cerró los labios sobre un pezón y lo chupó suavemente.

—Ven a la cama -dijo Nora.

—Creí que habías dicho que…

—Bueno… una chica tiene que demostrar que es agradecida, ¿no te parece?

Levantó la ropa de la cama.

Hugh se sintió como mareado. Era la joya lo que le había hecho cambiar de idea. Con todo, no pudo resistir la invitación. Se quitó el batín, mientras se odiaba por ser tan débil, subió a la cama y se acostó junto a Nora.

Cuando se corría, le entraron ganas de llorar.

Con el correo de la mañana, llegó una carta de Tonio Silva.

Tonio había desaparecido poco después de que Hugh se entrevistara con él en el café de la Plage. En The Times no apareció ningún artículo. Hugh había quedado más bien como un estúpido al haber armado tanto barullo acerca del peligro que podía representar aquello para el banco. Edward había aprovechado todas las oportunidades que surgieron para recordar a los socios la falsa alarma de Hugh.

Sin embargo, el incidente quedó eclipsado por el drama que significaría la marcha de Hugh al Banco Greenbourne.

Hugh había escrito al Hotel Russe, pero no recibió contestación. Estuvo preocupado por su amigo, pero no podía hacer nada.

Abrió la carta con inquietud. Procedía de un hospital y rogaba a Hugh una visita. La misiva concluía: «Hagas lo que hagas, no le digas a nadie dónde estoy».

¿Qué habría pasado? Dos meses atrás, Tonio se encontraba en perfecto estado de salud. ¿Por qué le habían ingresado en un hospital público? El desaliento se apoderó de Hugh. Sólo los pobres iban a los hospitales, que eran sitios tétricos, insalubres: toda persona en condiciones de permitírselo tenía médicos y enfermeras que iban a atenderle a su domicilio, incluso en caso de operaciones quirúrgicas.

Desconcertado e intranquilo, Hugh fue inmediatamente al hospital. Encontró a Tonio en una sala lóbrega y desnuda, de treinta camas casi pegadas unas a otras. Le habían cortado su rojiza pelambrera al cero y la cara y la cabeza presentaban numerosas cicatrices.

—¡Santo Dios! -se sobresaltó Hugh-. ¿Con qué has chocado?

—Una buena paliza -dijo Tonio.

—¿Qué ocurrió?

—Me atacaron en la calle, en los aledaños del Hotel Russe, hace un par de meses.

—Te robaron, supongo.

—Sí.

—¡Te dejaron hecho una pena!

—No es tan malo como parece. Me rompieron un dedo y me astillaron un tobillo, pero todo lo demás no fueron más que cortes y contusiones. Ya casi estoy bien del todo.

—Debiste ponerte en contacto conmigo mucho antes. Tenemos que sacarte de aquí. Te enviaré a mi médico, contrataré una enfermera…

—No, gracias, muchacho. Agradezco tu generosidad.

Pero el dinero no es el único motivo por el que estoy aquí. Este lugar es más seguro. Aparte de ti, sólo otra persona sabe dónde estoy: un compañero de toda confianza, que me trae pasteles de carne, coñac y noticias de Córdoba. Espero que no le hayas dicho a nadie que venías aquí.

—Ni siquiera a mi esposa -repuso Hugh.

—Muy bien.

Hugh pensó que la antigua intrepidez de Tonio parecía haberse desvanecido; a decir verdad, había pasado al otro extremo.

—Pero no puedes permanecer en el hospital el resto de tu vida para esconderte de los rufianes callejeros.

—Los individuos que me asaltaron no eran sólo ladrones, Pilaster.

Hugh se quitó el sombrero y se sentó en el borde de la cama. Se esforzó por no oír los gemidos intermitentes del enfermo que ocupaba el lecho contiguo.

—Cuéntame qué pasó -dijo.

—No fue un robo corriente. Los ladrones me quitaron la llave de mi cuarto y la utilizaron para entrar en él. No se llevaron de allí nada de valor, pero sí los documentos relativos a mi artículo para The Times, incluidas las declaraciones juradas que habían firmado los testigos.

