Una fortuna peligrosa (68 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

A las seis de la tarde fue a visitar a Ben Greenbourne. Greenbourne contaba setenta años, pero aún seguía en perfectas condiciones y al frente del negocio. Tenía una hija, Kate, pero Solly había sido su único hijo varón, de modo que, cuando se retirase, tendría que le garla todo a sus sobrinos, cosa a la que parecía mostrarse reacio.

Hugh se presentó en la mansión de Piccadilly. La casa daba la impresión no sólo de prosperidad, sino de riqueza ilimitada. Todos los relojes eran auténticas joyas, toda pieza de mobiliario una antigüedad inapreciable; los paneles labrados exquisitamente, las alfombras, tejidas especialmente. Condujeron a Hugh a la biblioteca, donde brillaban las lámparas de gas y crepitaba el fuego de la chimenea. En aquella estancia había comprendido Hugh por primera vez que el chico llamado Bertie Greenbourne era hijo suyo.

Quiso comprobar si los libros estaban allí por pura ostentación y se dedicó a coger y hojear algunos mientras esperaba. Puede que determinados volúmenes se hubiesen adquirido por su espléndida encuadernación, pero otros estaban bastante manoseados, como también estaban representados varios idiomas. La cultura de Greenbourne era genuina.

El anciano apareció al cabo de quince minutos y se excusó por haber hecho esperar a Hugh.

—Me ha retenido un problema doméstico -manifestó con su abrupta cortesía prusiana.

Su familia nunca fue prusiana; copiaron los modales de la clase alta alemana y los conservaron a lo largo de los cien años que llevaban residiendo en Inglaterra. Se mantenía tan derecho y erguido como siempre, pero a Hugh le pareció captar cierto cansancio y preocupación en el hombre. Greenbourne no aclaró en qué consistían los problemas domésticos y Hugh se abstuvo de preguntarle.

—Ya sabe usted que los bonos cordobeses se han hundido esta tarde -expuso Hugh.

—Sí.

—Y probablemente estará enterado también de que, como consecuencia, mi banco ha cerrado sus puertas.

—Sí. Y lo lamento mucho.

—Han pasado veinticuatro años desde el último fracaso de un banco inglés.

—Fue el Overend y Gurney, lo recuerdo muy bien.

—Y yo. A causa de esa quiebra, mi padre se arruinó y se ahorcó en su despacho de la calle Leadenhall.

Greenbourne se sintió incómodo.

—Lo lamento terriblemente, Pilaster. Ese espantoso detalle se me había ido de la memoria.

—Un montón de empresas se derrumbaron con aquella crisis. Pero lo de mañana será todavía peor.

—Hugh se inclinó hacia adelante en el asiento y la emprendió con su gran alegato mercantil-. En los últimos veinticinco años, la cifra de negocio de la City se ha multiplicado por diez. Y al haberse hecho la banca tan compleja y aparatosa, las entidades bancarias estamos más ínterrelacionadas que nunca. Algunas personas cuyo dinero hemos perdido se encontrarán en la imposibilidad de liquidar sus deudas, de modo que también irán a la quiebra… y la cadena continuará. Dentro de ocho días, docenas de bancos se vendrán abajo, cientos de empresas se verán obligadas a echar el cierre y miles y miles de personas irán al paro… a menos que emprendamos alguna acción para evitarlo.

—¿Acción? -se extrañó Greenbourne, con algo más que un toque de enojo en la voz-. ¿Qué clase de acción puede emprenderse? El único remedio que te queda es pagar lo que debes; si no te es posible, entonces estás completamente desamparado.

—Solo, sí, estoy desvalido. Pero confío en que la comunidad bancaria haga algo.

—¿Te propones pedir a otros banqueros que paguen tus deudas? ¿Por qué iban a hacerlo?

—Greenbourne estaba a punto de mostrarse colérico.

