Una fortuna peligrosa (6 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Y se alejó a saludar al recién llegado.

Miranda se quedó cabizbajo. Tardó unos minutos en recobrar la compostura. Después pidió con brusquedad:

—Preséntame al director del banco.

—No faltaba más -dijo Micky nerviosamente. Miró en torno, buscando al viejo Seth. Allí estaba el clan de los Pilaster en pleno, incluidas tías solteronas, sobrinas y sobrinos, parientes políticos y primos segundos. Reconoció a un par de miembros del Parlamento y una miríada de nobles de segunda categoría. Micky supuso que, en su mayor parte, los demás invitados eran relaciones comerciales… y competidores también, pensó al ver la delgada y enhiesta figura de Ben Greenbourne, director del Banco Greenbourne, del que se decía que era el hombre más rico del mundo. Ben era el padre de Solomon, el muchacho al que Micky siempre había conocido como Greenbourne
el Gordo
. Tras salir del colegio, habían perdido el contacto:
el Gordo
no cursó estudios universitarios ni hizo viaje alguno por Europa, sino que pasó directamente a colaborar en el negocio paterno.

En términos generales, la aristocracia consideraba una vulgaridad hablar de dinero, pero aquel grupo carecía de semejantes inhibiciones y Micky oyó pronunciar continuamente la palabra «quiebra». En la prensa aparecía a veces escrita como «Kratch», porque el crac se inició en Austria. Las acciones habían bajado y el tipo de interés bancario había subido, según Edward, que acababa de entrar a trabajar en el banco de la familia. Algunas personas se alarmaban, pero los Pilaster confiaban en que Viena no arrastraría a Londres al desastre económico.

Micky condujo a su padre a través de la puerta cristalera que se abría hacia la terraza embaldosada, en la que habían dispuesto bancos de madera, a la sombra de los rayados toldos. Encontraron allí al viejo Seth, que se cubría las rodillas con una manta, a pesar de la calurosa temperatura de la primavera. Debilitado por una enfermedad indeterminada, parecía tan frágil como un cascarón de huevo, pero su nariz era la típica de los Pilaster: una gran hoja curva que le confería un aspecto aún formidable.

Una invitada volcaba sobre el anciano una coba excesiva:

—¡Qué lástima que no se encuentre lo bastante en forma como para ir a la recepción real, señor Pilaster!

Micky pudo haber dicho a la mujer que era un error inmenso decir tal cosa a un Pilaster.

—Por el contrario -replicó Seth pomposamente-, me alegro de haber excusado mi asistencia. No veo por qué tengo que doblar la rodilla ante personas que en su vida han ganado un penique con su esfuerzo.

—Pero el príncipe de Gales… ¡qué distinción!

Seth no estaba de humor para discutir -la verdad es que casi nunca lo estaba-, y repuso:

—Mire, joven dama, el apellido Pilaster se acepta como garantía de honradez comercial en rincones del globo en los que jamás tuvo nadie noticia de la existencia del príncipe de Gales.

—¡Señor Pilaster, habla casi como si desaprobara a la familia real! -insistió la mujer, procurando dar un tono festivo a su voz.

Seth llevaba setenta años sin mostrarse festivo.

—Desapruebo la ociosidad -afirmó-. La Biblia dice: «Quien no quiera trabajar, tampoco coma». Eso lo escribió san Pablo en la Segunda Carta a los Tesalonicenses, capítulo tercero, versículo décimo, y omitió manifiestamente decir que la realeza era una excepción a la regla.

La mujer se retiró, confundida. Micky contuvo la sonrisa y abordó al anciano:

—Señor Pilaster, permítame presentarle a mi padre, don Carlos Miranda, que ha venido de Córdoba para hacernos una visita.

Seth estrechó la mano de don Carlos Miranda.

—De Córdoba, ¿eh? Mi banco tiene una oficina abierta en su capital, Palma.

—Yo voy muy poco a la capital -respondió Papá Miranda-. Tengo un rancho en la provincia de Santamaría.

—De modo que se dedica al negocio de la carne vacuna.

—Sí.

—Hay que meterse en el frigorífico.

Papá Miranda se quedó desconcertado. Micky le explicó: -Alguien ha inventado una máquina que mantiene fría la carne. Si descubren un sistema para instalarla en los barcos, estaremos en condiciones de transportar a todo el mundo carne fresca sin tener que salarla.

Papá Miranda frunció el entrecejo.

—Eso puede resultamos perjudicial. Tengo una gran planta de salazón.

—Derríbela -aconsejó Seth-. Métase en la congelación. A don Carlos Miranda no le gustaba que otra persona le dijera lo que tenía que hacer y Micky empezó a sentirse un poco inquieto. Por el rabillo del ojo vislumbró a Edward.

—Quiero que conozcas a mi mejor amigo -se las arregló para apartar a su padre de Seth-. Permite que te presente a Edward Pilaster.

