Una reina en el estrado (41 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

—Ahora —dice, volviéndose a los presentes— sería mejor que enviásemos al pobre Mark a la Torre.

El muchacho se ha puesto de rodillas y está suplicando que no vuelvan a llevarle con Navidad.

—Dadle un descanso —le dice a Richard— en una habitación en que no haya fantasmas. Ofrecedle comida. Cuando esté más tranquilo, tomadle una declaración formal, y que esté bien atestiguada antes de que él se vaya de aquí. Si resulta difícil, dejadlo con Christophe y el señor Wriothesley, es un asunto más adecuado para ellos que para vos.

Los Cromwell no se agotan en las tareas serviles; aunque lo hiciesen en tiempos, eso ha quedado ya atrás.

—Si Mark intenta volverse atrás una vez fuera de aquí —dice él—, ya sabrán qué hacer con él en la Torre. Después de que tengáis su confesión segura, y todos los nombres que necesitáis, id a ver al rey a Greenwich. Él os estará esperando. No confiéis el mensaje a nadie. Decídselo vos mismo al oído.

Richard hace ponerse de pie a Mark Smeaton, manejándolo como se podría manejar un títere: y sin más voluntad que la que podría tener una marioneta. Cruza de pronto su pensamiento la imagen del viejo obispo Fisher subiendo con paso vacilante al cadalso, esquelético y terco.

Son ya las nueve de la mañana. El rocío del 1 de mayo se ha esfumado de la hierba. Se cortan en los bosques ramas verdes por toda Inglaterra. Él tiene hambre. Podría comerse un trozo de carne de carnero: con hinojo marino, si hubiesen mandado algo de Kent. Tiene que sentarse para el barbero. No ha perfeccionado el arte de dictar cartas mientras lo afeitan. Tal vez me deje crecer la barba, piensa. Ahorraría tiempo. Sólo que entonces, Hans insistiría en perpetrar contra mí otro retrato.

En Greenwich a esa hora estarán esparciendo arena en el palenque. Christophe dice: «¿Combatirá hoy el rey? ¿Se enfrentará al señor Norris y lo matará?».

No, piensa él, lo dejará para mí. Más allá de los talleres, los almacenes y los muelles, el refugio natural de hombres como él, los pajes estarán poniendo cojines de seda para las damas en las torres que dominan la liza. Lona y cuerda y brea dejan paso a damasco y lino delicado. El aceite y el hedor y el estrépito, el olor del río, dejan paso al perfume de agua de rosas y a los murmullos de las doncellas cuando visten a la reina para el día que empieza. Barren los restos de su pequeño ágape, las migas de pan blanco, las rodajas de conservas dulces. Traen enaguas y túnicas y mangas, y ella elige. La enlazan y atan y refuerzan, la pulen y adornan y tachonan con gemas.

El rey (unos tres años o cuatro atrás y para justificar su primer divorcio), el rey publicó un libro titulado
Un espejo de la verdad
. Dicen que algunas partes de ese libro las escribió él mismo.

Ahora Ana Bolena pide su espejo. Se ve en él: la piel ictérica, el cuello flaco, clavículas como hojas gemelas de cuchillo.

1 de mayo de 1536: éste es sin duda alguna el último día de la caballería. Lo que suceda después (y estas representaciones continuarán) no será ya más que un desfile muerto con estandartes, un enfrentamiento de cadáveres. El rey dejará el campo. El día acabará, roto, quebrado como una tibia, escupido como un diente destrozado. George Bolena, hermano de la reina, entrará en el pabellón de seda para desarmarse, dejando a un lado señales y recuerdos, los trozos de cinta que las damas le han dado para que los lleve. Cuando se quite el casco se lo pasará al escudero, y verá el mundo con ojos nebulosos, halcones emblasonados, leopardos yacentes, garras, zarpas, dientes: sentirá bambolearse la cabeza sobre los hombros, blanda como gelatina.

