Una fortuna peligrosa (9 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

—Ah, sí -dijo lady Stalworthy, y en su semblante apareció un asomo de decepción-. Por suerte, Florence tiene una pequeña independencia.

A Augusta se le cayó el alma a los pies. De modo que Florence tenía dinero propio. La mujer se preguntó cuánto. Los Stalworthy no eran tan acaudalados como los Pilaster -pocas personas lo eran-, pero Augusta creía que estaban en situación económica algo más que buena. De cualquier modo, el que Hugh fuese pobre no bastaba para poner a lady Stalworthy en contra suya. Augusta tendría que recurrir a medidas más drásticas.

—Nuestra querida Florence sería una gran ayuda para Hugh… una influencia estabilizadora, estoy segura.

—Sí -articuló lady Stalworthy ambiguamente, y luego enarcó las cejas-. ¿Estabilizadora?

Augusta titubeó. Aquello era peligroso, pero había que arriesgarse.

—Nunca hago caso de las murmuraciones, y tengo la certeza de que usted tampoco -dijo-. Tobias tuvo muy mala suerte, de eso no hay duda, pero Hugh apenas muestra indicio alguno de que ha heredado la debilidad…

—Bueno -dijo lady Stalworthy, pero su rostro manifestaba una profunda inquietud.

—A pesar de todo, a Joseph y a mí nos haría felices verle casado con una muchacha tan sensible como Florence. Una intuye que sabría tratarle con mano firme si…

Augusta dejó la frase en el aire.

—Yo… -lady Stalworthy tragó saliva-. No recuerdo bien cuál era la debilidad de su padre.

—Bien, en realidad, se trataba de un chisme…

—Desde luego, esto quedará entre usted y yo, naturalmente.

—Quizá no debí mencionarlo.

—Pero he de saberlo todo, por el bien de mi hija. Estoy segura de que lo comprende.

—El juego -articuló Augusta en voz muy baja. Por nada del mundo querría que alguien la oyese: no faltaban allí personas que sabían que estaba mintiendo-. Eso fue lo que le indujo a quitarse la vida. La vergüenza, ya sabe.

«No permita el Cielo que los Stalworthy se tomen la molestia de comprobar la veracidad de lo que acabo de decir», pensó Augusta fervorosamente.

—Tenía entendido que su empresa quebró.

—Eso también.

—¡Qué tragedia!

—Lo cierto es que Joseph ha tenido que pagar las deudas de Hugh un par de veces, pero la última le habló muy seriamente y estamos seguros de que el chico no reincidirá.

—Eso es tranquilizador -declaró lady Stalworthy, pero su rostro expresaba algo muy distinto.

Augusta comprendió que probablemente ya había dicho bastante. La apariencia de que estaba a favor de la boda resultaba ya peligrosamente insostenible. Volvió a mirar por la ventana. Florence celebraba con su risa algo que decía Hugh; la muchacha había echado la cabeza hacia atrás y enseñaba los dientes de un modo más bien… indecoroso. Hugh se la estaba comiendo prácticamente con los ojos. En la fiesta, todos se daban cuenta de que se atraían el uno al otro.

—Calculo que no tardará mucho en declararse ese noviazgo -opinó Augusta.

—Tal vez ya han hablado suficiente por hoy -dijo lady Stalworthy con aire preocupado-. Vale más que intervenga. Dispénseme.

—No faltaba más.

Lady Stalworthy se encaminó hacia el jardín.

Augusta se sintió aliviada. Había llevado con eficacia aquella difícil conversación. Ahora, lady Stalworthy desconfiaba de Hugh, y cuando a una madre se le despierta la intranquilidad con respecto al pretendiente de su hija, es raro que al final se muestre favorable al muchacho.

Augusta miró en torno y localizó a Beatrice Pilaster, otra cuñada suya. Joseph había tenido dos hermanos: Tobias, el padre de Hugh, y William, al que siempre llamaban Young («Joven»), porque nació veintitrés años después de Joseph. William contaba ahora veinticinco años y aún no formaba parte del banco como socio. Beatrice era su esposa. Parecía una cachorrilla crecida, dichosa, torpona y ávida de ser amiga de todo el mundo.

4

Micky y su padre salieron de la fiesta y emprendieron el regreso a su alojamiento, en Camberwell. Hasta llegar al río, su camino no hacía más que atravesar parques: primero Hyde Park, después Green Park y, por último, Sto James's Park. Se detuvieron en medio del puente de Westminster para descansar un poco y contemplar el panorama.

En la ribera norte del río se alzaba la mayor ciudad del mundo. Corriente arriba, el Parlamento, cuyo edificio era una imitación modernizada de la vecina abadía de Westminster, construida en el siglo XIII. Río abajo, se veían los jardines de Whitehall, el palacio del duque de Buccleuch y el gigantesco edificio de ladrillos de la nueva estación ferroviaria de Charing Cross.

Los muelles quedaban fuera de la vista y ningún barco de gran tonelaje navegaba en aquel momento por allí, pero la vía fluvial era un hormiguero de actividad y en ella pululaban pequeños botes, gabarras y cruceros de placer, lo que constituía un bonito espectáculo a la claridad del sol vespertino.