Miranda examinó a Edward con mirada fría y perspicaz. Edward no era precisamente guapo -se parecía al padre, no a la madre-, pero tenía el aspecto físico de un saludable muchacho del campo, musculoso y de piel rubicunda. Trasnochar y beber vino en abundancia no le había pasado factura… al menos todavía. Papá Miranda le estrechó la mano.

—Hace muchos años que sois amigos, pareja -comentó.

—Amigos del alma -dijo Edward.

Don Carlos Miranda arrugó el entrecejo, al no entender exactamente lo que quería decir.

—¿Podemos hablar un momento de negocios? -sugirió Micky.

Salieron de la terraza y se adentraron por el nuevo césped. En los bordes, la tierra aparecía removida bajo la hierba y los pequeños arbustos recién plantados.

—Mi padre ha hecho aquí algunas compras importantes y necesita gestionar su embarque y financiación -explicó Micky-. Podría ser el primer pequeño negocio que aportases tú al banco familiar.

Edward se mostró interesado.

—Me alegrará mucho encargarme de eso por usted -le dijo a Papá Miranda-. ¿Querrá ir al banco mañana por la mañana para arreglar todos los detalles?

—Allí estaré -convino Papá Miranda.

—Dime una cosa -preguntó Micky-. ¿Qué ocurre si el barco se va a pique? Quién pierde, ¿nosotros o el banco?

—Ninguno de los dos -declaró Edward con aire de suficiencia-. Aseguraremos el cargamento en el Lloyd's. Nos limitaremos a recoger el dinero correspondiente al importe de la póliza y a enviaros una nueva consignación. No pagáis hasta tener vuestra mercancía. A propósito, ¿qué clase de mercancía es?

—Rifles.

Edward puso cara larga.

—Oh. En ese caso, no podemos ayudaros.

—¿Por qué? -Micky estaba perplejo.

—A causa del viejo Seth. Es metodista, ya sabes. Bueno, lo es toda la familia, pero él es más devoto que nadie. De cualquier modo, no financiará ninguna compra de armas, y como es el presidente del consejo, ésa es la política del banco.

—Un infierno, eso es lo que es -maldijo Micky. Lanzó una mirada temerosa a su padre. Por fortuna, Carlos Miranda no había entendido la conversación. A Micky se le había revuelto el estómago. ¿Era posible que su proyecto se fuera al diablo por culpa de algo tan estúpido como la religión de Seth?-. El maldito viejo hipócrita está prácticamente muerto, ¿por qué interviene?

—Está a punto de retirarse -señaló Edward-. Pero creo que tío Samuel se hará cargo del negocio, y tiene la misma escuela, ya sabes.

De mal en peor. Samuel era el hijo soltero de Seth, tenía cincuenta y tres años y una salud perfecta.

—Tendremos que ir a otro banco comercial -dijo Micky.

—Eso os solucionará el asunto, siempre y cuando podáis presentar un par de sólidas referencias mercantiles.

—¿Referencias? ¿Por qué?

—Verás, un banco siempre corre el riesgo de que el comprador no cumpla su compromiso y le deje con un cargamento de mercancías no deseadas en el otro extremo del globo. Necesitan tener garantías de que tratan con un hombre de negocios respetable.

Lo que Edward ignoraba era que el concepto de hombre de negocios respetable aún no existía en América del Sur. Papá Miranda era un caudillo, un terrateniente provincial, con miles de hectáreas de pampa y una hueste de vaqueros que desempeñaba al mismo tiempo funciones de ejército particular. Utilizaba el poder de un modo que los británicos no conocían desde la Edad Media. Era como pedirle referencias a Guillermo el Conquistador.

Micky fingió impavidez.

—Indudablemente, podemos presentar algunas referencias -dijo. A decir verdad, no sabía cómo. Pero si quería quedarse en Londres, no iba a tener más remedio que llevar a buen término aquella operación.

Dieron media vuelta y regresaron a la rebosante terraza. Micky disimuló su zozobra. Papá Miranda seguía sin comprender por qué topaban con tan serias dificultades, pero Micky tendría que explicárselo más tarde… y entonces sí que habría problemas. No estaba dotado de la suficiente paciencia como para soportar el fracaso, y su cólera solía ser aterradora.

Augusta salió a la terraza y encargó a Edward:

—Búscame a Hastead, Teddy querido. -Hastead era su servicial mayordomo galés-. Se ha acabado el cordial y el muy miserable ha desaparecido. -Edward fue a atender el recado de su madre. La mujer obsequió a Miranda con una cálida e íntima sonrisa-. ¿Disfruta usted con nuestra pequeña reunión, señor Miranda?

—Estoy encantado, gracias -respondió.

—Debe tomar un poco de té o una copa de cordial.

Micky sabía que su padre hubiese preferido tequila, pero en los tés metodistas no se servían bebidas alcohólicas.

Augusta miró a Micky. Rápida de reflejos a la hora de apreciar el estado de ánimo de la gente, inquirió:

—Observo que no lo estás pasando muy bien. ¿Qué ocurre?

