Una mala noche la tiene cualquiera (6 page)

¿Verdad que suena mono? Estanislao Villán, La Plumona, le dijo a La Begum —sobre quien escribió en su periódico un reportaje maravilloso y para mí que un poquito trapero, quiero decir que en el fondo a mí me dio que se cachondeaba de ella—, trató de explicarle con santísima paciencia que lo suyo es una cosa atávica, algo que le venía a ella de muy lejísimos, de los tatarabuelos de sus bisabuelos, de cuando el moro andaba zascandileando por toda Andalucía, que aquélla sí que fue una época preciosa —yo, por lo que nos contaba La Plumona cuando se sentía inspirada—, toda llena de tapices y alfombras de sueño, unas mesas siempre servidas como para desmayarse, un vino riquísimo, y unos viejecitos maravillosos, todo enturbantados y recitando a todas horas, por todos los rincones de palacios lujosísimos, unos versos embriagadoramente románticos, y muchachitos medio desnudos tocando el arpa, encuclillados junto a los enormes y carísimos cojines donde se recostaban los califas y todo el morerío importante, que tendrían sus harenes con un batallón de gachises, pero perdían el resuello por cualquiera de aquellos chiquillos músicos o bailarines. Para mí que se pasaban así todo el tiempo o montando en unos caballos divinísimos, con esos pajarracos en el brazo derecho para la caza, o paseando por los jardines del Generalife, que una entra allí y se marea de lo bonitos que son, o mirando la luna que iba como escaqueándose por las callejuelas del Albaicín. Una época de morirse, sobre todo en Granada, que fue la capital. Por eso La Begum dice a veces, con toda desfachatez, que ella es granaína, porque lo de Algeciras es una cosa mucho más chapucera. Pero Estanislao Villán le explicó muchas veces que no es cosa de empadronamiento, sino de dentro, de la sangre, y de la carne, o sea de las células, y que eso pasa algunas veces, que por ejemplo una señora tiene de pronto una criaturita albina, o sea de esas que son feísimas de rubias y medio cegatas de claros hasta la exageración que tienen los ojos, y nadie se explica de dónde puede salir ese destiñe, hasta que investigan y descubren que una de las cuatro bisabuelas, por ejemplo, era así. Más o menos, eso es el atavismo. Y a La Begum le encantó cuando se lo explicó La Plumona —ahora, en cuanto tiene ocasión te suelta: «Quita, guapa, que lo mío es atávico»—, y está totalmente convencida de que ella en realidad pertenece a aquel tiempo dedicado al jaroneo, el vicio de popa y la cultura, que las tres cosas son una bendición.

Yo, la verdad, lo poquito de moro que pueda tener me lo noto en cosas mucho más de andar por casa. A mí, por ejemplo, algo que me despabila la memoria una barbaridad es eso del olor, una nariz tengo yo que es un portento —aparte de monísima— y siempre que huelo en cualquier sitio a potaje de habichuelas, o algo parecido a un guiso de papas con chícharos o alcauciles, o a pescaíto frito, o a berza o a piriñaca, se me pone delante de los ojos algún cacho de mi vida, quiero decir de mi vida de antes, de cuando yo era chica y desde luego me fijaba una barbaridad en cómo olía cada cuarto de mi casa, cada casa a la que entraba por hache o por be, cada calle del pueblo, y hasta cada pueblo de por sí, que huelen de un modo distinto y yo siempre lo he notado una cosa mala cuando voy de viaje. La Plumona decía que lo mío es sensorial, y lo de La Begum, atávico. Yo reconozco que lo mío suena un poquito más ordinario, y lo de ella más poético, más misterioso. Ella estaba encantada, sobre todo desde aquel día en que La Plumona echó un buen rato para explicarnos lo mío, y lo hacía con tantas ansias que a mí acabó pareciéndome una enfermedad, y sin embargo para explicar lo de ella, lo de La Begum, y como en un rapto, le bastó con pronunciar una frase linda de verdad. Le dijo: «Tú es que tienes el corazón arameo». La tía casi pilla un orgasmo. Lo tiene apuntado y, en cuanto reúna, se piensa comprar una esclava de oro y que se lo graben, letra por letra.