La orilla sur lo mismo podía pertenecer a otro país. Era el reino de las alfarerías de Lambeth, y allí, en campos de arcilla salpicados de talleres más o menos maltrechos, grupos de hombres de semblante grisáceo y mujeres andrajosas se afanaban aún, entregados a la tarea de hervir huesos, seleccionar escombros, alimentar el fuego de los hornos y echar barro en moldes para elaborar tuberías de desagüe y cañones de chimenea con los que atender a las necesidades de la ciudad, que crecía a gran ritmo. El olor que despedía aquella actividad era intenso incluso en el puente, situado a más de cuatrocientos metros de distancia. Los achatados tabucos en que vivían aquellos trabajadores se arracimaban alrededor de los muros del palacio de Lambeth, residencia londinense del arzobispo de Canterbury, como las inmundicias que dejan las olas sobre una orilla fangosa. Pese a la proximidad del palacio del arzobispo, al barrio se le conocía por el nombre de Acre del Diablo, probablemente porque las hogueras y el humo, los trabajadores que caminaban de un lado a otro arrastrando los pies y la espantosa fetidez que flotaba en el aire evocaban en la gente la idea del infierno.

Micky vivía en Camberwell, un suburbio respetable situado más allá de los alfares; pero su padre y él se demoraron en el puente, sin ningunas ganas de adentrarse por el Acre del Diablo. Micky aún seguía echando pestes por la circunstancia de que la escrupulosa conciencia metodista de Seth Pilaster hubiese estropeado sus planes.

—Solucionaremos ese problema del embarque de los rifles -dijo-. No te preocupes.

Papá Miranda se encogió de hombros.

—¿Quién se interpone en nuestro camino? -preguntó.

Era una pregunta sencilla, pero en la familia Miranda tenía un significado profundo. Cuando se encontraban frente a un problema insoluble, preguntaban: «¿Quién se interpone en nuestro camino?». Lo que, en realidad, quería decir: «¿A quién tenemos que matar para que se cumpla lo que deseamos?». Llevó de nuevo a Micky a la vida salvaje de la provincia de Santamaría, a todas las horribles leyendas que prefería olvidar; la historia acerca del modo en que su padre castigó a una amante que le había sido infiel: encañonó a la mujer con un rifle y apretó el gatillo; a la época en que una familia judía abrió una tienda junto a la suya, en la capital provincial, y entonces la incendió y abrasó vivos al hombre, a su esposa y a los hijos; a aquella vez en que un enano se vistió como Papá Miranda durante el carnaval y, así disfrazado, provocó la hilaridad de todo el mundo caminando de un lado a otro en perfecta imitación de los andares de Papá… hasta que éste, con toda la flema del mundo, se fue hasta el enano, empuñó la pistola y le voló la cabeza.

Ni siquiera en Córdoba eso era normal, pero la desatinada brutalidad de Papá Miranda le convertía en un hombre al que era obligado temer. En Inglaterra le habrían encerrado en la cárcel.

—No veo la necesidad de una acción enérgica -dijo Micky; intentaba disimular su nerviosismo con una actitud despreocupada.

—De momento, no hay prisa -convino Papá Miranda-. En nuestro país, el invierno está empezando. No habrá lucha hasta el verano. -Dirigió a Micky una dura mirada-. Pero debo tener allí los rifles a finales de octubre.

La mirada hizo que a Micky le flaqueasen las rodillas. Se apoyó en el pretil de piedra del puente para sostenerse.

—Me encargaré de ello, no te preocupes -aseguró inquieto. Papá Miranda asintió con la cabeza, como si no pudiera dudarlo. Permanecieron silenciosos durante un largo minuto. De repente, manifestó:

—Quiero que te quedes en Londres.

Micky notó que el alivio le encorvaba los hombros. Precisamente eso era lo que estaba esperando. Sin duda había hecho algo bien.

—Me parece una buena idea -articuló, mientras procuraba ocultar el desasosiego.

—Pero se suspende tu asignación- dijo su padre, soltando la bomba.

—¿Cómo?

—La familia no puede mantenerte. Debes ganarte la vida por ti mismo.

Una oleada de horror se abatió sobre Micky. Su mezquindad era tan proverbial como su violencia, pero, no obstante, aquello resultaba un golpe inesperado. Los Miranda eran ricos: tenían miles de cabezas de ganado vacuno, monopolizaban el comercio de caballerías en un inmenso territorio, arrendaban tierras a pequeños labradores y eran dueños de la mayor parte de las tiendas y almacenes de la provincia de Santamaría.