Whitehall: esa noche, sabiendo que Norris está bajo custodia, él va a ver al rey. Unas palabras sobre la marcha con Rafe en una habitación exterior:

—¿Cómo está él?

—Bueno —dice Rafe—, uno esperaría que estuviese furioso como Edgar el Apacible, buscando por ahí alguien a quien ensartar con una jabalina. —Intercambian una sonrisa, recordando la mesa de la cena en Wolf Hall—. Pero está tranquilo. Sorprendentemente tranquilo. Como si lo supiese, desde hace mucho. En el fondo de su corazón. Y está solo, por deseo expreso.

Solo: pero ¿quién iba a estar con él? Inútil esperar que el gentil Norris se le acercase cuchicheando. Norris era el encargado de la bolsa privada del rey; ahora uno imagina el dinero del rey desperdigado y rodando carretera abajo. Las cuerdas de las arpas de los ángeles están cortadas y la discordancia es general; los cordones de la bolsa están cortados, y las cintas de seda de las ropas rotas, para que la carne se derrame.

Cuando se para en el umbral, Enrique vuelve la vista: «Crumb —dice pesadamente—. Venid y sentaos». Rechaza con un gesto las atenciones del sirviente que revolotea junto a la puerta. Tiene vino y se lo sirve él mismo. «Vuestro sobrino os habrá dicho lo que pasó en la liza». Luego dice suavemente: «Es un buen muchacho, Richard, ¿verdad que sí?». La mirada es distante, como si le gustase desviarse del tema. «Yo estaba hoy entre los espectadores, no participé en nada. Ella, por supuesto, estaba como siempre: tranquila entre sus mujeres, la expresión muy altiva, pero luego sonreía y se paró a conversar con un gentilhombre y otro». Ríe entre dientes, un sonido plano de incrédulo. «Oh, sí, ella ha tenido un ratito de charla».

Luego se inició la contienda, los heraldos convocaron a cada uno de los jinetes. Henry Norris tuvo mala suerte. Su caballo, espantado por algo, se detuvo y echó hacia atrás las orejas, bailoteó e intentó descabalgar a su jinete. (El caballo puede fallar. Los ayudantes pueden fallar. Los nervios pueden fallar.) El rey envió un mensaje a Norris, aconsejándole que se retirara; se enviaría otro caballo en sustitución, uno del propio círculo de caballos de combate del rey, aún adornados y ornamentados por si éste tuviese el súbito deseo de salir al campo.

—Era una cortesía normal —explica Enrique; y se mueve en la silla, como alguien a quien se ha pedido que se justifique. Él asiente: por supuesto, señor. No está seguro de si Norris se reincorporó en realidad a la lid.

Fue a media tarde cuando Richard Cromwell se abrió paso entre la multitud hasta la galería y se arrodilló ante el rey; y, obtenida licencia, se acercó para susurrar en su oído.

—Explicó que el músico Mark había sido detenido —dice el rey—. Lo había confesado todo, dijo vuestro sobrino. ¿Qué, confesado libremente?, le pregunté. Vuestro sobrino dijo: no se hizo nada contra Mark. No se tocó ni un cabello de su cabeza.

Él piensa: pero tendré que quemar las alas de pavo real.

—Y entonces… —dice el rey. Se detiene, como hizo el caballo de Norris: y se queda callado.

No continuará. Pero él, Cromwell, ya sabe lo que ocurrió. Al oír el mensaje de Richard, el rey abandonó su puesto. Los sirvientes se arremolinaron en torno a él. Llamó a un paje: «Localizad a Henry Norris y decidle que me voy a Whitehall ahora. Quiero su compañía».

No dio ninguna explicación. No se demoró. No habló con la reina. Cubrió las millas de vuelta a caballo, Norris a su lado: Norris desconcertado, Norris atónito, Norris casi escurriéndose de la silla de miedo.

