Una fortuna peligrosa (40 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Tras su visita a Kingsbridge Manor, Hugh había caído en el pozo de una negra depresión. Ver a Maisie despertó sus viejos fantasmas, y cuando ella volvió a rechazarle esos fantasmas empezaron a atormentarle sin tregua.

Durante el día todo marchaba bien, porque el trabajo le proponía retos y problemas que apartaban su mente del dolor: estaba muy atareado organizando la empresa conjunta con Madler y Bell, operación que los socios del Pilaster habían acabado por aprobar. y era demasiado pronto para que le admitiesen a él como socio, algo con lo que había soñado. Pero por la noche no tenía ilusión por nada. Le invitaban a numerosas fiestas, bailes y cenas, ya que era miembro de la Marlborough Set en virtud de su amistad con Solly, y a menudo asistía a tales reuniones sociales, pero si Maisie no estaba allí, él se aburría, y si estaba, se sentía desgraciado. De modo que la mayoría de las noches se quedaba en sus aposentos y pensaba en ella o salía a vagar por las calles, con la esperanza de encontrársela.

Y en la calle conoció a Nora. Había ido al establecimiento de Peter Robinson, en Oxford Street -una tienda que antiguamente había sido una pañería de hilo, pero que ahora se denominaba «gran almacén»-, a fin de comprar un regalo de cumpleaños para su hermana Dotty: tenía intención de coger el tren de Folkestone inmediatamente después. Pero su estado de ánimo era de una infelicidad tal que no sabía cómo presentarse ante su familia, y una especie de parálisis para elegir le incapacitó para escoger el regalo. Cuando salía de la tienda, con las manos vacías, empezaba a oscurecer, y Nora tropezó literalmente con él. La mujer se tambaleó y Hugh la sostuvo con sus brazos.

Nunca olvidaría lo que sintió al abrazarla. Aunque iba muy abrigada, advirtió la suavidad y delicadeza de su cuerpo, el cálido aroma que despedía. Durante unos segundos, la fría y oscura calle de Londres desapareció y Hugh se encontró en el interior de un mundo de repentino placer. Luego a ella se le cayó lo que acababa de comprar, un jarrón de cerámica que se destrozó al chocar contra el pavimento. Nora dejó escapar un grito de desaliento y pareció a punto de estallar en lágrimas. Naturalmente, Hugh insistió en comprarle otro para sustituir al que se había roto.

Ella era un año o dos más joven que Hugh, contaría veinticuatro o veinticinco años. Tenía una bonita cara redonda, con rizos rubios asomando por debajo del gorro, y sus ropas eran sencillas, pero agradables: un vestido de lana rosa con flores bordadas, sobre el polisón, y una ceñida chaqueta de terciopelo, estilo marina francesa, con adornos de piel de conejo. La muchacha hablaba con acentuado deje cockney.

Mientras compraban el nuevo jarrón, Hugh comentó, a modo de conversación, que no podía decidir qué comprarle a su hermana como regalo de cumpleaños. Nora le sugirió un paraguas de colores e insistió en ayudarle a elegirlo.

Por último, Hugh la acompañó a casa en un coche de alquiler. Nora le dijo que vivía con su padre, que era viajante de específicos. La madre había muerto. El barrio donde residía la joven era más o menos lo respetable que Hugh había supuesto, más de clase trabajadora pobre que de clase media.

Dio por descontado que no volvería a verla más, y todo el domingo en Folkestone se lo pasó pensando en Maisie, como siempre. El lunes recibió en el banco una nota de Nora, en la que le agradecía su amabilidad: antes de hacer una pelota con el billete y echarlo a la papelera, Hugh observó que la muchacha tenía una letra menuda, esmerada, juvenilmente femenina.

Al mediodía siguiente, cuando salió del banco para acercarse a un café y tomar un plato de chuletas de cordero, la vio avanzar por la calle hacia él. Al principio no la reconoció, simplemente pensó que aquella muchacha tenía una cara preciosa; después, la joven le sonrió y eso le hizo recordarla. Hugh se quitó el sombrero y ella se detuvo para dirigirle la palabra. Le explicó, con rubor en el rostro, que era ayudante de una corsetera y que volvía a su establecimiento después de visitar a un cliente. Un súbito impulso indujo a Hugh a invitarla a salir a bailar con él aquella noche.

Nora respondió que le gustaría mucho aceptar, pero que no tenía ningún sombrero decente, así que Hugh la llevó a una sombrerería, le compró uno y eso zanjó la cuestión.

Casi todo su idilio se celebró mientras compraban. Nora nunca había tenido muchas cosas, y disfrutaba con placentera audacia ante la generosa opulencia de Hugh. y a él le encantaba comprarle guantes, zapatos, un chaquetón, pulseras y cuanto a Nora se le antojaba. Con toda la sabiduría de sus doce años, Dotty le anunció a su hermano que Nora sólo le quería por su dinero. Hugh se echó a reír.

—Pero ¿quién me querría por mi cara bonita? -replicó. Maisie no desapareció de su mente -lo cierto es que aún pensaba en ella todos los días-, pero esos recuerdos ya no le sumían en la desesperación. Ahora tenía algo que le esperaba, su siguiente cita con Nora. En cuestión de pocas semanas, la joven le devolvió su
joie de vivre
.

