Una reina en el estrado (19 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

El embajador francés le mira.

—Feliz Navidad, Cremuel. ¿No hay bolos hoy?

—Hoy estoy a vuestra disposición,
monsieur
.

—Yo me voy —dice el francés. Parece sardónico; el rey ha cogido ya por el brazo a Chapuys—. Majestad, puedo aseguraros antes de partir que mi señor, el rey François, tiene su corazón unido al vuestro —su mirada pasa sobre Chapuys—. Con la amistad de Francia, podéis estar seguro de que reinaréis tranquilo y no tendréis ya por qué temer a Roma.

—¿Tranquilo? —dice él: él, Cromwell—. Bueno, embajador, sois muy gentil por ello.

El francés pasa a su lado con un breve cabeceo. Chapuys se yergue cuando el brocado francés roza su persona; aparta el sombrero, como para salvarlo de cualquier contaminación.

—¿Queréis que os lo sostenga yo?—cuchichea Norris.

Pero Chapuys ha centrado su atención en el rey.

—La reina Catalina… —comienza.

—La princesa viuda de Gales —dice con firmeza Enrique—. Sí, tengo entendido que la anciana ha dejado de comer otra vez. ¿Es por eso por lo que habéis venido?

Harry Norris cuchichea:

—Tengo que vestirme de moro. ¿Me perdonaréis, señor secretario?

—Alegremente, en ese caso —dice él. Norris se esfuma. Durante los diez minutos siguientes tiene que permanecer de pie y oír mentir al rey con fluidez. Los franceses, dice, le han hecho grandes promesas, todas las cuales se cree. El duque de Milán ha muerto, así que tanto Carlos como Francisco reclaman el ducado, y a menos que puedan resolver el asunto habrá guerra. Por supuesto, él es siempre un amigo del emperador, pero los franceses le han prometido ciudades, le han prometido castillos, un puerto de mar incluso, así que debe plantearse seriamente, pensando en el bien de su país, una alianza oficial. Sin embargo, sabe que el emperador puede hacer ofertas igual de buenas, e incluso mejores…

—No fingiré con vos —le dice Enrique a Chapuys—. Como inglés, soy honrado en mis tratos. Un inglés nunca miente ni engaña, ni siquiera en beneficio propio.

—Parece —replica Chapuys— que sois demasiado bueno para vivir en este mundo. Si vos no pensáis en los intereses de vuestro país, debo pensar yo en ellos por vos. Los franceses no os darán ningún territorio, digan lo que digan. ¿He de recordaros qué amigos tan mezquinos han sido con vos estos últimos meses, cuando no podíais alimentar a vuestro pueblo? Si no fuese por los embarques de trigo que mi señor permite, vuestros súbditos serían cadáveres amontonados desde aquí hasta la frontera escocesa.

Hay cierta exageración en eso. Es una suerte que Enrique esté hoy de un humor festivo. Le gustan los banquetes, los pasatiempos, las justas, el baile de máscaras que se prepara; le gusta aún más la idea de que su antigua esposa yace en su lecho, en los pantanos, exhalando su último aliento.

—Venid, Chapuys —dice—. Celebraremos una conferencia privada en mi cámara.

Y arrastra al embajador con él, haciendo un guiño hacia atrás por encima de su cabeza.

Pero Chapuys para en seco. El rey debe parar también.

—Majestad, podemos hablar de eso después. Mi misión ahora no permite dilación alguna. Os ruego que me deis licencia para cabalgar hasta donde la…, hasta donde está Catalina. Y os imploro que permitáis que su hija vaya a verla. Puede que sea por última vez.

—Oh, no, no podría andar llevando a lady María por ahí sin asesoramiento de mi Consejo Real. Y no veo que haya ninguna esperanza de convocarlo hoy. Pensad en cómo están los caminos. En cuanto a vos, ¿cómo pensáis viajar? ¿Tenéis alas? —El rey se ríe. Vuelve a coger al embajador del brazo y se lo lleva. Se cierra una puerta. Cromwell se queda mirándola, furioso. ¿Qué más mentiras se contarán tras ella? Chapuys tendrá que entregar los huesos de su madre para igualar esas grandes ofertas que Enrique afirma que han hecho los franceses.

