Una mala noche la tiene cualquiera (4 page)

Me fui corriendo a la alcoba y marqué el número de Marabú. Casi en seguida contestó una voz femenina, apocada y fúnebre:

—¿Quién es?

—La Madelón. ¿Y tú quién eres?

—¿Quién?

Aquella tía parecía extrañadísima. E inmediatamente caí en la cuenta de que sin duda había marcado mal. Con aquellos nervios... De todos modos, puse voz de certificado de penales:

—¿Es la sala de fiestas Marabú?

—¿Cómo dice? —aquella gachí parecía drogada perdida.

—Perdone —me excusé, con una formalidad de película—. Creo que me he equivocado.

Y ya iba a colgar cuando un fulano de lo más desagradable se puso al teléfono y preguntó:

—Oiga, ¿se puede saber qué es lo que quiere?

—Perdón, debo de haberme equivocado. —Yo, elegantísima pidiendo excusas.

—Pero, ¿adonde llama?

—A Marabú. Un cabaret —contesté, desprevenida.

—Valiente imbécil. ¿Le parece que está la noche para cachondeo?

Por Dios, qué apuro. Aquel gachó era un zafio, eso no se lo quita nadie, porque servidora estuvo de lo más mona y de lo más educada, pero tengo que reconocer que lo mío fue un poco imprudente, que tenía que haber calculado que medio Madrid por lo menos estaría igual que yo, y lo mismo seguramente en todo el resto del España, que zapatiestas de éstas impresionan muchísimo, y más de uno estaría ya acordándose del treinta y seis, y que de buenas a primeras, en medio de todo el drama, te pregunten por un cabaret hay que reconocer que es un flas. Pero, en fin, después de todo una pidió disculpas, qué leche.

Volví a trastear en el transistor con unos nervios de lagartija y todas aquellas chicas locutoras andaban contando con mucho agobio el correveidile de generales, personal importante del gobierno —o sea, muy importante no, porque todo lo máximo estaba en manos de Tejero, que se lo montó como en las películas, qué barbaridad, venga a dar órdenes y a pedir cosas: que si línea con Milans, que si línea con no sé quién, que si un avión, que si unas garantías; afuera, en los despachos, quedaba personal de segunda, pero se estaba portando divinamente—, y el trajín del Palace, que yo no sé qué pasa, pero en cuanto se arma algo así siempre hay gente que nadie sabe de dónde sale, y que no pinta casi nada, pero arma una bulla espantosa, y a mí, oyendo aquello, me entró de pronto una especie de alucine, como un éxtasis mayormente, que no sé si sabré explicarlo: me veía yo escuchando aquello con una angustia de lo más excitante —que no sé qué me ocurre, pero en cuanto me siento yo que me entra un apuro serio y grave de verdad, inmediatamente me empiezo a poner medio frenética de mis bajos; no lo puedo remediar y, la verdad, siento hasta gusto, a mi manera—, y dejé la vista muy fija y muy fuerte en el transistor, como si fuera capaz de ver lo que pasaba por lo que me estaban contando, y es que era el único modo, y además yo sentí que no estaba sola, que en todo Madrid —que en toda España— había miles de personas como yo, o sea que éramos multitud, un gentío que daba gloria vernos, todos en el tormento de no saber, todos con el corazón en un puño, todos apretujados, sin tiempo ni ocasión para remilgos, sin ganas de posturitas, sólo con unas ganas locas de que aquello terminara bien, con una necesidad loca de escuchar hasta por el ombligo, por mentar un sitio raro, pero decente, y con el pecho lleno de ansia de libertad. Me sentía yo hermana de todos, una cosa preciosa que nunca me había pasado antes.

