Una fortuna peligrosa (44 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Diez minutos después se presentaba ante Solly Greenbourne en solicitud de un empleo.

No estaba muy seguro de que los Greenbourne le aceptasen. Él constituía un activo que cualquier banco codiciaría, gracias a sus contactos en Canadá y Estados Unidos, pero los banqueros consideraban poco caballeroso piratear altos directivos a la competencia. Además, los Greenbourne podían temer que Hugh contase determinados secretos, a su familia cuando estuviesen a la mesa, y la circunstancia de que no fuese judío tal vez acentuara esos temores.

Sin embargo, los Pilaster le habían llevado a un callejón sin salida. Tenía que escapar.

Había llovido antes, pero el sol salió a media mañana y su calor arrancaba nubecillas de vapor al estiércol de caballo que alfombraba las calles de Londres. La arquitectura de la City era una mezcla de grandes edificios clásicos y viejas casas decrépitas: el de los Pilaster pertenecía al primer tipo, el de los Greenbourne al otro. Nadie hubiera supuesto que el Banco Greenbourne era más importante que el de los Pi1aster, a juzgar por la apariencia de la oficina central. El negocio se había iniciado tres generaciones atrás, haciendo préstamos a los importadores de pieles, en dos habitaciones de una vieja casa de la calle del Támesis. A medida que fueron necesitando más espacio, los Greenbourne se limitaron a ir quedándose, una tras otra, con las casas contiguas" y ahora el banco ocupaba cuatro edificios adyacentes y otros tres próximos. Pero en aquellos inmuebles destartalados se movía un mayor volumen de negocios que en el ostentoso esplendor del edificio del Banco Pilaster.

Dentro no reinaba en absoluto el reverencial silencio del vestíbulo del Pilaster. Hugh tuvo que abrirse camino casi a la fuerza entre las personas que atestaban el mismo portal, como solicitantes a la espera de que un rey medieval les concediese audiencia, todas y cada una de ellas convencidas de que si lograban hablar con Ben Greenbourne, presentar su caso o plantearle su propuesta harían fortuna. Los pasillos en zigzag y las estrechas escaleras del interior estaban obstruidos por viejos archivadores metálicos, cajas de cartón con material de escritorio y garrafas de tinta, y cada cubículo aprovechable se había convertido en oficina para un empleado. Hugh encontró a Solly en una amplia habitación de suelo irregular y con una ventana torcida que daba al río. El voluminoso cuerpo de Solly estaba medio oculto detrás de un escritorio sobre el que se apilaban montones de documentos.

—Vivo en un palacio y trabajo en un cuchitril -comentó Solly alegremente-. He intentado convencer a mi padre para que adquiera un edificio como el vuestro, dedicado expresamente a oficinas, pero dice que la propiedad no es rentable.

Hugh se sentó en un sofá apelmazado y aceptó una copa grande de jerez. Se sentía incómodo porque, en un rincón de su cerebro, pensaba en Maisie. La había seducido antes de que se convirtiera en esposa de Solly y lo hubiera hecho de nuevo de haberlo permitido ella. «Pero todo ha terminado ya», se dijo. Maisie mantuvo cerrada con llave la puerta de su alcoba en Kingsbridge Manar y él se había casado con Nora. No tenía intención de ser un marido infiel.

A pesar de todo, no dejaba de sentirse incómodo.

—He venido a verte porque quiero hablar de negocios –dijo Solly hizo un ademán con la mano abierta.

—Tienes la palabra.

—El terreno en el que me he especializado es América del Norte, como sabes.

—¡No me digas! Lo tienes tan bien cogido y envuelto que ni siquiera hemos podido echar allí una mirada.

—Exacto. y, como consecuencia, os estáis perdiendo una buena cantidad de operaciones provechosas.

—No hace falta que me lo refriegues por la cara. Mi padre no cesa de preguntarme continuamente por qué no te cultivo más.