Hugh estaba horrorizado. Se le heló el corazón al pensar, que las intachables y respetables transacciones que se llevaban a cabo en las silenciosas salas del Pilaster podían estar relacionadas de alguna forma con el crimen violento de las calles y el rostro magullado que tenía delante.

—¡Eso casi es dar por supuesto que el banco es sospechoso!

—El banco no -dijo Tonio-. El Pilaster es una institución poderosa, pero no creo que pudiera organizar asesinatos en Córdoba.

—¿Asesinatos? -Aquello empeoraba cada vez más-. ¿A quién han asesinado?

—A todos los testigos cuyo nombre y dirección figuraba en las declaraciones juradas que robaron de mi habitación del hotel.

—Me cuesta trabajo creerlo.

—Tengo suerte de estar vivo. Creo que me hubieran matado de no saber que los homicidios se investigan en Londres mucho más a fondo que en mi tierra. Temieron el alboroto que se habría armado.

Hugh aún estaba aturdido y desolado por la revelación de que varias personas habían muerto asesinadas a causa de la emisión de bonos del Banco Pilaster.

—Pero ¿quién está detrás de todo eso?

—Micky Miranda.

Hugh sacudió la cabeza, incrédulo.

—Como sabes, Micky no me cae muy bien, pero tampoco le creo capaz de una cosa así.

—El ferrocarril de Santamaría es vital para él. Hará de su familia la segunda en importancia del país.

—Eso lo entiendo, y no dudo de que Micky quebrantaría un montón de reglas para lograr sus fines. Pero no es un asesino.

—Sí que lo es -insistió Tonio.

—Venga…

—Lo sé con absoluta seguridad. No siempre he actuado como si supiera… la verdad es que he sido un maldito imbécil con respecto a Miranda. Pero de eso tiene la culpa su encanto diabólico. Durante cierto tiempo me hizo creer que era amigo mío. Lo cierto es que es perverso hasta la médula, y lo sé desde la época escolar.

—¿Cómo pudiste saberlo?

Tonio cambió de postura en la cama.

—Sé lo que sucedió realmente hace trece años, la tarde en que Peter Middleton se ahogó en la alberca del bosque del Obispo.

Hugh se quedó electrizado. Llevaba años formulándose preguntas sobre aquello. Peter Middleton era un buen nadador: resultaba de lo más improbable que hubiese muerto a causa de un accidente. Hugh llevaba mucho tiempo convencido de que hubo de por medio alguna clase de broma extraña. Tal vez iba a enterarse por fin de la verdad.

—Vamos, hombre -incitó-. Soy todo oídos, me consume la impaciencia.

Tonio titubeó.

—¿Me das un poco de vino? -pidió.

Había una botella de Madeira en el suelo, junto a la cama. Hugh vertió un poco en un vaso. Mientras Tonio lo bebía, Hugh evocó el calor de aquel día, la inmovilidad del aire en el bosque del Obispo, las quebradas paredes rocosas que descendían hacia el estanque y la frescura, el estupendo frescor del agua.

—Al juez de instrucción se le dijo que Peter tuvo dificultades en la alberca. En ningún momento se le había informado de que Edward le sumergió la cabeza repetidamente.

—Eso ya lo sabía -le interrumpió Hugh-. Cammel el Joroba me escribió una carta desde la colonia de El Cabo. Estaba mirando desde el otro extremo de la alberca. Pero dice que no se quedó allí hasta el final.

—Exacto. Tú escapaste y el Joroba se marchó. Allí quedamos Peter, Edward, Micky y yo.

—¿Qué ocurrió cuando yo me fui? -preguntó Hugh impaciente.

—Salí del agua y lancé una pedrada a Edward. Un tiro afortunado: le alcanzó en mitad de la frente y le hizo sangre. Entonces dejó de fastidiar a Peter para salir en mi persecución. Trepé por el talud de la cantera, con la intención de alejarme de él.

Tomó otro sorbo de vino.