Y es que una es así, una le echa mucho brío y mucho corazón a todas sus cosas, mucha sensibilidad, y luego me gustan los trapos y los potingues y un buen maromo como a la que más, pero con eso nunca se me olvida que, antes que nada, una es persona. Una es así. No como La Begum, que es una descastada. Lo suyo es el desdén. Lo suyo es la muequita y una jaqueca de lo más apañada. Lo suyo es el pendoneo. Andaría por ahí, como si fuera sueca y lo del Congreso la pillara de vacaciones. Por andar, andaría en Atocha, en la estación, uno de sus sitios predilectos, embobadita con tanto moro de paso, siempre a la verita de los meaderos, como si tuviera angurria; ay, algunos días, cuando se acuerda mucho de su casa y de su gente, cuando se pone tristona, le da como un ataque y se pone devotísima del ferrocarril, se pega a las vías y es capaz de pasarse las horas muertas al acecho de los trenes que vienen de Andalucía, al merodeo de los trenes que cada tarde y cada noche se van al Sur.

Dice La Begum que los trenes del Sur huelen distinto, como si los hubieran hecho de otra manera, en otra parte y hasta con más cariño, y para mí que en eso lleva razón.

Ay, los trenes del Sur... También a mí a veces me da por irme con La Begum a la estación de Atocha, a pasarme la tarde entre el bullerío de los viajeros, los soldados que vienen con la resaca del permiso —esos ojitos brillantes y la boca guasona, como un rescoldo que se traen pegado a las carnes y al mismo aire con que caminan, miran y se menean—, los soldados que se van con las ganitas saliéndoles por el cogote afeitado, a veces familias enteras que vienen de Alemania o de cualquier otra parte de por ahí, y seguro que a todos les va cambiando la voz, el habla, el color y el gesto conforme se acercan a Despeñaperros, que es una cosa que no se puede evitar ni disimular, porque a mí me pasa y sé bien lo que es eso. Es que yo me monto en el tren para ir a mi tierra, a ver a mi gente, y es que soy otra, una mujer distinta, como si con sólo pensarlo me entrara de pronto una especie de tranquilidad que en Madrid no tengo nunca, porque no es cosa de nervios, yo creo que es sólo una cosa de comodidad, de sentirse a gusto de la cabeza a los pies, por dentro y por fuera, y para mí que más que nada es una cosa de los huesos, el esqueleto de una que se relaja, se pone confortable de verdad, se deja ganar poco a poco por esa galvana tan rica que no es pereza ni holgazanería ni desidia, es como una parsimonia sabrosa y divinamente aliñada, no esa patarra insípida de la gente patosa y lacia, o sea que no es despego sino una dedicación a tope pero sin ninguna prisa, sin agobio ninguno, para que nada se desperdicie. Esto es una cosa que en Madrid se pierde mucho, por tantísima bulla como aquí tenemos, pero que a mí se me resucita en cuanto me pongo en camino, y que yo creo que se le nota a cualquiera que sea de allí, siempre se acaba notando, más temprano o más tarde, esté uno donde esté y por tiempo que lleve fuera y por mojarrilla que sea.

Yo antes en estas cosas me fijaba menos, pero ahora me entra un orgullo grandísimo a cuenta de mi manera de ser y de cómo es mi gente, y me llevo unos sofocones de espanto cuando pienso en lo fatal que está todo por allí, la cosa del trabajo sobre todo, y es esta desgracia tan enorme de tener que emigrar, que yo creo que es como si te arrancaran el pellejo, que es verdad que te sale otro y es por el estilo, porque no te va a salir torcido como el de un japonés, pongo por caso, pero ya nunca será la misma cosa. Por mucha satisfacción y buen cuerpo que le entre a una cuando vuelve a casa, ya no es lo mismo. Yo es que lo pienso y me entran ganas de liarme a llorar.

Hubo una época, la verdad, en que yo era igual de insensata y dejada que La Begum para estas cosas. Lo que pasa es que una tiene su preocupación y su amor propio, y también es verdad que una siempre ha sido medio levantisca y, para colmo, me encanta todo este zascandileo que hay ahora con las autonomías y las banderas de cada uno y elecciones cada dos por tres, y un referéndum de ésos todos los fines de semana —que, por cierto, hay que ver la preguntita tan mona y tan sencillita que nos hicieron a las andaluzas, mal rayo les parta— y unas manifestaciones preciosas que se montan corriendo, a cuenta de lo que sea, y a poca alegría que le eches te lo pasas de cine. A mí toda esta bulla es que me encanta.

