Una fortuna peligrosa (48 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Abandonó el cuarto y bajó la escalera.

Se llevó una sorpresa al ver al recepcionista en el mostrador del vestíbulo. El hombre alzó la vista y preguntó provocativamente:

—¿Puedo preguntarle qué hace aquí?

Micky tomó una determinación instantánea. Si hacía caso omiso del empleado, el hombre se limitaría a pensar que era un grosero. Detenerse y dar una explicación proporcionaría al recepcionista la oportunidad de estudiar su rostro. Salió del hotel sin pronunciar palabra. El empleado no le siguió.

Al pasar por delante del callejón oyó un débil grito que pedía ayuda. Tonio se arrastraba hacia la calle, dejando tras de sí un rastro de sangre. Ver aquello estuvo a punto de hacerle vomitar. Hizo una mueca, disgustado, apartó rápidamente la mirada y siguió andando.

3

Por las tardes, las damas ricas y los caballeros ociosos se visitaban unos a otros. Era una costumbre molesta y cuatro días a la semana Maisie encargaba a la servidumbre que dijese que no estaba en casa. Recibía los viernes, y en el transcurso de una tarde pasarían por allí veinte o treinta personas. Más o menos, eran siempre los mismos: la Marlborough Set, miembros del círculo judío, mujeres con ideas «avanzadas», como Rachel Bodwin, y algunas esposas de los más importantes hombres de negocios que tenían relaciones con Solly.

Emily Pilaster figuraba en esta última categoría. Su esposo, Edward, participaba conjuntamente con Solly en una operación relativa a un ferrocarril de Córdoba, y Maisie suponía que ésa era la razón por la que Emily la visitaba. Pero aquel día se quedó toda la tarde, y a las cinco y media, cuando todo el mundo se había marchado, ella continuaba allí.

Era una bonita muchacha de enormes ojos azules; sólo contaría unos veinte años, pero cualquiera habría adivinado que era desdichada, por lo que Maisie no se sorprendió cuando le dijo:

—Por favor, ¿puedo hablar con usted de algo personal?

—Claro que sí, ¿de qué se trata?

—Espero que no se ofenda, pero no hay nadie más con quien pueda hablar de ello.

Sonaba a problema sexual. No sería la primera vez que una chica de casa bien acudía a Maisie en busca de consejo acerca de algo que no podía debatir con su madre. Tal vez habían oído rumores acerca del supuesto pasado turbio de Maisie, o quizá era sólo que les parecía una mujer accesible.

—Es difícil ofenderme -dijo Maisie-. ¿Qué quieres tratar conmigo?

—Mi marido me odia -dijo Emily, y estalló en lágrimas. Maisie lo lamentó por ella. Había conocido a Edward en los viejos tiempos de los Salones Argyll, y ya entonces era indecente. Sin duda habría empeorado con los años. Maisie hubiera compadecido a cualquier muchacha lo bastante infortunada como para tener que casarse con él.

—Verá -explicó Emily entre sollozos-, sus padres querían que se casara, pero él no, de modo que, para convencerle y que aceptase el matrimonio, le ofrecieron poner a su nombre una importante cantidad y hacerle socio del banco. Yo accedí a casarme con él porque mis padres quisieron que lo hiciese, me parecía un marido tan bueno como otro y deseaba tener hijos. Pero no le he gustado nunca y ahora que tiene su dinero y su cargo de socio no quiere verme ni en pintura.

Maisie suspiró.

—Puede que esto te parezca cruel, pero estás en la misma situación que miles de mujeres.

Emily se enjugó los ojos con un pañuelo e hizo un esfuerzo para dejar de llorar.

—Lo sé, y no quiero que piense que siento lástima de mí misma. Comprendo que tengo que sacar el mejor partido del asunto. Y sé que podría hacer frente a la situación si pudiera tener un hijo. Eso es lo que realmente deseo.

Maisie se dijo que los niños constituían el consuelo de la mayor parte de las esposas infelices.

—¿Hay algún motivo por el que no debas tener hijos? Emily se removía inquieta en el sofá, casi retorciéndose de vergüenza, pero en su semblante infantil se apreciaba la determinación.

—Llevo dos meses casada y no ha ocurrido nada.

—Con los primeros días a veces no basta para…

—No, no, me refiero a que a estas alturas ya debería estar encinta.

Maisie comprendía lo difícil que les resultaba a esta clase de jóvenes concretar, así que la ayudó dirigiéndole preguntas específicas.

—¿Se acuesta en tu cama?

—Lo hizo al principio, pero ya no.

—Cuando se acostó contigo, ¿qué fue mal?

—La cuestión es que aún no estoy segura de lo que tenía que ocurrir.

Maisie suspiró. ¿Cuántas madres permitían que sus hijas recorrieran aquel camino sumidas en semejante ignorancia? Se acordó de que el padre de Emily era un ministro metodista. Eso, en efecto, no ayudaba.

—Lo que debía ocurrir es esto -empezó-. Tu marido te besa y te toca, su pene se alarga y se endurece y a continuación lo introduce en tu sexo. A la mayoría de las chicas eso les gusta.