—Lo que necesitáis es que alguien con experiencia en Norteamérica ponga manos a la obra, establezca una oficina vuestra en Nueva York y empiece a buscar negocio.

—Eso y un hada madrina.

—Hablo en serio, Greenbourne. Yo soy vuestro hombre.

—¡Tú!

—Quiero trabajar para vosotros.

Solly se quedó estupefacto. Miró por encima de la montura de sus gafas, como si tratara de asegurarse de que era realmente Hugh quien había dicho aquello.

—Supongo que debe de ser a causa del incidente que ocurrió en el baile de la duquesa de Tenbigh -aventuró al cabo de un momento.

—Han dicho que, por culpa de mi esposa, no me harán socio de la firma.

Hugh pensaba que Solly simpatizaría con él, puesto que también se había casado con una joven de clase social inferior.

—Lo siento -se condolió Solly.

—Pero no pido ningún favor -dijo Hugh-. Sé lo que valgo y tendrás que pagar mi precio si quieres mi colaboración. Ahora estoy ganando mil al año, y espero seguir subiendo mientras continúe proporcionando más y más beneficios al banco.

—Eso no es problema.

—Solly meditó durante unos segundos-. Podría anotarme un gran éxito, ya sabes. Te agradezco la oferta. Eres un buen amigo y un hombre de negocios formidable.

—Hugh volvió a pensar en Maisie y sintió una punzada de culpabilidad al oír las palabras «buen amigo». Solly continuó-: Nada me gustaría más que tenerte trabajando conmigo.

—Detecto un «pero» sobrentendido -dijo Hugh, al tiempo que se le estremecía el corazón.

Solly meneó su cabeza de búho.

—Ningún pero en lo que a mí concierne. Naturalmente, no puedo contratarte como contrataría a un tenedor de libros. Eso tendré que dejarlo claro con mi padre. Pero ya sabes cómo funcionan las cosas en el mundo de la banca: los beneficios son un argumento que pesa más que todos los demás. No me imagino a mi padre rechazando la posibilidad de conseguir un buen pedazo del pastel del mercado norteamericano.

Hugh no quería dar la impresión de que estaba demasiado impaciente y ávido, pero no pudo evitar la pregunta:

—¿Cuándo hablarás con él?

—¿Por qué no ahora? -dijo Solly. Se puso en pie-. Es cuestión de un minuto. Tómate otra copa de jerez.

Salió.

Hugh sorbió su jerez, pero estaba tan sobre ascuas que le costó trabajo ingerirlo. Nunca había solicitado un empleo. Era desconcertante darse cuenta de que su futuro dependía del capricho del anciano Ben Greenbourne. Comprendió por primera vez los sentimientos de los jóvenes pelagatos con cuello duro a los que había entrevistado para una plaza de oficinista. Inquieto, se levantó y fue a la ventana. En la orilla opuesta del río, una gabarra descargaba fardos de tabaco en un almacén: era tabaco de Virginia, probablemente él habría financiado la transacción.

Tuvo una sensación de destino incierto, un poco como la que había experimentado seis años atrás al subir a bordo del barco que le llevó a Boston: la sensación de que nada volvería a ser lo mismo.

Volvió Solly, acompañado de su padre. Ben Greenbourne tenía el porte erguido y la cabeza en forma de bala de un general prusiano. Hugh le estrechó la mano y observó con zozobra su semblante. Tenía una expresión solemne. ¿Significaba eso un «No»?

—Solly me ha dicho que tu familia ha decidido no ofrecerte la condición de socio de la firma -dijo Ben. Su forma de hablar era fríamente precisa, el acento recortado. Hugh pensó que el hombre era muy distinto a su hijo.

—Para ser exactos, me la ofrecieron y después retiraron la "oferta -concretó Hugh.

Sen asintió. Era un hombre que apreciaba la precisión.