Él piensa: ¿qué haría el cardenal? Wolsey solía decir: «No quiero oíros decir nunca: “No se sabe lo que pasa detrás de las puertas cerradas”. Descubridlo».

Sí. Intenta pensar alguna razón para poder seguirlos hasta allí dentro. Pero aparece Norris bloqueando el paso. Con su atuendo de moro, la cara ennegrecida, se muestra juguetón, sonriente, pero vigilante aún. Juego navideño: enredemos un poco con Cromwell. Él está a punto de hacer dar la vuelta a Norris, cogiéndolo por su hombro sedoso, cuando llega resoplando un dragón.

—¿Quién es ese dragón? —pregunta.

Norris resopla. «Francis Weston». Echa hacia atrás la lanuda peluca para revelar su noble frente. «Ese dragón va a ir meneando la cola hasta las cámaras de la reina a pedir dulces».

Él sonríe.

—Eso no parece gustaros, Harry Norris.

¿Por qué no? Había hecho su tiempo de servicio en la puerta de la reina. En el umbral.

Norris dice:

—Ella jugará con él y le dará unas palmadas en la grupita. Le gustan los perritos.

—¿Habéis descubierto quién mató a
Purkoy
?

—No digáis eso —ruega el moro—. Fue un accidente.

Al lado de su codo, haciéndole volverse, está William Brereton.

—¿Dónde está ese dragón tres veces maldito? —inquiere—. Soy yo quien tiene que perseguirle.

Brereton está vestido como un cazador antiguo, con la piel de una de sus víctimas.

—¿Esa piel de leopardo es auténtica, William? ¿Dónde la conseguiste?, ¿en Chester? —La palpa críticamente. Brereton parece estar desnudo debajo de ella.

—¿Es apropiado esto? —pregunta.

Brereton gruñe:

—Es la estación de la licencia. Si os hubiesen forzado a disfrazaros de cazador antiguo, ¿os pondríais una almilla?

—Siempre que no se invite a la reina a contemplar vuestros
attributi

El moro ríe.

—No le enseñaría nada que ella no haya visto.

Él enarca una ceja.

—¿Los ha visto?

Norris se ruboriza fácilmente para ser un moro.

—Ya sabéis lo que quiero decir. No los de William. Los del rey.

Él alza una mano.

—Tomad nota, por favor, no introduje yo el tema. Por cierto, el dragón fue en esa dirección.

Él recuerda el año anterior, Brereton pavoneándose por Whitehall, silbando como un mozo de establo; interrumpiéndose para decirle: «He oído que el rey, cuando no le gustan los papeles que le traéis, os atiza capones en la cabezota».

Tú recibirás capones, se había dicho él. Hay algo en este hombre que le hace sentir que es de nuevo un muchacho, un pequeño rufián hosco y beligerante peleando en la orilla del río en Putney. Lo ha oído antes, ese rumor difundido para humillarle. Cualquiera que conozca a Enrique sabe que es imposible. Es el primer gentilhombre de Europa, su cortesía es impecable. Si quisiera que le pegasen a alguien, emplearía a un súbdito para hacerlo; no se mancharía las manos él. Es cierto que a veces discrepan, pero si Enrique le tocase, él se iría. Hay príncipes en Europa que le quieren. Le hacen ofertas; podría tener castillos.

Ahora observa a Brereton, que se encamina hacia los aposentos de la reina, el arco colgando del hombro peludo. Se vuelve para hablarle a Norris, pero su voz queda apagada por un estrépito metálico, una colisión como de guardias: gritos de «Paso a mi señor, el duque de Suffolk».