Emily se puso escarlata.

—Él me besaba y me tocaba, pero nada más.

—¿Su pene no se ponía duro?

—Estábamos a oscuras.

—¿No lo palpaste?

—Me hizo frotárselo una vez.

—¿Y cómo estaba? ¿Rígido como una vela o fláccido como una lombriz? ¿O una cosa intermedia, como una salchicha antes de ponerla al fuego?

—Blanducho.

—Y cuando tú le acariciabas, ¿se ponía rígido?

—No. Entonces él se enfurecía, me abofeteaba y gritaba que yo no valía para nada. ¿Es culpa mía, señora Greenbourne?

—No, no es culpa tuya, aunque, por regla general, los hombres siempre le echan la culpa a las mujeres. Es un problema bastante común y se llama impotencia.

—¿A qué se debe?

—Hay un montón de causas distintas.

—¿Significa eso que no podré tener hijos?

—Hasta que consigas que su pene se empalme, no podrás.

Emily pareció al borde de las lágrimas.

—Deseo mucho tener un hijo. Me siento tan sola, soy tan desgraciada que si tuviese un hijo podría arreglarlo todo.

Maisie se preguntó cuál sería el problema de Edward.

Desde luego, en los viejos tiempos no era impotente. ¿Podía hacer algo para ayudar a Emily? Probablemente le costaría poco averiguar si Edward era impotente total o sólo con su esposa. April Tilsley lo sabría. Edward seguía siendo cliente habitual del prostíbulo de Nellie hasta la última vez que Maisie habló con April, aunque eso había sucedido ya varios años atrás: a una dama de la alta sociedad le era problemático mantener una amistad íntima con la dueña del principal burdel de Londres.

—Conozco a alguien muy próximo a Edward -dijo cautelosamente-. Esa persona tal vez pueda arrojar un poco de luz sobre el asunto.

Emily tragó saliva.

—¿Quiere usted decir que Edward tiene una querida? Por favor, acláremelo… he de afrontar los hechos.

Era una muchacha decidida, pensó Maisie. Podía ser ignorante e ingenua, pero iba a conseguir lo que quería.

—Esa mujer no es su amante. Pero si Edward tiene una querida, tal vez lo sepa.

Emily asintió.

—Me gustaría conocer a su amiga.

—No sé si personalmente deberías…

—Quiero conocerla. Es mi marido y si hay algo malo que tenga que decirse, deseo oírlo.

—Su cara volvió a adoptar una expresión testaruda-: Estoy dispuesta a hacer lo que sea, tiene usted que creerme… cualquier cosa. A menos que me salve a mí misma, mi vida va a ser un erial.

Maisie decidió poner a prueba su resolución.

—Mi amiga se llama April. Posee un lupanar cerca de la plaza de Leicester. A dos minutos de aquí. ¿Estás dispuesta a acompañarme ahora?

—¿Qué es un lupanar? -preguntó Emily.

El simón se detuvo a la puerta del Nellie's. Maisie asomó la cabeza por la ventanilla y examinó la calle. No le seducía en absoluto la idea de que algún conocido la viese entrar en un prostíbulo. Sin embargo, aquélla era la hora en que la mayoría de las personas de su clase estaban vistiéndose para cenar, y por la calle sólo circulaban algunas personas pobres. Había pagado al cochero por adelantado. La puerta del burdel no estaba cerrada con llave. Entraron.

La luz del día no le sentaba bien al Nellie's. De noche puede que tuviera cierto encanto sórdido, pensó Maisie, pero a aquella hora parecía andrajoso y apolillado. El terciopelo de la tapicería estaba descolorido, las mesas tenían infinidad de marcas dejadas por las quemaduras de los cigarrillos, así como los círculos que estamparon en su superficie vasos y copas, el papel de las paredes aparecía rasgado y los cuadros eróticos resultaban simplemente vulgares. Una mujer con una pipa entre los dientes barría el suelo. No pareció sorprenderse al ver allí a dos damas de la alta sociedad que lucían hermosos vestidos. Cuando Maisie preguntó por April la vieja agitó el pulgar en dirección a la escalera.

Encontraron a April en la cocina del primer piso. Bebía té, sentada a una mesa en compañía de varias mujeres, todas ellas en bata o salto de cama: evidentemente, faltaban unas horas para que se iniciase el trabajo. Al principio, April no reconoció a Maisie y estuvieron un buen rato contemplándose mutuamente. Maisie observó pocos cambios en su vieja amiga: seguía estando delgada, tenía el semblante endurecido y la mirada sagaz, un poco cansina tal vez, resultado de tanto trasnochar y del excesivo número de botellas de champaña barato; pero tenía todo el tono resuelto y lleno de confianza de una triunfadora mujer de negocios.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? -preguntó.

—¿No me conoces, April? -preguntó Maisie; y al instante April soltó un grito de encantada alegría, se lanzó hacia adelante y ambas se arrojaron una en brazos de la otra.