—No me corresponde a mí criticar su discernimiento. Sin embargo, si tu experiencia norteamericana está en venta, desde luego soy un comprador.

A Hugh, el corazón le dio un salto en el pecho. Aquello sonaba a oferta de empleo.

—¡Gracias! -dijo.

—Pero no quisiera que te hicieses vanas ilusiones, así que hay algo que debemos dejar claro desde el principio. No es probable que llegues a alcanzar aquí la categoría de socio.

Hugh no había ido tan lejos en sus previsiones, pero, no obstante, fue un golpe.

—Comprendo -articuló.

—Te lo digo ahora para que lo tengas presente en tu trabajo. Muchos cristianos son colegas valiosos y apreciados amigos, pero, hasta ahora, los socios de este banco han sido siempre judíos, y siempre lo serán.

—Agradezco su sinceridad -dijo Hugh. Estaba pensando: «Por Dios, eres un viejo de corazón gélido».

—¿Sigues queriendo el empleo?

—Sí.

Ben "Greenbourne volvió a sacudir la cabeza.

—En ese caso, estoy deseando empezar a trabajar contigo -dijo, y abandonó el despacho.

Solly sonrió de oreja a oreja.

—¡Bienvenido a la firma! Hugh se sentó.

—Gracias.

La idea de que nunca alcanzaría la condición de socio depreciaba un tanto el alivio y la satisfacción, pero hizo un esfuerzo para poner al mal tiempo buena cara. Obtendría un buen salario y viviría cómodamente: el único inconveniente era que jamás sería millonario… para ganar tanto dinero uno tenía que ser socio del banco.

—¿Cuándo puedes empezar? -preguntó Solly, como si no viera la hora de ello.

Hugh no había pensado en eso.

—Probablemente tendré que avisarles con nueve días de anticipación.

—Procura que sea menos tiempo, si puedes.

—Solly, esto es formidable. No puedo expresarte lo contento que estoy.

—Yo también.

Hugh no supo qué añadir, así que se levantó, dispuesto a retirarse, pero Solly dijo:

—¿Puedo hacerte una sugerencia?

—Por supuesto.

Hugh volvió a sentarse.

—Se refiere a Nora. Espero que no lo tomes como una ofensa.

Hugh vaciló. Eran viejos amigos, pero ciertamente no deseaba hablar de Nora con Solly. Sus propios sentimientos eran ambivalentes. Se sentía avergonzado por la escena que montó y, sin embargo, sabía que su mujer tenía justificación para ello. Estaba a la defensiva respecto al acento de Nora, a sus modales y a sus orígenes humildes, pero al mismo tiempo le enorgullecía que fuese tan guapa y tan encantadora.

A pesar de todo, difícilmente podía mostrarse susceptible con el hombre que iba a dar nuevo impulso a su carrera.

—Adelante -dijo.

—Como sabes, yo también me casé con una muchacha que… no estaba acostumbrada a la alta sociedad.

Hugh asintió con la cabeza. Lo sabía perfectamente, aunque ignoraba el modo en que Solly y ella hicieron frente a la situación, ya que él se encontraba fuera del país cuando se casaron. Debieron de arreglárselas bastante bien, puesto, que Maisie se había convertido en una de las principales anfitrionas de la sociedad londinense, y si alguien recordaba su plebeya extracción, nunca aludía a ello. Era un caso poco común, pero no único: Hugh tenía noticia de dos o tres celebradas bellezas pertenecientes a la clase trabajadora a las que la sociedad londinense había aceptado.

—Maisie sabe lo que Nora está pasando -continuó Solly-. Podría serle de gran ayuda: aleccionarle sobre lo que debe hacer y decir, los errores que tiene que evitar, los sitios donde adquirir vestidos y sombreros, la forma de dirigir al mayordomo y al ama de llaves, todo eso. Maisie siempre te ha apreciado mucho, Hugh, así que estoy seguro de que le encantará echar una mano. Y no hay motivo para que Nora no utilice el mismo sistema que empleó Maisie y no acabe convertida en pilar de la sociedad.