Claro que toda aquella fascinación que La Plumona, tan repipi ella, sentía por la pobre de La Begum acabó de un modo chunguísimo, que la mala suerte que tiene la pobrecita mía es de concurso, qué dolor, pero ella también tiene su culpa, que es cabestrera como nadie y se deja llevar por cualquiera, y se aturde en seguida y no se da cuenta de que se la están jugando. Ella se echó un novio marroquí, un pintor interesantísimo, quiero decir de facha y como hombre, que después sus cuadros había que verlos, todos eran con cabezas extrañísimas y con unos colores fuertes que te dañaban la vista, una cosa como para coger sinusitis y no recuperarte jamás. Bueno, le entró un enamoramiento —a La Begum, naturalmente— de esos que parten con todo y que ella coge cada dos por tres, y se lo presentó a todo el mundo y lo llevaba a todas partes —que hasta quiso meterlo a dormir en casa, pero yo no lo consentí, y eso que no me hubiera importado nada tener con él un tropezón, y seguro que él encantado de montar un número, quiero decir un trío, porque tenía una cara preciosa de degenerado con mucho aguante, pero yo en el fondo para estas cosas soy una estrecha, la mar de clásica—, y en Marabú, mientras duraba el espectáculo, el marroquí, que se llamaba Drissi, se ponía ciego de güisqui a cuenta de su Begum particular y alternaba como un salido con todo el mundo. A nosotras nos dijo que dormía en una pensión por Tirso de Molina. El lío duró como cuatro meses, y La Plumona hasta le hizo al marroquí y a sus cuadros un reportaje a todo color para la revista de los domingos de su periódico, y La Begum le estaba la mar de agradecida. Pero de buenas a primeras el Drissi empezó a decir que le habían salido planes para exponer en Barcelona, y un buen día cogió el Talgo y La Begum, La Plumona y yo le acompañamos a Chamartín, que es un sitio donde siempre hay muchísimo ambiente. Después, durante una semana, La Begum se gastó una fortuna en conferencias, hasta que una noche, en Marabú, y por una ridiculez de la que ya ni me acuerdo, La Plumona, que estaba medio borracha, le largó de sopetón toda la verdad: que no hiciera el ridículo, que con Drissi no tenía ella porvenir ninguno, que el Drissi era capaz de chulear a doña Carmen Polo y a don Salvador de Madariaga —que entonces se hablaba muchísimo de él— al mismo tiempo si se terciaba, y que durante todo el tiempo que estuvo liado con mi amiga, ella, La Plumona, le estuvo dando cama, cobertor y guerra en su casa, y que había que ver cómo era aquel hombre de potente y de incansable. Fue un golpe. Además, se veía clarísimo que también La Plumona lo estaba pasando fatal.

Y encima la dejó medio arruinada; Drissi le sacó todo lo que quiso. Fue como para caer muertas directamente. Y, sin embargo, aquella vez La Begum se portó de película. No dijo esta boca es mía, se encerró en el retrete durante un rato largo, salió radiante, hizo su número como si tal cosa —a mí me parece que hasta se esmeró— y, al día siguiente, cogió el tren para Barcelona, de noche, sin más que lo puesto, dos pares de guantes —ella casi siempre lleva guantes, le parece un detalle enigmático; pero aquella vez metió además en el bolso unos de repuesto—, y lo demás me lo contó a la vuelta: «Nada más llegar, derrengadita como estaba, me fui derecha a su dirección —por cierto, un apartamento de lujo, figúrate—, llamé, me abrió en pelota viva, que estuve a punto de echarlo todo a perder cuando lo vi con todo lo suyo al aire, pero la cara que puso es que ni te la puedo explicar, como si viera visiones, el muy puerco, y yo, sin decir ni mu, de lo más señora, le arreé dos bofetones que todavía se tiene que estar rascando, y me quité los guantes y se los tiré a la cara y allí mismo, en el descansillo de la escalera, me puse mis guantes limpios, desinfectados, y después, en un taxi, tal y como había ido, me fui directamente a la estación y me vine a Madrid en el primer tren». Ella es así.

