Una fortuna peligrosa (26 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

—De él. Me dijo que usted le trata como a un pariente pobre y que se asegura de que los demás miembros de la familia hagan lo mismo.

—¡Qué ingratas pueden ser las personas! Pero ¿por qué iba a querer arruinar su carrera?

—Porque al compararlos, todo el mundo se da cuenta de lo burro que es ese hijo de usted, Edward.

Una oleada de furor inundó a Augusta. De nuevo, Maisie se había acercado fastidiosamente a la verdad. Cierto que Edward carecía de la picardía astuta de Hugh, pero Edward era un muchacho dulce y estupendo, mientras que la educación de Hugh era deficiente.

—Creo que sería mejor que no mencionaras el nombre de mi hijo -reprochó Augusta en voz baja.

Maisie sonrió.

—Me parece que he puesto el dedo en la llaga. -Su expresión volvió a ser grave-. Así que ése es su juego, ¿eh? Bueno, pues no voy a seguírselo.

—¿Qué quieres decir? -preguntó Augusta.

De súbito asomaron lágrimas en los ojos de Maisie. -Quiero decir que Hugh me gusta demasiado para arruinar su carrera.

Augusta se sintió admirada y complacida por la fuerza de la pasión de Maisie. A pesar de lo mal que había empezado, aquello estaba saliendo a las mil maravillas.

—¿Qué piensas hacer? -preguntó a la joven.

Maisie luchó denodadamente por contener las lágrimas. -No volveré a verle. Puede que usted acabe por destruirlo, pero yo no contribuiré a ello.

—Es posible que vaya tras de ti.

—Desapareceré. No sabe dónde vivo. Me mantendré lejos de los lugares a los que pueda ir a buscarme.

«Un plan estupendo» -pensó Augusta- «lo único que tienes que hacer es quedarte fuera de su vista unos días, después Hugh se habrá ido al extranjero y estará ausente varios años… tal vez no vuelva más.» Pero no dijo nada. Se las había ingeniado para llevar a Maisie a una conclusión y la muchacha ya no necesitaba más ayuda.

Maisie se secó el rostro con la manga del vestido.

—Será mejor que me vaya, antes de que Hugh vuelva con el médico -se puso en pie-. Gracias por prestarme su vestido, señora Merton.

El ama de llaves, atenta y servicial le abrió la puerta. -Por aquí, le indicaré la salida.

—Iremos por la escalera de atrás, por favor -dijo Maisie-. No quiero… -se interrumpió, tragó saliva y añadió, casi en un susurro- no quiero volver a ver a Hugh.

Salió.

La señora Merton fue tras ella y cerró la puerta.

Augusta dejó escapar un prolongado suspiro. Finalmente, lo había conseguido. Había detenido en seco la carrera de Hugh, neutralizado a Maisie Robinson y esquivado el peligro de David Middleton, todo en una noche. Maisie era un adversario formidable pero, al final, resultó excesivamente emotiva.

Augusta saboreó su triunfo durante un momento y luego se dirigió al dormitorio de Edward.

Estaba sentado en la cama. Tenía en la mano una copa, de la que tomaba sorbos de coñac. Alrededor de su contusionada nariz había sangre reseca y el chico parecía compadecerse de sí mismo.

—Mi pobre muchacho -dijo Augusta. Se acercó a la mesita de noche, humedeció la esquina de una toalla, se sentó en el borde de la cama y procedió a limpiar la sangre de encima del labio superior. Edward dio un respingo. Augusta se excusó-: Lo siento.

Edward le dedicó una sonrisa.

—No pasa nada, madre -dijo-. Sigue. Me alivia mucho. Mientras le lavaba la sangre, entró el doctor Humboldt, seguido de Hugh.

—¿Estuviste peleándote a puñetazo limpio, jovencito? -saludó alegremente.

Augusta se tomó el comentario como una ofensa.

—Desde luego que no -replicó malhumorada-. Le atacaron.

Humboldt se quedó un tanto atribulado.

—En efecto, en efecto -murmuró.

—¿Dónde está Maisie? -quiso saber Hugh.

Augusta no deseaba hablar de Maisie delante del médico.

Se puso en pie y llevo a Hugh fuera del cuarto.

—Se marchó.

—¿La echaste? -preguntó Hugh.

Augusta se sintió inclinada a ordenarle que no le hablase en aquel tono, pero decidió que no iba a ganar nada provocando la indignación de Hugh: la victoria que había obtenido ya era absoluta, aunque Hugh lo ignoraba.

—Si la hubiera echado -explicó en tono conciliador-, ¿no crees que se habría quedado esperándote en la calle para contártelo? No, se marchó por su propia voluntad. Dijo que te escribiría mañana.

—Pero también dijo antes que estaría aquí cuando yo volviese con el médico.

—Entonces es que cambió de idea. ¿Es que no has conocido nunca a una chica de su edad que haga eso?

Hugh pareció quedar desconcertado, no supo qué añadir. -Sin duda deseaba salir cuanto antes de la embarazosa situación en que la colocaste -dijo Augusta.

La explicación le resultó lógica.