En una de sus expediciones mercantiles se tropezaron con Maisie en una peletería de la calle Bond. Con bastante timidez en el ánimo, Hugh presentó a las dos mujeres. A Nora le desconcertó conocer así a la señora de Saloman Greenbourne. Maisie los invitó a tomar el té en la casa de Piccadilly. Aquella noche, Hugh volvió a encontrar a Maisie en un baile y, ante su sorpresa, Maisie se mostró desagradable con respecto a Nora.

—Lo siento, pero no me gusta -dijo-. Me ha dado la impresión de que es una mujer codiciosa, aprovechada, de corazón duro, y no creo que te quiera. Por el amor de Dios, no te cases con ella.

Hugh se sintió herido y ofendido. Decidió que lo que le pasaba a Maisie era que estaba celosa. De cualquier modo, tampoco pensaba casarse.

Cuando el espectáculo de la sala de fiestas concluyó, salieron a un exterior invadido por una niebla espesa, arremolinada y que sabía a hollín. Se rodearon el cuello y se cubrieron la boca con los pañuelos y echaron a andar hacia la casa de Nora, en Camden Town.

Era como estar bajo el agua. Todos los ruidos sonaban apagados, las personas y las cosas parecían surgir repentinamente de la niebla, sin previo aviso: una buscona a la caza de cliente bajo la claridad de una farola de gas, un borracho que salía tambaleándose de la taberna, un agente de policía en plena patrulla, un barrendero que cruzaba la calle, el farol encendido de un coche que rodaba calzada adelante, un perro empapado en mitad del arroyo, los ojos resplandecientes de un gato en un callejón. Cogidos de la mano, Hugh y Nora se detenían de vez en cuando en la densa oscuridad para bajar el pañuelo que les cubría la boca y besarse. Los suaves labios de Nora respondían a los de Hugh, que deslizaba la mano por el interior de la chaqueta de la joven y le acariciaba los pechos. La niebla hacía que todo fuese tranquilo, silencioso, secreto y romántico.

Por regla general, Hugh se despedía en la esquina de la calle, pero esa noche, debido a la niebla, acompañó a Nora hasta la puerta. Deseaba besarla de nuevo, pero temía que el padre pudiese abrir inopinadamente la puerta y los viese. Sin embargo, Nora le sorprendió al preguntarle:

—¿No te gustaría entrar?

Nunca había estado dentro de la casa de Nora.

—¿Qué va a pensar tu padre? -objetó.

—Se ha marchado a Huddersfield -dijo Nora, y abrió la puerta.

El corazón de Hugh aceleró sus latidos mientras entraba.

No sabía qué iba a ocurrir a continuación, pero estaba seguro de que sería excitante. Ayudó a Nora a quitarse la capa y sus ojos se demoraron anhelantes en las curvas cubiertas por la tela azul celeste del vestido.

La casa era minúscula, más pequeña incluso que la vivienda de Folkestone a la que se tuvo que mudar la madre de Hugh tras la muerte del padre. La escalera de acceso al piso de arriba ocupaba la mayor parte del angosto recibidor. Había dos puertas en el vestíbulo-pasillo, que presumiblemente darían paso a la sala frontal y la cocina, situada en la parte de atrás. El piso superior tendría dos alcobas. Habría un lavabo de estaño en la cocina y un retrete en el patio de atrás.

Hugh colgó el sombrero y el abrigo en el perchero. Ladraba un perro en la cocina y Nora abrió la puerta para dejar salir a un pequeño terrier escocés de pelaje negro, que llevaba alrededor del cuello una cinta azul. Le dio a Nora una bienvenida entusiasta y luego empezó a girar, cautelosamente, en torno a Hugh.


Blackie
me protege cuando papá está fuera -explicó Nora, y Hugh captó el doble significado.

Siguió a Nora a la sala de estar. Los muebles eran viejos y raídos, pero Nora había animado mucho la estancia con los artículos que habían comprado juntos: cojines alegres, una alfombra multicolor y un cuadro que representaba el castillo de Balmoral. La joven encendió una vela y corrió las cortinas.

Hugh permanecía de pie, en mitad de la estancia, sin saber qué hacer, hasta que ella le sacó del apuro al indicarle:

—Mira a ver si puedes reavivar el fuego.

Quedaban algunos rescoldos en la chimenea y Hugh puso astillas sobre las ascuas, y accionando un pequeño fuelle, consiguió que la lumbre se reanimara.

Cuando las llamas crepitaron de nuevo, Hugh volvió la cabeza para comprobar que Nora estaba sentada en el sofá, ya sin sombrero y con el pelo suelto. Palmeó el asiento contiguo al suyo y Hugh, obediente, fue a ocuparlo.
Blackie
le dirigió una mirada fulminante, celoso, y Hugh se preguntó cuánto tardaría Nora en echar fuera de la sala al perro.