—Le planteé el asunto —dice Enrique—. La confesión de Mark. No decía nada, sólo que era inocente. —De nuevo aquella risilla plana, burlona—. Pero más tarde lo interrogó el señor tesorero. Y Norris lo admite, dice que la ama. Pero cuando Fitz le dijo que era un adúltero, que deseaba mi muerte para poder casarse con ella, él dijo no, no y no. Vos lo interrogaréis, Cromwell, pero cuando lo hagáis decidle de nuevo lo que yo le dije cuando cabalgábamos. Puede haber clemencia. Puede haber clemencia, si confiesa y nombra a los demás.

—Tenemos los nombres de Mark Smeaton.

—Yo no confiaría en él —dice Enrique despectivamente—. No pondría en manos de un simple violinista las vidas de hombres a los que he llamado amigos. Espero alguna corroboración de su historia. Veremos lo que dice la dama cuando se le pregunte.

—Las confesiones de ellos serán suficientes, señor, seguro. Ya sabéis de quién se sospecha. Dejadme ponerles a todos bajo custodia.

Pero el pensamiento de Enrique se ha desviado.

—Cromwell, ¿qué significa cuando una mujer da vueltas y vueltas en la cama? ¿Y se ofrece de una forma y de otra? ¿Qué tiene en la cabeza para hacer algo así?

Sólo hay una respuesta. La experiencia, señor. De los deseos de los hombres y de los suyos propios. No hace falta decirlo.

—Una forma es apta para la procreación de hijos —dice Enrique—. El hombre yace sobre ella. La Santa Iglesia lo sanciona, los días permitidos. Algunos eclesiásticos dicen que, aunque sea una cosa lamentable que un hermano copule con una hermana, es más lamentable aún que una mujer se coloque a horcajadas sobre un hombre, o que un hombre cubra a una mujer como si fuese una perra. Por estas prácticas, y otras que no nombraré, fue destruida Sodoma. Temo que cualquier cristiana o cristiano esclavizado por tales vicios debe ser juzgado: ¿qué pensáis vos? ¿Dónde adquiriría una mujer, no criada en un prostíbulo, conocimiento de esas cosas?

—Las mujeres hablan entre ellas —dice él—. Lo mismo que hacen los hombres.

—Pero ¿una matrona seria y piadosa, cuyo único deber es conseguir un hijo?

—Supongo que ella podría querer atraer el interés de su buen marido, señor. Para que no se aventurase a ir al París Garden o algún otro lugar de mala reputación. Si, digamos, llevaban mucho casados.

—Pero ¿tres años? ¿Es tanto eso?

—No, señor.

—No son siquiera tres.

Por un momento el rey ha olvidado que no estamos hablando de él, sino de algún inglés teórico temeroso de Dios, algún guardabosques o algún labrador.

—¿De dónde sacaría la idea? —insiste—. ¿Cómo sabría qué le gustaría al hombre?

Él se calla la respuesta obvia: tal vez ella habló con su hermana, que estuvo primero en el lecho de él. Porque ahora el rey se ha ido de Whitehall y ha vuelto al campo, al tosco campesino de manos callosas y su esposa de cofia y delantal: el hombre que se santigua y pide permiso al papa antes de apagar la luz y montar sombríamente a su esposa, ella con las rodillas apuntando a las vigas del techo y él moviendo el trasero. Después, esta pareja piadosa se arrodilla al pie de la cama: se unen los dos en oración.

Pero un día, cuando el labrador anda por ahí haciendo su trabajo, el pequeño aprendiz de leñador se cuela en su casa y saca su instrumento: mira, Joan, dice, mira, Jenny, dóblate sobre la mesa y déjame que te enseñe una lección que tu madre nunca te enseñó. Y entonces ella tiembla; y él la enseña; y cuando el honrado labrador llega a casa y la monta esa noche, ella piensa a cada empujón y gruñido en una forma más nueva de hacer las cosas, una forma más dulce, una forma más sucia, una forma que hace que se le abran mucho los ojos de sorpresa y se le escape de la boca el nombre de otro hombre. Dulce Robin, dice. Dulce Adam. Y cuando su marido cae en la cuenta de que él se llama Enrique, ¿no le hace eso rascarse la cabezota?