Desde entonces ella con La Plumona ni se saluda. La Plumona cada vez va menos por Marabú y a mí me da lo mismo, en el fondo es una matraca, siempre con su cantaleta de explicarse por lo fino, que acaba siendo muy jartible, y por mucho que quiera presumir de machirula es más mariquita y más cursi que un pionono con cofia. Huy, lo mismo estaba la tía, aquella noche del 23, dando el callo como la primera en busca de alguna noticia, que si en Radio Madrid y en Radio Intercontinental los que más gasto hacían eran los de deportes, esas voces que ni siquiera a mí se me despintan, y eso que de fútbol jamás he entendido nada, sobre todo de lo que es el fútbol contado por la radio, que no se ve —otra cosa es cuando dan un partido por la tele, que un ratito siempre me gusta verlo, para echarles un ojo a los futbolistas que están riquísimos, o las fotografías de los periódicos, que más de una me ha quitado el sueño durante dos o tres noches—, pues así y todo las voces de José María García y de Miguel Vila las reconoce cualquiera con sólo oír dos palabras, que si en Radio Madrid y en la Intercontinental, ya digo, esos dos estaban dejándose la faringe en el micro, también La Plumona, por mucho postín que quisiera darse y por muy encopetada y perdonavidas que ella sea, tendría que estar en algún sitio, a la caza de novedades y cumpliendo con su obligación. Y yo creo que si de pronto me acordé de todo el lío de La Begum, La Plumona y el listillo del Drissi fue porque, de no haber pasado lo que pasó, igual hubiera podido yo en aquel momento intentar localizar a la del periódico y pedirle que hiciera alguna gestión, por si mi amiga estaba en algún apuro, que los reporteros siempre tienen muchos conocimientos y su carné y bula para meterse en sitios que las demás mortales ni soñarlo. Pero no estaba el horno para bollos, la verdad.

Y el caso es que oyendo a José María García contando toda la movida, con ese estilo tan suyo, yo me atornillaba un poco y se me iba el santo al cielo y me liaba a pensar en lo que no debía. Y es que, pienso yo, todas tenemos una capacidad para las cosas, tanto para lo bueno como para lo malo, quiero decir que lo mismo si te llevas una alegría muy grande que un sofoco gordísimo llega el momento en que ya no te cabe más, y a partir de ahí pues una va y desvaría, y lo que siente a partir de ese punto ya es otra cosa. Es lo mismo que cuando veo en alguna revista extranjera a uno de esos negros con un tranco kilométrico y del grueso de un bidón, que siempre pienso para qué tanto, si el gusto tiene su medida y su tiempo, y todo lo que se salga de ahí son ganas de desperdiciar. Así que oyendo a los del deporte me acordaba sin querer de algunas cosas que a mí, sin ser lo que se dice una forofa, siempre me han impresionado una barbaridad. Y es que hay que ver cómo es el Chúster ése, un querubín, con ese pelo tan lindo que tiene y ese tipazo y ese geniecillo de chiquillo malcriado, que se le nota hasta en la manera de correr. Y a mí otro que me gustaba horrores era el Solsona, que jugó en el Español y en el Valencia, me parece, que se gastaba un aire chuletilla de lo más salado, y en
El País
—que es el diario que una lee, porque se lleva y, además, te lo cuenta todo divinamente— sacaban mucho una foto de ese muchacho que era una tortura, a mí me daban vahídos cada vez que la veía, que sale él corriendo con el balón, con el viento de cara, y todo el calzón pegado a sus partes con un tino que es una exageración. Otra foto que en
El País
también dan mucho, y que tiene también morbo a esportones, es una de Juanito arrodillado, espatarrado y agarrándose los dos muslos con las manos, a la altura de las ingles: una cosa de museo. Pues a cosas así se me iban las mientes, mientras el transistor daba cuenta de la bulla que se iba formando junto a las Cortes y en la televisión daban unos documentales de bichos. Y es que pasaba el tiempo y para mí seguía aquella inquietud de no saber nada a ciencia cierta, de no saber de verdad cómo acabaría todo, y de poco servía que se quedaran afónicas las pobres tratando de rellenar el tiempo contándote cien veces el trajín de los que estaban fuera, que una agradecía muchísimo el esfuerzo, la verdad, y no es que quiera quitarles méritos, que si por mí fuera me las comía a besos, por competentes y por echadas palante, pero lo que hacía falta era saber lo que pasaba dentro, claro que los pobrecitos míos de los locutores tampoco sabían gran cosa, y lo único que yo conozco que da mucho de sí con poquísima ayuda son las lentejas, que les echas nada y mitad y las dejas a fuego lento y al final te quedan riquísimas.