La parte superior del cuerpo del duque aún está armada; tal vez haya estado fuera en el patio, corriendo lanzas solo. Tiene la cara enrojecida, la barba (que va haciéndose cada año más impresionante) se extiende sobre la coraza por el pecho. El valeroso moro da un paso adelante para decir: «Su Majestad está conferenciando con…», pero Brandon lo echa a un lado de un golpe, como si estuviese en una cruzada.

Él, Cromwell, sigue al duque. Si tuviese una red se la arrojaría encima. Brandon da un golpe en la puerta del rey con el puño, luego la abre de golpe.

—Dejad lo que estéis haciendo, Majestad. Debéis oír esto, Dios del Cielo. Os habéis librado de la vieja dama. Está ya en su lecho de muerte. Pronto seréis viudo. Y entonces podréis libraros también de la otra, y casaros en Francia, vive Dios, y haceros con Normandía como dote… —Se da cuenta de la presencia de Chapuys—. Oh. El embajador. Bueno, vos podéis idos. No tiene sentido que os quedéis a recoger migajas. Idos a casa y celebrad vuestra propia Navidad, no os queremos aquí.

Enrique se ha puesto pálido.

—Pensad lo que estáis diciendo. —Se aproxima a Brandon como si se propusiese derribarle de un golpe; cosa que podría hacer si tuviese una alabarda—. Mi esposa está esperando un hijo. Estoy casado legalmente.

—Oh. —Charles resopla hinchando los carrillos—. Sí, mientras eso dure. Pero yo creí que decíais…

Él, Cromwell, se lanza hacia el duque. ¿De dónde, en el nombre de la propia hermana de Satanás, ha sacado Charles esa idea? ¿Casarse en Francia? Debe de ser el plan del rey, pues Brandon no tiene ninguno propio. Da la impresión de que Enrique está llevando dos políticas exteriores: una sobre la que él sabe y otra sobre la que no. Sujeta a Brandon. Le lleva la cabeza. No cree que pueda mover aquella media tonelada de estupidez, acolchada además y parcialmente armada. Pero parece que puede moverle con rapidez, e intenta arrastrarle fuera del campo de audición del embajador, que tiene una expresión de asombro. Sólo cuando le ha conseguido empujar hasta el otro lado de la cámara de presencia se detiene y pregunta:

—Suffolk, ¿de dónde habéis sacado eso?

—Ah, nosotros, los nobles señores, sabemos más de lo que sabéis vos. El rey nos revela sus verdaderas intenciones. Vos creéis conocer todos sus secretos, pero estáis equivocado, Cromwell.

—Ya oísteis lo que él dijo. Lleva dentro un hijo suyo. Estáis loco si pensáis que la va a repudiar ahora.

—Él está loco si piensa que es suyo.

—¿Qué? —Se aparta de Brandon como si la coraza de su pecho estuviese caliente—. Si sabéis algo que afecte al honor de la reina, estáis obligado como súbdito a hablar claramente.

Brandon le aparta el brazo.

—Hablé claramente hace tiempo y mirad a lo que me condujo. Le conté lo de ella y Wyatt, y él me echó a patadas de la corte, me envió de vuelta al este, al campo.

—Si metéis a Wyatt en esto, seré yo el que os corra a patadas hasta China.

La cara del duque está congestionada de ira. ¿Cómo ha llegado a esto? Hace sólo unas semanas Brandon le estaba pidiendo que apadrinase al hijo que ha tenido con su nueva mujercita. Pero ahora el duque gruñe:

—Volved a vuestro ábaco, Cromwell. Vos sólo servís para conseguir dinero, pero por lo que se refiere a los asuntos de las naciones no podéis intervenir, sois hombre de baja condición, sin nobleza, y el propio rey lo dice: no sois adecuado para hablar con príncipes.

La mano de Brandon en su pecho, echándole atrás: el duque se encamina de nuevo hacia el rey. Es Chapuys, congelado en su dignidad y su aflicción, el que introduce un cierto orden, interponiéndose entre el rey y la maciza y agitada masa del duque.