Nunca me olvidaré de aquel domingo, cuatro de diciembre, Día de Andalucía, en la Plaza de Santa Ana. Ni el tiempo lo pudo estropear. Llovía a cántaros, que también fue fatalidad, que en un día así debería lucir un sol de justicia y nunca mejor dicho —«Justicia para el País Andaluz», decía la pegatina que servidora, La Madelón, se pegó directamente en el escote. Y yo me sentía medio soviética; una siempre ha sido bastante roja, la verdad, pero en cuanto me mientan mi tierra soy más roja que nadie.

Aquella mañana sonó tempranito el despertador —sonó a las nueve, que para nosotras eso todavía es madrugada—, aquel pitito tan delicado, la primera caricia del día, como dice la publicidad; ese despertador todavía lo tenemos, La Begum se lo trajo de Ceuta después de pasarse allí mes y medio, desquiciada por un futbolista. Sonó el despertador y me levanté corriendo, porque no era cosa de andar tonteando con la galvana, que a las doce en punto había que estar en la Plaza de Santa Ana y quedaba mucho que hacer. Claro que en seguida se me escapó el oído al diluvio que estaba cayendo y el pensamiento a mi bata de cola. «Ay, qué fatalidad.» Y La Begum dormía como un ceporro, valiente falta de sensibilidad en un día como aquél; la muy cínica dice que dormir es la mejor manera de olvidar, y la más cómoda. Y es verdad que la pobre había pasado una época muy mala; lo dejó todo, dos meses antes, por un centro-campista ceutí que, a la hora de la verdad, ni puñetero caso —un monumento de hombre, las cosas como son: cara de niño guapo y malicioso, y un culo y unos muslazos que daban ganas de dejarlo todo y ponerse en seguida a coserle un pantalón—, pero ella dijo que le seguiría hasta el fin del mundo y cruzó el Estrecho muy dramática, como la hija de Victor Hugo, Adele, en aquella película tan preciosa; la vimos en el Carretas, y La Begum se pasó todo el rato llorando, sin echarle cuenta al ajetreo que allí siempre hay, en las últimas filas. Qué dramática la vida de Adele Hugo, y qué bien trabajaba ella, la protagonista, con sus gafitas y su morrito de cachorrillo asustado. Al salir, La Begum, con el corazón encogido por culpa de la llantera y todo el rímel corrido, que parecía el velo de la Verónica, sólo pudo decir: «Mi vivo retrato», y se echó otra vez a llorar, en medio de la calle, enfrente mismo de la Dirección General de Seguridad, ella siempre tan oportuna. Y menos mal que en pocos días se recuperó mucho, porque había que ver en qué condiciones volvió la pobre de Ceuta, en los puros huesos y con ojeras hasta las corvas.

Yo la zarandeaba: «Date prisa, mujer, que no llegamos». Pero ella siempre ha sido muy patarrosa para levantarse, y además le da una vergüenza horrible que la vean recién salida de la cama. Pero aquel día no estaba yo para andarme con muchas contemplaciones con aquella pazguata. Estaba yo impaciente por echarme a la calle, a pesar de la lluvia, a pesar de que el tiempo parecía estar contra nosotros, contra todos los andaluces que íbamos a juntarnos en la Plaza de Santa Ana. Medio millón de andaluces hay en Madrid, eso decía en un papelito que me dieron; o sea, una verdadera multitud, pero con aquel aguacero lo mismo se quedaban en casa la mitad. Y es que a mí me parece que el tiempo siempre ha sido de derechas.