Hugh se conmovió hasta llegar casi a las lágrimas. Aquel gesto de apoyo por parte de su antiguo amigo le llegó al corazón.

—Se lo propondré -dijo con cierta sequedad, destinada a ocultar sus sentimientos. Se puso en pie para marcharse.

—Espero no haberme pasado de la raya -dijo Solly, inquieto, cuando se estrecharon la mano.

Hugh se encaminó a la puerta.

—Todo lo contrario. Maldita sea, Greenbourne, eres mejor amigo de lo que me merezco.

A su regreso al Banco Pilaster, Hugh encontró esperándole una nota. Decía:

10,30 de la mañana

Querido Pilaster:

Tengo que verte en seguida. Me encontrarás en el café de la Plage, a la vuelta de la esquina. Te espero. Tu viejo amigo.

ANTONIO SILVA

¡Así que Tonio había vuelto! Su carrera quedó destrozada cuando, en una partida de cartas con Edward y Micky, perdió una suma que después no pudo pagar. Abandonó el país, cubierto de oprobio, aproximadamente por las fechas en que lo hizo Hugh. ¿Qué había sido de él desde entonces? Lleno de curiosidad, Hugh se fue derecho al café.

Encontró a un Tonio más viejo, desharrapado y abatido.

Leía The Times sentado en un rincón del local. Tenía la misma pelambrera desgreñada color zanahoria, pero aparte de eso no quedaba nada del colegial enredador y travieso, ni del joven pródigo y libertino. Aunque sólo tenía veintiséis años, la misma edad que Hugh, alrededor de sus ojos ya aparecían pequeñas arrugas hijas de la preocupación.

—Triunfé en toda regla en Bastan -respondió Hugh a la primera pregunta de Tonio-. Volví en enero. Pero no he dejado de tener problemas con mi maldita familia una y otra vez. ¿Qué me dices de ti?

—En mi país ha habido grandes cambios. Mi familia ya no es tan influyente como lo fue en otro tiempo. Todavía controlamos Milpita, la capital de nuestra provincia de origen, pero en la capital de la nación otros se han interpuesto entre los Silva y el presidente García.

—¿Quiénes?

—La facción Miranda.

—¿La familia de Micky?

—La misma. Se apoderaron de los yacimientos de nitrato del norte del país y eso les enriqueció. Monopolizan también las relaciones comerciales con Europa, gracias a sus conexiones con el banco de tu familia.

A Hugh le sorprendió la noticia.

—Sabía que Edward estaba haciendo grandes negocios en Córdoba, pero ignoraba que las operaciones se realizasen a través de Micky. A pesar de todo, supongo que eso no tiene importancia.

—Pues la tiene -dijo Tonio. Se sacó un fajo de papeles del bolsillo interior de la chaqueta-. Tómate un minuto para leer esto. Es un artículo que he escrito para The Times.

Hugh cogió el manuscrito y empezó a leerlo. Describía las condiciones de trabajo en una mina de nitrato propiedad de los Miranda. Dado que la explotación comercial la financiaba el Banco Pilaster, Tonio responsabilizaba al banco de los malos tratos que sufrían los mineros. Al principio, Hugh no se sintió impresionado: jornadas laborales largas, salarios de miseria y trabajo infantil eran características que se daban en todas las minas del mundo. Pero a medida que avanzaba en la lectura, comprendió que aquello era mucho peor. En las minas de los Miranda, los capataces llevaban látigos y armas de fuego, que utilizaban sin reservas para imponer la disciplina. A los trabajadores -incluidos mujeres y niños- se les flagelaba cuando disminuía su ritmo, y si intentaban marcharse antes de cumplir su contrato se disparaba contra ellos. Tonio tenía testigos oculares que referían tales «ejecuciones».

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