El muchacho no dudó en confiarle:

—Esperaba que mi padre pudiera echarle una mano a Edward aportando un nuevo negocio al banco, pero se trata de una partida de armas y municiones y Edward acaba de explicarnos que tío Seth no respalda financieramente ninguna operación relacionada con el tráfico de armas.

—Seth no va a ser presidente del consejo durante mucho tiempo más -dijo Augusta.

—Al parecer, Samuel tiene el mismo punto de vista que su padre.

—¿Ah, sí? -el tono de Augusta era malicioso-. ¿Y quién dice que Samuel será el próximo presidente del consejo?

* Este acontecimiento ficticio, que recuerda el paso real de los Andes por parte del ejército de San Martín para liberar Chile en 1817, resulta poco verosímil desde la estricta cronología histórica.

2

Hugh Pilaster lucía una corbata nueva, estilo fular, de color azul celeste, un poco ahuecada en la parte delantera del cuello y sujeta con un alfiler. Lo cierto es que debía llevar una chaqueta nueva, pero sólo ganaba sesenta y ocho libras anuales, de modo que había tenido que conformarse con realzar un poco las viejas prendas con una corbata nueva. El fular era la última moda y el azul celeste tal vez fuese un color atrevido; pero cuando lanzó un vistazo a su imagen, reflejada en el enorme espejo de encima de la repisa de la chimenea del salón de tía Augusta, comprobó que la corbata azul y el traje negro resultaban más bien atractivos, a juego con el tono garzo de sus ojos y la negrura de su pelo. Confió en que el fular le proporcionara un aire seductoramente desenvuelto. A lo mejor Florence Stalworthy llegaba a creerlo así. Desde que conoció a la muchacha, Hugh Pilaster había empezado a preocuparse por la ropa.

Resultaba un poco embarazoso vivir en casa de Augusta y ser tan pobre; pero en el Banco Pilaster era una tradición pagar a quienes trabajaban en él conforme a la función que desempeñaban, a lo que valían, al margen de si eran o no miembros de la familia. Otra tradición era la de que todo el mundo empezaba allí desde abajo. En el colegio, Hugh había sido un alumno estrella, y de no haberle gustado tanto meterse en jaleos, hubiera sido un destacado dirigente escolar; pero su educación contaba poco en el banco, donde realizaba tareas de auxiliar administrativo… y recibía el salario correspondiente a esa categoría. Sus tíos nunca le brindaron ayuda económica alguna, así que el muchacho tenía que aguantarse con su aspecto de quiero y no puedo.

Naturalmente, tampoco le preocupaba mucho lo que opinasen los demás acerca de su apariencia. Pero en el caso de Florence Stalworthy, la cosa cambiaba. Era una preciosidad de tez clara, hija del conde de Stalworthy; pero lo más estimulante de la joven era que se interesaba por Hugh Pilaster. La verdad es que Hugh Pilaster se hubiera sentido fascinado por cualquier muchacha que le dirigiese la palabra, lo cual le desazonaba, porque sin duda quería decir que sus sentimientos eran superficiales; pero no podía evitarlo. El hecho de que una chica le tocase ligeramente bastaba para que a Hugh se le secara la boca. Al instante le atormentaba la curiosidad, el anhelo de saber cómo serían la piernas de la moza debajo de las faldas y las enaguas. Eh ocasiones, el deseo llegaba a dolerle como una herida. Había cumplido ya los veinte años, pero experimentaba aquello desde los quince, y en los cinco años transcurridos no había besado a nadie, con la excepción de su madre.

Una fiesta como aquel té organizado por Augusta constituía una exquisita tortura. Como se trataba de una reunión social, todas las personas que alternaban allí eran agradables y simpáticas, encontraban en seguida un tema de conversación común y se interesaban unas por otras. Las muchachas parecían adorables, sonreían y a veces hasta coqueteaban, aunque, eso sí, discretamente. La casa estaba tan llena de gente que, inevitablemente, algunas damitas rozaban a Hugh, tropezaban con él al dar media vuelta, le tocaban el brazo o incluso oprimían sus pechos contra la espalda del muchacho cuando alguien las empujaba. A Hugh le aguardaba una semana de noches intranquilas.

Como no podía ocurrir de otra manera, a muchos de los presentes les unían lazos de parentesco. Su padre, Tobias, y el padre de Edward, Joseph, habían sido hermanos. Pero el padre de Hugh había retirado su capital del negocio de la familia, creó su propia empresa, se arruinó y se suicidó. Por esa razón Hugh tuvo que abandonar el costoso colegio interno de Windfield y continuar sus estudios, como alumno externo, en la Academia Folkestone para Hijos de Caballeros; por esa razón tuvo que ponerse a trabajar a los diecinueve años, en vez de realizar un viaje por Europa y derrochar unos cursos en la universidad; también por ese motivo tuvo que irse a vivir a casa de su tía, y por esa razón no tenía ropa nueva que ponerse para la fiesta. Era un pariente, pero un pariente pobre; un fastidio para una familia cuyo orgullo, confianza y posición social se basaban en los bienes materiales.

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