Tras el abrazo y los besos, April se volvió a las otras mujeres de la cocina y explicó:

—Chicas, ésta es la mujer que consiguió eso con lo que todas nosotras soñamos. Primero Miriam Rabinowicz y posteriormente Maisie Robinson, ¡ahora es señora de Solomon Greenbourne!

Todas las mujeres aclamaron a Maisie como si fuera una especie de heroína. Se sintió un poco abochornada: no había previsto la posibilidad de que April pronunciase un resumen tan franco de su biografía -en especial delante de Emily Pilaster-, pero ya era demasiado tarde.

—Echemos un trago de ginebra para celebrarlo -propuso April. Tomaron asiento y una de las mujeres sacó copas y una botella de ginebra y les sirvió la bebida. A Maisie nunca le había gustado la ginebra, y ahora que se había acostumbrado al mejor champán, todavía le gustaba menos, pero se la echó al coleto en aras de la sociabilidad. Vio que Emily sorbía la suya y esbozaba una mueca. Volvieron a llenarles la copa inmediatamente-. Bueno, ¿qué te trae por aquí? -interrogó April.

—Un problema conyugal -dijo Maisie-. Aquí, mi amiga, tiene un esposo impotente.

—Tráemelo, cariño -dijo April a Emily-. Le ajustaremos las cuentas.

—Sospecho que ya es cliente tuyo -comentó Maisie.

—¿Cómo se llama?

—Edward Pilaster.

April se quedó de piedra.

—Dios mío. -Miró fijamente a Emily-. Así que tú eres Emily. Pobrecilla.

—Conoce mi nombre -constató Emily. Parecía mortificada-. Eso significa que le habla de mí.

Tomó un poco más de ginebra.

—Edward no es impotente -intervino otra de las mujeres. Emily se sonrojó.

—Lo siento -se disculpó la mujer-. Lo que pasa es que normalmente quiere ocuparse conmigo.

Era una muchacha alta, de cabellera morena y pechos exuberantes. Maisie pensó que su porte no parecía muy impresionante con aquella ropa ajada y fumando como un hombre; pero tal vez era seductora cuando iba vestida.

Emily recuperó la compostura.

—Resulta extraño -observó-. Es mi marido y, sin embargo, usted sabe de él más que yo. Y ni siquiera conozco su nombre de usted.

—Lily.

Reinó durante unos segundos un embarazoso silencio.

Maisie tomó un sorbo de su copa: la segunda ginebra le sabía mejor que la primera. Comprendió que la escena era de lo más extraño: la cocina, las mujeres en
deshabillé
, los cigarrillos y la ginebra… y Emily, que una hora antes no estaba segura de en qué consistía el acto carnal y ahora hablaba de impotencia con la puta favorita de su marido.

—Bueno -dijo April animadamente-, ahora ya conoces la respuesta a la pregunta. ¿Por qué es impotente Edward con su esposa? Porque Micky no está a su lado. Cuando está a solas con una mujer, a Edward no se le empina.

—¿Micky? -silabeó Emily con incredulidad-. ¿Micky Miranda? ¿El embajador cordobés?

April inclinó la cabeza afirmativamente.

—Todo lo hacen juntos, en especial aquí. Una o dos veces Edward lo intentó por su cuenta, pero nunca le funcionó.

Emily parecía perpleja.

Maisie formuló la pregunta inevitable:

—Exactamente, ¿qué es lo que hacen?

—Nada muy complicado. -Fue Lily quien respondió-. A lo largo de los años han intentado unas cuantas variantes. En el momento en que les place, los dos se meten en la cama con una chica, que solemos ser Muriel o yo.

—¿Pero Edward lo consigue, logra hacerlo? -inquirió Maisie-. Quiero decir, ¿se excita y llega al final?

Lily asintió.

—De eso no hay duda.

—¿Crees que ese número es la única forma en que ha podido animarse siempre?

Lily enarcó las cejas.

—No creo que tenga mucha importancia el modo exacto en que sucede, con cuántas chicas y todo eso. Si Micky está allí, el asunto funciona; si Micky no está, no.

—Es como si Micky fuera la persona a la que realmente desea Edward -dijo Maisie.

—Me siento como si estuviese en un sueño o algo por el estilo -pronunció Emily con voz débil. Tomó un largo trago de ginebra-. ¿Es posible que esto sea verdad? ¿Pasan realmente estas cosas?

—Si tú supieras… -dijo April-. Edward y Micky son sosísimos, comparados con algunos de nuestros clientes.

Hasta Maisie se había sorprendido. La idea de Edward y Micky juntos en la cama con una mujer le resultaba tan extravagante que le entraron ganas de estallar en carcajadas, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener la risa que le burbujeaba en la garganta.

Recordó la noche en que Edward les sorprendió, a Hugh y a ella, haciendo el amor. Edward se excitó de manera incontrolable, Maisie se acordaba perfectamente; y comprendió de modo instintivo que lo que le había inflamado era la ilusión de follarla a continuación de Hugh.

—¡Un bollo con mantequilla! -exclamó. Algunas pupilas soltaron una risita. -Exacto -rió también April.

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