—Supongo que le hiciste sentirse tan violenta que no pudo soportar la prueba de seguir en la casa.

—Ya está bien -replicó Augusta en tono severo-. No quiero escuchar tus opiniones. Tu tío Joseph hablará contigo a primera hora de la mañana, antes de que salgas para el banco. Buenas noches.

Durante unos segundos dio la impresión de que Hugh iba a protestar. La verdad, sin embargo, era que no tenía nada que decir.

—Muy bien -murmuró por último y se metió en su cuarto.

Augusta regresó a la habitación de Edward. El médico cerraba su maletín en aquel momento.

—No tiene nada grave -diagnosticó-. Durante unos días, la nariz estará un poco pachucha y puede que mañana el ojo se le ponga amoratado; pero es joven y se curará en un dos por tres.

—Gracias, doctor. Hastead le acompañará a la salida.

—Buenas noches.

Augusta se inclinó sobre la cama y besó a Edward. -Buenas noches, Teddy querido. Descansa.

—Muy bien, madre. Buenas noches.

A Augusta todavía le quedaba por cumplir una tarea más. Bajó la escalera y entró en la alcoba de Joseph. Había albergado la esperanza de que se hubiera ido a dormir, pero el hombre estaba leyendo, sentado en la cama, un ejemplar del Pall Mall Gazette. Apartó el periódico inmediatamente y levantó la ropa del lecho para que Augusta se metiera debajo.

La abrazó al instante. Ella se dio cuenta de que la habitación estaba llena de luz: había llegado el alba sin que se enterase. Cerró los ojos.

Joseph la penetró rápidamente. Augusta le rodeó con los brazos y correspondió a los movimientos de su esposo. Pensó en sí misma, a la edad de dieciséis años, tendida a la orilla del río, con su vestido color frambuesa y su sombrero de paja, y con el joven conde de Strang comiéndola a besos; solo que en el cerebro de Augusta el muchacho no se contentaba con besarla, sino que la levantaba las faldas y le hacía el amor allí, bajo el calor del sol, mientras las aguas del río chapoteaban a sus pies…

Una vez terminaron, Augusta permaneció junto a Joseph, dedicada a reflexionar sobre su victoria.

—Una noche extraordinaria -murmuró Joseph con voz soñolienta.

—Sí -coincidió Augusta-. Y qué chica tan horrible.

—Hummm -rezongó el hombre-. Un aspecto impresionante… arrogante y obstinada… deliciosa… tan estupenda como la que más… una figura adorable… como tú, a su edad.

Augusta se sintió mortalmente ofendida.

—¡Joseph! -protestó-. ¿Cómo puede ocurrírsete decir algo tan espantoso?

Él se abstuvo de responder y Augusta comprobó que se había quedado dormido. Furiosa, echó a un lado la ropa de la cama, saltó al suelo y salió precipitadamente de la habitación.

Aquella noche ya no volvió a dormir.

6

Micky Miranda vivía en dos habitaciones de una casa de Camberwell, un modesto barrio del sur de Londres. Ninguno de sus amigos de la clase alta le había visitado nunca allí, ni siquiera Edward Pilaster. Micky interpretaba el papel del joven ciudadano de presupuesto reducido, y el hospedaje elegante era una de las cosas sin las que se podía pasar muy bien.

Todos los días, a las nueve de la mañana, la patrona, una viuda con dos hijos bastante crecidos, les servía, a él y a Su padre, café y bollos calientes. Mientras desayunaban, Micky contó a su padre las maniobras que había realizado para hacerle perder a Tonio Silva cien libras que no tenía. No esperaba que su padre se deshiciera en elogios, pero sí que, al menos, emitiese algún gruñido de reconocimiento por su ingenio. Sin embargo, Papá Miranda no se mostró impresionado. Enfrió el café soplando sobre la taza y luego lo sorbió ruidosamente.

—De modo que vuelve a Córdoba…

—Aún no, pero volverá.

—Esperas que lo haga. Tantas molestias, y a lo único que has llegado es a esperar que regrese a Córdoba.

Micky se sintió herido.

—Hoy decidiré su destino -protestó.

—Cuando yo tenía tu edad…

—Le hubieras degollado, ya lo sé. Pero estamos en Londres, no en la provincia de Santamaría, y si yo fuese por ahí seccionando la yugular a la gente, me ahorcarían.

—Hay veces en que no queda otra opción.

—Pero hay otras en las que no queda más remedio que andarse con cuidado. Piensa en Samuel Pilaster y en sus remilgos a la hora de traficar con armas. Conseguí quitarle de en medio sin derramamiento de sangre, ¿no?

Lo cierto es que quien lo hizo fue Augusta, pero Micky no se lo había dicho así a su padre.

—No sé -silabeó Papá Miranda tercamente-. ¿Cuándo tendré los rifles?

Ahí le dolía. El viejo Seth continuaba,. vivo y seguía siendo el presidente del consejo del Banco Pilaster. Corría el mes de agosto. En septiembre, la nieve empezaría a fundirse en las montañas de Santamaría. Papá Miranda deseaba verse en casa… con sus armas. En cuanto Joseph se convirtiese en socio mayor, Edward tiraría adelante con la operación y se embarcarían los rifles. Pero el viejo Seth se aferraba con exasperante obstinación a su cargo… y a la vida.