Ay, qué asco de tiempo para un día como aquél. Una excusa divina para que La Begum se negara a colaborar. Ella estaba hecha polvo por lo del ceutí, y no tenía el cuerpo para madrugones, para mojarse y, mucho menos, para cosas serias. Y servidora, en plan catequista, se puso a explicarle otra vez que todo aquello era para su bien, que si no fuera por la democracia y la libertad a ver desde cuándo íbamos a poder nosotras dedicarnos a lo nuestro. Que se acordara de los malos tiempos, cuando ni soñar con salir a la calle si no era embutidos en un traje cortefiel y haciendo de tripas corazón para que la afición se nos notara lo menos posible; verdad que luego, en la habitación de la fonda, nos poníamos las plumas y los ligueros y nos desahogábamos, pero a las siete de la mañana sonaba el despertador que era grande como una cafetera y sonaba del modo más impertinente. Aquel despertador lo conservamos mucho tiempo, porque no dejaba de ser una reliquia, pero cuando La Begum volvió de Ceuta, harta de llorar, y trajo uno de ésos tan electrónicos, tan delicados, la primera caricia del día, dijo que había que tirar el antiguo porque ya era hora de olvidar. Y servidora estuvo de acuerdo, que a fin de cuentas nada era ya como antes. Ahora, hasta podíamos meternos nosotras en política sin que pasara nada. Y eso era lo que yo le decía: «Querida, hay que echarse a la calle y armarla, que ya va siendo hora».

Pero La Begum decía que no, que el gentío es una ordinariez y ella lo tenía superado. «Pero es que yo tengo una idea divina.» Y ella: «Que no, mona. Que tú a mí no me lías». Y por más que yo intentaba que me escuchase y no fuera lacia, ella se cerraba en banda y que no y que no. «Pero vamos a ver, ¿tú sabes cómo es la bandera andaluza?» Y ella dijo la mar de orgullosa, como si supiera trigonometría: «Blanca y verde». Y entonces, aprovechando que ella tenía el ánimo subido y estaba en buena disposición, le expliqué mi ocurrencia: «Pues, guapa, se me ha ocurrido que nos echemos a la calle, el Día de Andalucía, con unos hermosísimos trajes de volantes. Trajes de flamenca. Batas de cola. Y con los colores de la bandera. ¿No es de cine? Trajes verdes con lunares blancos, o trajes blancos con lunares verdes; mira, eso lo dejo a tu gusto». Y ella puso el grito en el cielo, pero de entusiasmo. Aquello era otra cosa. Daríamos el golpe. Saldríamos en los periódicos, seguramente. A La Begum le priva salir en los periódicos, y eso que aún no ha salido nunca —ay, Dios mío, lo mismo sale mañana, esposada por la muñeca con un guardia civil guapísimo—. Qué maravilla. Quiero decir, mi ocurrencia: bata de cola; lunares blancos, lunares verdes... Ay, Dios mío, igual no teníamos otra oportunidad.

Pero aquel domingo, 4 de diciembre, no se me olvidará nunca. Aunque quieran borrármelo con estropajo de aluminio y sosa. Aunque me restrieguen los sesos con asperón. Aunque me arranquen el cutis y los huesecillos del cráneo para hacer panderetas. A las doce en punto de la mañana allí estábamos nosotras dos, La Begum y La Madelón —por riguroso orden alfabético—, en la Plaza de Santa Ana, en medio de la lluvia, llenas de lunares blancos y de lunares verdes, zapatos y peinecillos a juego, y a cuerpo gentil, porque el paraguas es un invento feísimo que sólo le queda medio bien a la gente sin personalidad. Y a nosotras, naturalmente, lo que nos sobra es personalidad.

Llovía con verdadera insidia, qué contrariedad, y con aquel aguacero no podía haber mucho personal en la Plaza de Santa Ana. Había, eso sí, unos muchachos guapos y animosos vendiendo chapas y pegatinas; ay, qué guapos son los muchachos andaluces. Vendían pañuelos con el mapa de la tierra de María Santísima, chapitas la mar de coquetas con la bandera del país andaluz. Un señor de pinta medio estrambótica, pero interesante, predicaba a voz en grito junto a una furgoneta y pedía justicia y pan. Carlos Cano, un chaveíta granaíno la mar de mono y ya de bastante nombre, por lo menos entre el rojerío, cantaba unas coplas divinas contra la explotación y todo eso. Llovía de una manera la mar de arrogante, que a mí hasta me entraba una puntita de coraje de vez en cuando, y de no ser porque una estaba contenta de por sí, como cuando una empieza a estar ajumadilla, hubiera cogido un berrenchín. Pero no estaba una para hacerse malasangre en un día como aquél.

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