—Me voy, Majestad. Habéis sido, como siempre, un príncipe muy gentil. Si llego a tiempo, como confío hacer, mi señor tendrá el consuelo de recibir noticias de las últimas horas de su tía de mano de su propio enviado.

—No puedo hacer menos —dice Enrique, tranquilizado—. Que Dios nos valga.

—Partiré con las primeras luces —le dice Chapuys; se van, rápidamente, abriéndose paso entre los bailarines y los balanceantes caballos de juguete, pasan entre un tritón y su banco de peces, bordean un castillo que avanzaba retumbante hacia ellos, albañilería pintada sobre engrasadas ruedas.

Fuera en el muelle, Chapuys se vuelve hacia él. Dentro de su mente deben de estar girando también ruedas engrasadas; lo que ha oído sobre la mujer a la que él llama la concubina, estará ya siendo cifrado en despachos. No pueden fingir entre ellos que no lo oyó: cuando Brandon berrea, caen árboles en Alemania. No sería sorprendente que el embajador estuviese graznando de triunfo: no ante la idea de un matrimonio francés, desde luego, sino ante la idea del eclipse de Ana.

Pero Chapuys mantiene la compostura; está muy pálido, muy afectado.

—Cremuel —dice—, tomé nota de los comentarios del duque. Sobre vuestra persona. Sobre vuestra posición —carraspea—. Por si sirve de algo, yo soy también un hombre de orígenes humildes. Aunque quizá no tanto…

Él conoce la historia de Chapuys. Procede de una familia de pequeños letrados, a dos generaciones de distancia del campo.

—Y de nuevo, por si sirve de algo, creo que tenéis aptitudes para negociar. Yo os apoyaría en cualquier reunión de este mundo. Sois un hombre elocuente y docto. Si necesitase un abogado para defender mi vida, os encargaría de mi defensa a vos.

—Me asombráis, Eustache.

—Volvamos a Enrique. Inducidle a que permita que la princesa pueda ver a su madre. Una moribunda, en qué puede perjudicar eso políticamente, qué interés…

Un gemido seco y furioso brota de la garganta del pobre Chapuys. Se recupera al momento. Se quita el sombrero, lo mira fijamente, como si no pudiera acordarse de dónde lo ha sacado.

—Creo que no debería llevar este sombrero —dice—. En realidad es un sombrero de Navidad, ¿no creéis? De todos modos, me repugna desprenderme de él, es tan único.

—Dádmelo a mí. Lo enviaré a vuestra casa y podréis usarlo cuando volváis. —Cuando salgáis del luto, piensa—. Mirad…, no debéis tener muchas esperanzas sobre lo de María.

—Vos, siendo como sois un inglés, que nunca miente ni engaña… —Chapuys suelta una carcajada—. Jesús, María y José.

—El rey no permitirá ninguna reunión que pueda fortalecer el espíritu de desobediencia de María.

—¿Aunque su madre esté en el lecho de muerte?

—Especialmente en ese caso. No queremos juramentos, promesas en el lecho de muerte. ¿Comprendéis?

Habla al capitán de su barca: yo me quedaré aquí y veré qué es lo que pasa con el dragón, si se come al cazador o qué. Llevad al embajador a Londres, debe prepararse para un viaje.

—Pero ¿cómo volveréis vos? —dice Chapuys.

—A rastras, si Brandon consigue lo que quiere. —Pone una mano en el hombro del hombrecito y dice suavemente—: Esto despeja el camino, ¿sabéis? Para una alianza con vuestro señor. Lo que será bueno para Inglaterra y su comercio, y es lo que vos y yo queremos. Catalina se ha interpuesto entre nosotros.

—¿Y qué me decís del matrimonio francés?

—No habrá ningún matrimonio francés. Es un cuento de hadas. Idos. Habrá oscurecido en una hora. Que descanséis bien esta noche.

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