—Pronto los tendrás -aseguró Micky-. Seth no puede durar mucho más.

—Bueno -dijo Papá Miranda, con la petulante expresión del que acaba de ganar una controversia.

Micky puso mantequilla en un bollo. Siempre había sido así. Por mucho que se esforzara, no conseguía complacer a su padre.

Proyectó su imaginación sobre la jornada que tenía por delante. Tonio debía ahora un dinero que le iba a ser imposible pagar. El paso siguiente consistía en transformar el problema en crisis. Su intención era que Edward y Tonio regañaran públicamente. Si lo lograba, la desdicha de Tonio sería de dominio público y no tendría más remedio que abandonar su empleo y volver a Córdoba. Eso le situaría convenientemente fuera del alcance de David Middleton.

Micky quería hacer todo eso sin convertir a Tonio en enemigo. Porque aún le faltaba alcanzar otro objetivo: quería el empleo de Tonio. y éste podía ponerle las cosas difíciles, de inclinarse a ello, por el procedimiento de indisponer a Micky contra el embajador. Micky deseaba persuadir a Tonio para que le allanase el camino.

Toda la situación la complicaba el asunto de sus relaciones con Tonio. En el colegio, Tonio odiaba y temía a Micky; en los últimos tiempos, sin embargo, había llegado a admirarle. Ahora, Micky necesitaba que Tonio fuera su mejor amigo… al tiempo que él le destrozaba la vida.

Mientras Micky pensaba en el difícil día que le esperaba, sonó una llamada a la puerta y la patrona anunció una visita. Segundos después entraba Tonio.

Micky proyectaba visitarle después del desayuno. La llegada de Tonio le evitaba aquella molestia.

—Siéntate -invitó alegremente-, toma un poco de café. ¡Vaya mala suerte la de anoche! Claro que ganar y perder son las cosas que acarrean las cartas.

Tonio saludó a Papá Miranda con una inclinación y tomó asiento. Parecía haberse pasado la noche en blanco. -Perdí más de lo que puedo permitirme -confesó.

Papá Miranda emitió un gruñido de impaciencia. No podía sufrir a la gente que se lamentaba y, de todas formas, despreciaba a la familia Silva, que para él no era más que un hatajo de cobardes de ciudad que vivía del mecenazgo y la corrupción.

Micky fingió condolerse y manifestó en tono solemne: -No sabes cómo lo lamento.

—No ignoras lo que significa una cosa así. En este país, el hombre que no paga sus deudas de juego no es un caballero. y un hombre que no es un caballero, tampoco puede ser diplomático. Puede que tenga que presentar la dimisión y volver a la patria.

«Exactamente», pensó Micky; pero manifestó con voz impregnada de aflicción:

—Comprendo el problema.

—Ya sabes cómo es la gente respecto a estas cosas -continuó Tonio-. Si no liquidas la deuda al día siguiente, ya estás bajo sospecha. Pero me costaría años devolver cien libras. Por eso recurro a ti.

—No entiendo -dijo Micky, aunque entendía a la perfección.

—¿Me prestarás el dinero? -suplicó Tonio-. Tú eres cordobés, no eres como estos ingleses; tú no condenas a un hombre por un error que haya cometido. Y, con el tiempo, te lo devolveré.

—Si tuviera ese dinero, te lo daría -dijo Micky-. Me encantaría estar en condiciones de echarte una mano.

Tonio miró a Papá Miranda, que le contempló fríamente y pronunció un simple monosílabo:

—No.

Tonio agachó la cabeza.

—El juego me convierte en un estúpido -dijo con voz hueca-. No sé qué voy a hacer. Si vuelvo a casa deshonrado de esta forma no podré mirar a la cara a mi familia.

—Tal vez pueda hacer algo para ayudarte -aventuró Micky pensativamente.

Tonio se animó.

—¡Oh, por favor, lo que sea!

—Edward y yo somos buenos amigos, como sabes. Puedo hablarle en tu merced, explicarle las circunstancias del caso y pedirle que sea indulgente… como favor personal hacia mí.

—¿Lo harías?

El rostro de Tonio se inundó de esperanza.

—Le pediré que espere un poco su dinero y que no diga nada a nadie. No te garantizo nada, tenlo presente. A los Pilaster les sobran cubos de dinero, pero son un grupo de cabezotas. De todas formas, lo intentaré.

Tonio estrujó la mano de Micky.

—No sé cómo agradecértelo -dijo fervorosamente-. Jamás lo olvidaré.

—No te hagas demasiadas ilusiones…

—No puedo evitarlo. Estaba desesperado y tú me brindas un motivo para la esperanza. - Tonio pareció avergonzado, al tiempo que añadía-: Esta mañana pensé en quitarme la vida. Crucé el puente de Londres y me dispuse a tirarme al río.

Se oyó un suave bufido por parte de Papá Miranda, quien evidentemente pensaba que hubiera sido lo mejor de todo aquel asunto.

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