Ciertamente, su dinero no valía gran cosa en Inglaterra. Allá, en su patria, con un dólar de plata cordobés uno cenaba opíparamente, adquiría una botella de ron y disfrutaba de una prostituta toda la noche; en Inglaterra, apenas le permitía una cena de tres al cuarto y una jarra de cerveza floja. Eso lo había experimentado Micky, como un puñetazo, cuando fue al Colegio Windfield. Entonces se las arregló para agenciarse un suplemento a su asignación mediante partidas de naipes, pero, a pesar de todo, le costaba mucho llegar a fin de mes. Hasta que se hizo amigo de Edward. Incluso ahora, Edward corría con todos los gastos de los costosos entretenimientos que compartían; la ópera, las visitas al hipódromo, la caza y las prostitutas. Sin embargo, Micky necesitaba unos ingresos básicos con los que pagar el alquiler, la factura del sastre, los recibos de los clubes de caballeros, que constituían un elemento esencial de la vida de Londres, y las propinas para los servidores. ¿Cómo esperaba Papá Miranda que se procurase tal efectivo? ¿Aceptando un empleo? La idea era aterradora. Ningún miembro de la familia Miranda trabajaba a sueldo.

Se disponía a preguntarle a su padre cómo esperaba que viviese sin dinero, cuando el hombre cambió bruscamente de tema y dijo:

—Te aclararé ahora para qué son los rifles. Vamos a apoderarnos del desierto.

Micky no lo entendía. La propiedad de los Miranda ocupaba una enorme zona de la provincia de SantamarÍa. En la frontera de su hacienda se encontraba una finca más pequeña, que pertenecía a la familia Delabarca. Al norte de ambas había un territorio tan árido que ni Papá Miranda ni su vecino se molestaron jamás en reclamarlo.

—¿Para qué queremos el desierto? -quiso saber Micky.

—Debajo del polvo de la superficie hay un mineral que se llama nitrato. Se emplea como abono y es mucho mejor que el estiércol. Se puede enviar a todo el mundo y cobrarlo a precio alto. La razón por la que quiero que te quedes en Londres es porque has de encargarte de venderlo.

—¿Cómo sabemos que ese nitrato está allí?

—Delabarca ha empezado a explotarlo. El nitrato ha enriquecido a su familia.

Micky se excitó. Aquello podía transformar el futuro de la familia. No de forma automática, claro; no con la suficiente rapidez como para solucionar el problema de sobrevivir sin asignación. Pero a largo plazo…

—Hemos de actuar rápidamente -dijo Papá Miranda-. Riqueza es poder, y la familia Delabarca no tardará en ser más fuerte que nosotros. Antes de que ocurra tal cosa, hemos de destruirlos.

JUNIO
1

Whitehaven House

Kensington Gore

Londres, S. W

2 de junio de 1873

Querida Florence:

¿Dónde estás? Esperaba verte en el baile de la señora Bridewell, después supuse que te encontraría en Richmond y luego confié en que, el sábado, irías a casa de los Muncaster… ¡pero no te presentaste en ninguno de esos sitios! Escríbeme una línea aunque sólo sea para decirme que aún vives.

Cariñosamente.

HUGH PILASTER

Park Lane, 23

Londres, W

3 de junio de 1873

Sr. D. Hugh Pilaster

Muy señor mío:

Le agradeceré que, en adelante, bajo ninguna circunstancia trate de ponerse en contacto con mi hija.

STALWORTHY

Whitehaven House

Kensington Gore

Londres, S. W

6 de junio de 1873

Queridísima Florence:

Por fin he encontrado a alguien dispuesto a llevarte una nota, aunque sea a escondidas. ¿Por qué te ocultas de mí? ¿He ofendido en algo a tus padres? ¿O, Dios no lo quiera, te he ofendido a ti? ¡Escríbeme en seguida! Tu prima Jane me traerá la contestación.

Con todo mi afecto.

HUGH

Stalworthy Manor

Stalworthy

Condado de Buckingham

7 de junio de 1873

Querido Hugh:

Me han prohibido verte porque eres un jugador como tu padre. Lo siento de veras, pero estoy obligada a creer que mis padres saben lo que me conviene.

Lamentándolo sinceramente.

FLORENCE

Whitehaven House

Kensington Gore

Londres, S. W

8 de junio de 1873

Querida madre:

Una joven me ha rechazado porque mi padre fue jugador. ¿Es cierto? Haz el favor de contestarme a vuelta de correo. ¡Debo saberlo!

Tu hijo que te quiere.

HUGH

Wellington Villas

Folkestone (Kent)

9 de junio de 1873

Querido hijo:

Es la primera noticia que tengo de que tu padre fuera jugador. No se me ocurre quién ha podido levantar semejante calumnia. Perdió su dinero en una bancarrota comercial, como siempre te hemos dicho. No hubo ninguna otra causa. "Espero que sigas bien, cariño, que seas feliz y te traten bien tus parientes. Yo continúo igual. Tu hermana Dorothy te manda besos, lo mismo que yo.

Adiós.

Whitehaven House

Kensington Gore

Londres, S. W

10 de junio de 1873

Estimada Florence:

Creo que, en lo que se refiere a mi padre, alguien os ha engañado. Su empresa fue a la ruina, eso es verdad. Pero él no tuvo la culpa: una importante firma, Overend y Gurney, se declaró insolvente, con una deuda de cinco millones de libras esterlinas, y muchos de sus acreedores se arruinaron. El mismo día, mi padre se quitó la vida, pero nunca jugó, ni yo tampoco.

Si se lo explicas al noble conde que es tu padre, creo que todo se aclarará y se arreglará.

Con todo mi afecto.

HUGH

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