Eran más de las once cuando sonó el teléfono, la primera vez, y no sé si alguien puede imaginarse el vuelco que me dio el corazón. Si era La Begum, seguro que estaba en peligro. Pero por lo menos sabría que estaba viva y dónde llevarle sus cosas: su biutibox, su neceser, una muda y su álbum de fotografías, que a ella siempre le consuela mucho: cada vez que le entra la depre o coge un berrenchín, se echa en la cama como Marle Oberon en
Cumbres borrascosas
y se harta de ver fotos de ella cuando chica y de toda su gente.

Pero no era La Begum. Era el Paco.

—Hola —dijo, con esa voz tan simple que se gasta, y yo me di cuenta de que estaba medio sonriente, porque eso se nota, y me dio coraje, que no me podía explicar qué era lo que le hacía tanta gracia. Lo que pasa es que no tenía ganas de discutir.

—¿Llegaste bien?

—Sí. Menuda ruina. Pero mi madre tiene fiebre. Está muerta de miedo.

Cuando dijo eso se rió por las claras, pero bajito, que yo creo que hasta él, con lo pavisoso que es, se barruntaba que no estaba el patio para muchas bromas. Y para mí que, si aquella noche, mientras hablaba conmigo por teléfono —sólo cinco minutos, y sólo para decir babiecadas, que para más la inteligencia de la criatura no da— se cachondeaba del miedo y de la calentura de su querida mamá, que por lo visto veía ya carceleros por todas partes —más o menos como yo—, y hasta se permitía juguetear con la posibilidad de que de pronto le llamaran a filas, cuando había conseguido librarse de la mili después de mes y medio en el cuartel, a cuenta de una úlcera la mar de oportuna, y si me preguntaba con muchísima malage qué tal me sentaría a mí el uniforme, que, si se armaba, hasta servidora y La Begum y todas las nacionales de Marabú seríamos unas reclutas como todas, y si se hacía el memo un poco más de lo corriente —que tampoco tenía que herniarse— era porque también él estaba que no le cabía el canguelo en el cuerpo. Sólo que, para sus entendederas, tenía que disimular, porque él va por la vida de macho, y contra eso servidora sí que no tiene nada.

Mi Paco también se pirra por el fútbol, que es lo que corresponde a cualquier chulo de barrio que todavía no se haya echado a perder del todo. El se da un pisto horroroso y todos los lunes me cuenta su vida, quiero decir sus habilidades de delantero centro, que juega en el Congosto, un equipito la mar de gracioso del pueblo de Vallecas. La verdad es que yo fui a verle dos o tres veces el pasado verano, que venía a buscarme en su coche a las ocho y media de la mañana y allá iba yo medio grogui, quitándome la soñera a manotazos, arreglada de cualquier forma y, la primera vez, con un apuro grandísimo, porque una ya se achara poco delante de la gente, pero aquello de todas maneras iba a quedar un poco raro, a semejantes horas de la mañana —que de noche parece que cualquier cosa se consiente más— y en campo abierto, que una siempre queda más desamparada. Pero qué va, todo resultó la mar de simpático, mi Paco me presentó a todo el equipo, di muchísimos besos, vacilé un poquitín con los dos o tres que mejor estaban, sin que a mi Paco le diera ninguna aprensión, y hasta hice el saque de honor con los de uno y otro bando aplaudiéndome una barbaridad. Yo me sentía como una miss o como la reina de unos Juegos Florales y, después, durante todo el partido, estuve en el banquillo de los suplentes, que me dejaron el sitio de honor, mientras el entrenador andaba todo el tiempo de un lado para otro pegando saltos y dando gritos; a mi Paco le chillaba una barbaridad y yo me di cuenta de que le estaba poniendo un poquito nervioso, que el hombre quería lucirse para que yo le viera y la verdad es que aquella primera vez no hizo nada del otro mundo. Pero yo me lo pasé la mar de a gusto, porque, además, uno de los suplentes, que estaba de moja pan y come y que en seguida se puso a mi vera, achuchándome con la patorra todo el rato, me lo explicoteaba todo la mar de bien y se notaba mucho que a la criatura el cuerpo le estaba pidiendo triquitraque. A mí eso me encanta.

Other books

Platinum by Jennifer Lynn Barnes
The Dominion Key by Lee Bacon
Marrying Stone by Pamela Morsi
Triple Identity by Haggai Carmon
AMPED by Douglas E. Richards
Steel: Blue Collar Wolves #3 (Mating Season Collection) by Winters, Ronin, Collection, Mating Season
The Age of Ice: A Novel by Sidorova, J. M.
The Perfect Candidate by Sterling, Stephanie