—Seguramente convendrá usted conmigo en que sería mejor para todos que el Pilaster pagase a todos sus acreedores.

—Evidente.

—Supongamos que se forma un sindicato de banqueros y que éste se hace cargo de los activos y pasivos del Pilaster. El sindicato garantizaría el pago de las deudas a todos los acreedores que lo solicitaran. Simultáneamente, el sindicato procedería a ir liquidando los activos del Pilaster de forma ordenada.

Greenbourne se sintió repentinamente interesado, y su irritación se volatilizó al considerar aquella original propuesta.

—Comprendo. Si los miembros del sindicato fueran lo bastante respetados y prestigiosos, su garantía quizá resultara suficiente para tranquilizar a todo el mundo y los acreedores no exigirían de inmediato su dinero. Con suerte, los ingresos producto de la venta de activos irían cubriendo los pagos a acreedores.

—Y se evitaría una crisis espantosa. Greenbourne sacudió la cabeza.

—Pero, al final, los miembros del sindicato perderían dinero, porque las partidas de pasivo del Pilaster suman una cantidad mayor que las del activo.

—No necesariamente.

—¿Cómo que no?

—Disponemos de bonos de Córdoba por valor de más de dos millones de libras a los que hoy se les asigna valor cero. Sin embargo, nuestros otros activos son sustanciales. Todo depende en buena medida de la cantidad de dinero que podamos obtener mediante la venta de las casas y demás bienes de los socios; pero calculo que, actualmente, la diferencia en números rojos sólo es de un millón.

—Así que el sindicato puede esperar perder un millón.

—Tal vez. Pero los bonos de Córdoba no van a carecer de valor eternamente. Es posible que los rebeldes sufran una derrota. O que el nuevo gobierno reasuma el pago de los intereses. En algún punto, la cotización de los bonos de Córdoba puede subir.

—Posiblemente.

—Con que los bonos lleguen a la mitad de su nivel anterior, el sindicato habrá recuperado su inversión. Y si suben más, el sindicato obtendría beneficio.

Greenbourne meneó de nuevo la cabeza.

—Puede funcionar, pero no por los bonos del puerto de Santamaría. Ese embajador de Córdoba, Miranda, me ha parecido siempre un ladrón redomado; y todo indica que su padre es el cabecilla de los rebeldes. Sospecho que la totalidad de esos dos millones de libras ha servido para pagar armas y municiones. En cuyo caso, los inversores jamás verán un penique.

»Tan perspicaz como siempre, el viejo», pensó Hugh, que sentía exactamente idéntico temor.

—Me temo que tenga usted razón. Con todo, hay una posibilidad. Y si permite usted que se produzca un pánico financiero, tenga la certeza de que se perderá bastante dinero.

—Es un plan ingenioso. Siempre has sido el más listo de tu familia, joven Pilaster.

—Pero el plan depende de usted.

—¡Ah!

—Si accede a encabezar el sindicato, la City seguirá sus directrices. Si se niega a formar parte de él, el sindicato carecerá de prestigio para tranquilizar a los acreedores.

—Eso ya lo sé.

Greenbourne no era proclive a la falsa modestia.

—¿Lo hará? -Hugh contuvo la respiración.

El anciano reflexionó en silencio durante varios segundos, al cabo de los cuales dijo en tono firme:

—No, no lo haré.

Hugh se derrumbó en el asiento, desesperado. Era su última bala y había fallado. Sintió que un inmenso cansancio se abatía sobre él, como si se le hubiese terminado la vitalidad y fuese un viejo exhausto.