—Cuando llegué a lo alto de la cantera, volví la cabeza.

Edward aún me perseguía, pero se encontraba bastante lejos y me tomé un respiro momentáneo para recobrar el aliento. - Tonio hizo una pausa y una expresión de repugnancia apareció en su magullado rostro-. Por entonces, Micky estaba en el agua con Peter. Vi con perfecta claridad, y sigo viéndolo en mi memoria como si fuese ayer-, vi que Micky mantenía la cabeza de Peter sumergida. Peter pataleaba, pero Micky sujetaba la cabeza de Peter con el brazo, inmovilizándola debajo del agua, y Peter no podía deshacerse de él. Micky le estaba ahogando. No tengo la menor duda de ello. Fue un claro asesinato.

—¡Santo Dios! -jadeó Hugh. Tonio asintió.

—Incluso ahora me pone enfermo recordarlo. Estuve mirándolos durante no sé cuánto tiempo. Edward por poco me alcanza. Peter casi había dejado de patalear y sólo forcejeaba débilmente cuando Edward llegó al borde superior de la cantera y tuve que reanudar la huida. Así fue cómo murió Peter.

Hugh estaba aturdido y horrorizado.

—Edward me siguió un poco más a través de la arboleda, pero estaba sin resuello y me lo quité de encima. Luego te encontré.

Hugh recordaba al Tonio de trece años que vagaba por el bosque del Obispo, desnudo, empapado, con la ropa en los brazos y la garganta llena de sollozos. Tal recuerdo llevó también a su memoria el sobresalto y el dolor que sufrió aquel mismo día, un poco más tarde, cuando se enteró de la muerte de su padre.

—Pero ¿por qué no contaste nunca a nadie lo que habías visto?

—Temía a Micky… temía que me hiciese a mí lo mismo que le hizo a Peter. Todavía tengo miedo de Micky… ¡mira cómo me encuentro ahora! Tú también deberías temerle.

—Le temo, no te preocupes. -Hugh reflexionaba-. ¿Sabes?, no creo que ni Edward ni su madre conozcan la verdad de este asunto.

—¿Por qué lo dices?

—No tenían ninguna razón para encubrir a Micky.

Tonio no parecía muy convencido.

—Puede que Edward la tenga: la amistad.

—Tal vez… aunque dudo mucho que hubiera guardado el secreto más de un par de días… de cualquier modo, Augusta sabía que era mentira la historia que contaron sobre el heroísmo de Edward tratando de rescatar a Peter.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi madre se lo dijo, y yo se lo dije a mi madre. Lo que significa que Augusta está complicada en la ocultación de la verdad. Sea como fuere, no me costaría nada creer que Augusta estuviese dispuesta a mentir siempre que fuese preciso en bien de su hijo… pero no en el de Micky. Por aquellas fechas ni siquiera le conocía.

—Así pues, ¿qué supones que ocurrió?

Hugh enarcó las cejas.

—Imagínate que Edward deja de perseguirte y regresa a la alberca. Encuentra allí a Micky, que arrastra el cadáver de Peter fuera del agua. Micky le acusa: «¡Estúpido, le has matado!». Recuerda que Edward no vio a Micky mantener sumergida la cabeza de Peter. Micky pretende que Peter estaba tan agotado por las inmersiones a que le sometió Edward que le fallaron las fuerzas y no pudo nadar hasta la orilla, por lo que se ahogó. «¿Qué vaya hacer?», pregunta Edward. Micky le responde: «No te preocupes. Diremos que fue un accidente. Incluso diremos que te lanzaste al agua e intentaste salvarle». Así, Micky encubre su propio crimen y se gana la imperecedera gratitud de Edward y Augusta. ¿Es lógico?

Tonio asintió.

—¡Por Dios! Creo que tienes razón.

—Debemos ir a la policía -propuso Hugh indignado.

—¿Con qué objeto?

—Eres testigo de un asesinato. El hecho de que ocurriera hace trece años no constituye diferencia alguna. Han de pedirle cuentas a Micky.

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