Se cogieron la mano y contemplaron el fuego. Hugh se sentía en paz. Le era imposible imaginarse que pudiera desear otra cosa para el resto de su vida. Al cabo de un momento, se besaron de nuevo. Con movimientos indecisos le acarició un pecho. Era firme, y le llenaba todo el hueco de la mano. Lo oprimió suavemente y Nora emitió un profundo suspiro. Hacía años que Hugh no experimentaba una sensación tan deliciosa, pero quería más. Besó a Nora con fuerza, sin quitarle la mano de los senos.

Poco a poco, la joven fue echándose hacia atrás, hasta que Hugh se encontró tendido sobre ella. Ambos empezaron a respirar entrecortadamente. Hugh tuvo la certeza de que ella notaba la presión de la verga contra su rollizo muslo. En un punto recóndito de su cerebro, la voz de la conciencia le dijo a Hugh que se estaba aprovechando de una joven en ausencia del padre de la misma, pero la voz era tan débil que no podía prevalecer sobre el deseo que se agitaba dentro de él como un volcán.

Anheló tocar las zonas más íntimas de Nora. Llevó la mano a la entrepierna de la muchacha. Ella se puso rígida automáticamente y el perro empezó a ladrar, al notar la tensión. Hugh se apartó un poco.

—Echa al perro -dijo. Nora pareció turbada.

—Quizá deberíamos dejar esto.

Hugh no podía sufrir la idea de interrumpirlo. y la palabra ~

—No puedo dejarlo ahora -manifestó-. Saca de aquí al perro.

—Pero… ni siquiera estamos prometidos, ni nada.

—Podemos prometernos -articuló Hugh sin pensárselo.

Ella palideció ligeramente.

—¿Lo dices en serio?

Se formuló la misma pregunta. Desde el principio había considerado aquello un simple coqueteo, no un noviazgo formal; sin embargo, un momento antes había pensado en lo mucho que le gustaría pasarse el resto de su vida haciendo manitas con Nora delante del fuego del hogar. ¿Deseaba realmente casarse con ella? Comprendió que sí, lo cierto es que nada le habría gustado más. Claro que habría problemas. La familia diría que se casaba con alguien de clase inferior a la suya. Qué importaba. Contaba veintiséis años, ganaba mil libras anuales y estaba a punto de convertirse en socio de uno de los bancos más prestigiosos del mundo: podía casarse con quien quisiera. A su madre no le haría mucha gracia, pero le apoyaría: la mujer se preocuparía, pero también le alegraría ver feliz a su hijo. En cuanto a los demás… nunca habían hecho nada por él.

Miró a Nora, rosada, preciosa, adorable, tendida en el viejo sofá, con la melena desparramada sobre sus desnudos hombros. La deseaba ardorosamente, ya, en seguida. Había estado solo demasiado tiempo. Maisie llevaba una vida estable con Solly: nunca sería de Hugh. Era hora de que tuviese un cuerpo cálido y suave que compartiera con él la cama y la vida. ¿Por qué no Nora?

Llamó al perro chasqueando los dedos.

—Ven aquí,
Blackie
-dijo.

El animal se acercó, temeroso. Hugh le acarició la cabeza y le agarró por la cinta que llevaba alrededor del cuello.

—Ve a montar guardia en el zaguán -dijo Hugh. Puso al perro fuera y cerró la puerta.

Blackie
ladró un par de veces y luego se quedó silencioso. Hugh fue a sentarse junto a Nora y le cogió la mano. La joven parecía cautelosa.

—¿Te casarás conmigo, Nora? -preguntó Hugh. Ella se sonrojó.

—Sí, me casaré contigo.

La besó. Ella entreabrió los labios y le devolvió el beso, apasionadamente. La mano de Hugh fue hacia la rodilla de la joven. Nora le cogió la mano y la guió por debajo de las faldas del vestido y luego piernas arriba hasta la horquilla de los muslos. A través de la franela de algodón de la ropa interior, Hugh percibió el áspero tacto del vello púbico y la suavidad del monte de Venus. Los labios de Nora se deslizaron a través de la mejilla de Hugh hasta llegar a la oreja. Entonces le susurró al oído:

—Hugh, cariño, hazme tuya, esta noche, ahora.

—Te haré mía -repuso él roncamente-. Te haré mía.

2

El baile de disfraces de la duquesa de Tenbigh fue el primer gran acontecimiento de la temporada en el Londres de 1879. Durante varias semanas, antes de su celebración, todo el mundo habló de él. Se gastaron fortunas en trajes de fantasía y muchos se mostraban dispuestos a recorrer la distancia que fuera precisa para conseguir una invitación.

Augusta y Joseph no estaban invitados, lo cual no tenía nada de extraño; no pertenecían a la escala superior de la sociedad londinense. Pero Augusta deseaba ir, y adoptó mentalmente la decisión de asistir a aquella fiesta.

Tan pronto tuvo noticias del baile se apresuró a mencionárselo a Harriet Morte, quien respondió poniendo en su rostro una expresión de embarazo, pero sin decir nada. Carpo azafata de la reina, lady Marte tenía una gran influencia social; y, por si fuera poco, era prima lejana de la duquesa de Tenbigh. A pesar de ello, no se brindó para conseguirle a Augusta la oportuna invitación.

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