—Toda mi vida he sido cauto -dijo Greenbourne-. En las operaciones donde otros ven altos beneficios, yo veo altos riesgos y resisto la tentación. Tu tío Joseph no era como yo. Él aceptaría el riesgo… y se embolsaría las ganancias. Su hijo Edward todavía era peor. No opino sobre ti: acabas de hacerte cargo de la empresa. Pero los Pilaster tienen que pagar el precio de tantos años de grandes beneficios. Yo no recogí esos beneficios, así que… ¿por qué tengo que pagar sus deudas? Si destino ahora mis fondos a rescataros, el inversor inconsciente se verá recompensado y el cuidadoso sufrirá. y si la banca tuviera que llevarse de ese modo, ¿por qué iba alguien a ser cuidadoso? También podríamos arriesgarnos, puesto que no existe riesgo alguno cuando un banco quiebra si lo salvan los demás. Pero siempre hay riesgo. El negocio bancario no puede llevarse como lo lleváis vosotros. Siempre habrá bancarrotas. Son necesarias para recordar a los inversores que el riesgo es real.

Antes de ir allí, Hugh se había preguntado si debía o no contar al anciano que Micky Miranda había asesinado a Solly. Volvió a considerar la idea, pero llegó a la misma conclusión: conmocionaría y causaría dolor al viejo, pero en absoluto iba a servir para persuadirle de que debía rescatar al Pilaster.

Trataba de pensar algo que decir, realizar un último intento que hiciese cambiar de idea a Greenbourne, cuando entró el mayordomo.

—Perdón, señor Greenbourne -dijo-, pero me pidió que le avisara en el momento en que llegase el detective.

Greenbourne se puso en pie al instante, con aire agitado, pero su buena educación no podía permitirle salir de la estancia precipitadamente sin dar una explicación:

—Lo siento, Pilaster, pero he de dejarte. Mi nieta Rebecca ha… desaparecido… y estamos todos trastornados.

—No sabe cuánto lo siento -manifestó Hugh. Conocía a la hermana de Solly, Kate, y recordaba vagamente a la hija de ésta, una preciosa chica de negra cabellera-. Espero que la encuentre en seguida sana y salva.

—No creemos que haya sufrido violencia alguna… a decir verdad, estamos seguros de que lo único que ha hecho es fugarse con un muchacho. Pero eso ya es bastante grave. Dispénsame, por favor.

—Desde luego.

El viejo abandonó la estancia, dejando a Hugh entre las ruinas de su esperanza.

Maisie se preguntaba a veces si ir de parto no sería algo contagioso. Con frecuencia, en una sala llena de mujeres embarazadas de nueve meses transcurría toda la jornada sin el menor incidente, pero en cuanto una de ellas empezaba a alumbrar, las otras seguían su ejemplo en cuestión de breves horas.

Eso había sucedido aquel día. Empezó a las cuatro de la madrugada y desde entonces las parturientas no cesaron de dar a luz. Las comadronas y enfermeras corrían con casi todo el trabajo, pero en vista de que no daban abasto Maisie y Rachel tuvieron que dejar plumas y libros e ir de un lado para otro con toallas y mantas.

A las siete de la mañana, sin embargo, todo había terminado, y estaban tomando una taza de té en el despacho de Maisie junto al amante de Rachel, Dan, el hermano de Maisie, cuando se presentó Hugh Pilaster.

—Traigo malas noticias, me temo -dijo nada más entrar. Maisie estaba sirviendo té, pero el tono de voz de Hugh la sobresaltó. Al mirarle a la cara con atención observó su gesto doliente y supuso que había muerto alguien.

—¿Qué ha pasado, Hugh?

—Creo que tenéis todo el dinero del hospital en una cuenta de mi banco, ¿no es así?

Si sólo se trataba de dinero, pensó Maisie, la cosa no era tan grave.

Rachel contestó a la pregunta de Hugh:

—Sí. Mi padre administra el dinero, pero mantiene su cuenta particular con vosotros desde que es abogado del banco, y supongo que considera conveniente hacer lo mismo con la cuenta del hospital.

—Y ha invertido vuestros fondos en bonos de Córdoba.

—¿Sí?

—¿Qué ocurre? -preguntó Maisie-. ¡Dínoslo, por el amor de Dios!