Está oscuro ya al otro lado de las ventanas del rey; su reino se está enfriando, su consejero también. Necesitan luces y un fuego. Él abre la puerta e inmediatamente la habitación se llena de gente: alrededor de la persona del rey, corren y revolotean los criados como golondrinas tempranas al oscurecer. Enrique apenas advierte su presencia. Dice: «Cromwell, ¿podéis creer que los rumores no llegaron hasta mí? ¿Cuando no había cervecera que no los conociese? Soy un hombre sencillo, sabéis. Ana me contó que estaba intacta y decidí creerla. Me mintió durante siete años diciéndome que era una doncella pura y casta. Si fue capaz de mantener ese engaño, ¿qué más podría ser capaz de hacer? Podéis detenerla mañana. Y a su hermano. Algunos de esos actos que se le atribuyen no son adecuados para discutirlos entre personas decentes, pues podría inducírselas con el ejemplo a pecados que, de otro modo, no habrían imaginado siquiera que existiesen. Os pido a vos y a todos mis consejeros que seáis reservados y discretos.

—Es fácil —dice él— dejarse engañar sobre la historia de una mujer.

¿Y si Joan, y si Jenny, tuvieron otra vida antes de su vida en la casa del labrador? Pensabas que había crecido en un claro del otro lado del bosque. Y de pronto te enteras, por fuentes fidedignas, que se hizo mujer en una ciudad portuaria y que bailaba desnuda en una mesa para los marineros.

¿Se daba cuenta Ana, se pregunta él más tarde, de lo que estaba pasando? Lo lógico sería pensar que en Greenwich ella hubiese estado rezando, escribiendo cartas a sus amistades. En vez de eso, si los informes son ciertos, ha estado recorriendo a ciegas toda su última mañana, haciendo lo que siempre suele hacer: ir hasta las pistas de tenis, donde apostó por el resultado de los partidos. Al final de la mañana llegó un mensajero a pedirle que se presentara ante el consejo del rey, convocado en ausencia de Su Majestad: en ausencia, también, del señor secretario; está ocupado en otro lugar. Los consejeros le dijeron que sería acusada de adulterio con Henry Norris y Mark Smeaton: y con cierto gentilhombre más, por el momento no nombrado. Debía ir a la Torre, para permanecer allí hasta que se iniciase el proceso contra ella. Su actitud, le contó Fitzwilliam más tarde, era incrédula y altiva. No podéis someter a juicio a una reina, dijo. ¿Quién es competente para juzgarla? Pero luego, cuando se le dijo que Mark y Henry Norris habían confesado, rompió a llorar.

Desde la cámara del consejo del rey fue escoltada hasta sus habitaciones, para cenar. A las dos, él se dirige allí, con el Lord Canciller Audle y Fitzwilliam a su lado. El rostro afable del señor tesorero está crispado de tensión.

—No fue agradable esta mañana, en el consejo, decirle de golpe que Harry Norris había confesado. Él me confesó que la amaba. No confesó ningún acto.

—¿Qué hicisteis entonces, Fitz? —pregunta él—. ¿Le explicasteis claramente las cosas?

—No —dijo Audley—. Se puso nervioso y miró a la media distancia. ¿No hicisteis eso, señor tesorero?

—¡Cromwell! —Es Norfolk, que se abre paso rugiendo y bamboleándose entre la multitud de cortesanos dirigiéndose hacia él—. ¡Bueno, Cromwell! Me he enterado de que el cantor ha cantado siguiendo vuestra melodía. ¿Qué le hicisteis? Ojalá hubiese estado yo allí. Esto proporcionará una linda balada a los impresores. Enrique tocando el laúd, mientras los dedos del músico tocaban el coñito de su mujer.

—Si os llega noticia de algún impresor que haga eso —dice él—, decídmelo y le cerraré el taller.

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