—El banco ha quebrado.

Los ojos de Maisie se llenaron de lágrimas, pero no por ella, sino por Hugh.

—¡Oh, Hugh! -exclamó. Se daba cuenta de lo que aquello le dolía. Para Hugh era casi como la muerte de un ser amado, porque había depositado en aquel banco todos sus sueños y esperanzas. Deseó poder asumir parte del dolor de Hugh, aliviar su sufrimiento.

—¡Dios santo! -dijo Dan-. Se desencadenará el pánico.

—Todo vuestro dinero ha volado -dijo Hugh-. Seguramente tendréis que cerrar el hospital. No puedo deciros cuánto lo siento.

Rachel se había puesto blanca a causa de la noticia.

—¡Eso es imposible! ¿Cómo puede haber volado nuestro dinero?

Se lo explicó Dan.

—El banco no puede pagar sus deudas -dijo con amargura-. Eso es lo que significa una quiebra: que debes dinero a alguien y no puedes pagarle.

Un centelleo en su memoria hizo a Maisie ver a su padre, un cuarto de siglo más joven y con un aspecto muy parecido al que hoy tenía Dan, que decía exactamente lo mismo acerca de la quiebra. Dan había dedicado buena parte de su vida a proteger a los ciudadanos de a pie de los efectos de aquellas crisis financieras… pero hasta el momento no había conseguido nada:.

—Quizá ahora consigas que aprueben tu Ley Bancaria -dijo Maisie, dirigiéndose a su hermano.

—¿Pero qué habéis hecho con nuestro dinero? -preguntó Rachel a Hugh.

Hugh suspiró.

—En esencia, esto ha ocurrido por algo que hizo Edward durante el tiempo que fue presidente del consejo. Cometió un error, un inmenso error, y perdió una considerable cantidad de dinero, más de un millón de libras. Desde entonces he intentado aguantar el banco, evitar que todo se desmoronase, pero hoy me ha abandonado la suerte definitivamente.

—¡No sabía que pudiera suceder una cosa así! -dijo Rachel.

—Recuperarás parte de tus fondos, pero no antes de un año, después, con toda seguridad.

Dan pasó un brazo alrededor de Rachel, pero eso no bastaba para consolarla.

—¿Y qué va a ser de todas las desdichadas que acuden aquí en busca de ayuda?

La expresión de Hugh era tan atribulada que Maisie estuvo a punto de decirle a Rachel que se callara.

—No sabéis lo que me alegraría devolveros el dinero pagándolo de mi propio bolsillo -dijo él-. Pero también yo lo he perdido todo.

—Pero algo podrá hacerse, ¿no? -insistió Rachel.

—Lo intenté. Vengo ahora de casa de Ben Greenbourne.

Le pedí que salvara al banco y pagase a los acreedores, pero me contestó negativamente. Tiene sus propios problemas: según parece, su nieta Rebecca se ha fugado con el novio. Sea como fuere, sin su apoyo no puede hacerse nada.

Rachel se levantó.

—Creo que sería mejor que fuese a ver a mi padre.

—Yo he de ir a la Cámara de los Comunes -indicó Dan.

Salieron.

Maisie tenía el corazón acongojado. Hundía su ánimo la perspectiva de cerrar el hospital, y la trastornaba la súbita destrucción de todo aquello por lo que había trabajado; pero su máximo dolor era por Hugh. Recordaba, como si hubiera sido ayer, la noche, hacía diecisiete años, después de las carreras de Goodwood, en que Hugh le contó su historia; aún le era posible percibir ahora la agonía que vibraba en su voz cuando le contó que el negocio del padre había quebrado y que el hombre se había suicidado. Dijo entonces que algún día iba a ser el banquero más listo, rico y conservador del mundo… como si creyera que eso aliviaría la pena producida por la pérdida del padre. y quizá sí. Pero, en cambio, había sufrido el mismo destino que él.

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