Una reina en el estrado (37 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

—¿Y qué dijo la reina?

—Oh, le regañó. Dijo: no debéis hablar así, porque vendrá mi hermano George y os dará de patadas también, por el honor de la reina de Inglaterra. Y se reía. Pero entonces Harry Norris se peleó conmigo, por causa de Weston. Y Weston se peleó con él, por causa de la reina. Y los dos se pelearon con William Brereton.

—¿Brereton? ¿Qué tenía que ver él con el asunto?

—Bueno, él entró por casualidad. —Frunce el ceño—. Creo que fue entonces. O fue en alguna otra ocasión cuando sucedió eso de que entró… La reina dijo: bueno, aquí está el hombre que yo necesito, Will es alguien que lanza su flecha recta. Pero ella estaba atormentándolos a todos. No hay quien la entienda. Está leyendo el Evangelio del señor Tyndale y al momento siguiente… —Se encoge de hombros—. Abre los labios y asoma por ellos la cola del diablo.

Luego, según el relato de Shelton, pasa un año. Harry Norris y la señora Shelton hablan de nuevo, y pronto se reconcilian, y Harry vuelve a meterse en su cama. Y todo es como antes. Hasta hoy: 29 de abril.

—Esta mañana empezó el asunto con Mark —dice Mary Shelton—. Ya sabéis que anda por allí revoloteando… Siempre está a la entrada de la cámara de presencia de la reina. Y cuando ella sale y pasa junto a él, no le habla pero se ríe y le tira de la manga o le da en el codo, y una vez le arrancó la pluma de la gorra.

—Nunca oí calificar eso de juego amoroso —dice él—. ¿Se trata de algo que hacen en Francia?

—Y esta mañana ella dijo: oh, mira este perrillo, y le revolvió el pelo y le tiró de las orejas. Y al muy idiota le brillaron los ojos de satisfacción. Luego ella le dijo: por qué estás tan triste, Mark, tu tarea no es estar triste, estás aquí para divertirnos. Y él hizo ademán de arrodillarse, diciendo:
madame
…, y ella le cortó, le dijo: oh, por amor de la dulce María, manteneos sobre vuestros dos pies, os favorezco por el simple hecho de prestaros atención, ¿esperáis, creéis que debería hablar con vos como si fueseis un gentilhombre? No puedo, Mark, porque sois una persona inferior. Él dijo: no, no,
madame
, no espero una palabra, a mí me basta con una mirada. Así que ella esperó. Porque pensaba que él ensalzaría el poder de su mirada. Diría que sus ojos eran piedras imanes, y cosas así. Pero él no lo hizo, él sólo se echó a llorar y dijo adiós, y se fue. Le dio la espalda sin más. Y ella se rió. Y luego entramos en su cámara.

—Tomaos el tiempo necesario —dice él.

—Ana dijo: ¿se cree que soy algún artículo del París Garden? Es decir, ya sabéis…

—Sé lo que es el París Garden.

Ella se ruboriza.

—Por supuesto que lo sabéis. Y lady Rochford dijo: estaría bien arrojar a Mark desde una gran altura, como a vuestro perro
Purkoy
. Entonces la reina se echó a llorar. Luego le pegó a lady Rochford. Y lady Rochford dijo: haced eso otra vez y os responderé a bofetadas, porque vos no sois ninguna reina sino la hija de un simple caballero, el señor secretario Cromwell sabe muy bien lo que sois y vuestro tiempo se acaba,
madame
.

—Lady Rochford está anticipándose —dice él.

—Entonces entró Harry Norris.

—Ya estaba preguntándome dónde estaría.

—Y dijo: ¿qué conmoción es ésta? Ana dijo: hacedme un favor, llevaos a la mujer de mi hermano y ahogadla para que pueda tener una nueva, que pueda hacerle algún bien. Y Harry Norris se quedó asombrado. Ana le dijo: ¿no jurasteis que haríais cualquier cosa que yo quisiera? ¿Que iríais andando descalzo a China por mí? Y Harry dijo: ya sabéis que es bromista, dijo, yo creo que fue ir descalzo a Walsingham lo que ofrecí. Sí, dijo ella, a arrepentiros de vuestros pecados allí, porque andáis a la espera de los despojos de los muertos, y si algo malo le pasase al rey, esperaríais poder tenerme a mí.

Él quiere anotar lo que está diciendo Shelton, pero no se atreve a moverse por si ella deja de decirlo.

—Entonces la reina se volvió a mí y dijo: señora Shelton, ¿os dais cuenta ya de por qué él no se casa con vos? Está enamorado de mí. Eso proclama, y hace mucho que lo hace. Pero no lo demostrará, metiendo a lady Rochford en un saco y llevándola a la orilla del río, algo que yo tanto deseo. Entonces lady Rochford se marchó corriendo.

—Creo que entiendo por qué.

Mary alza la vista.

—Sé que os estáis riendo de nosotras. Pero fue horrible. Para mí lo fue. Porque yo pensaba que era una broma entre ellos el que Harry Norris la amaba, y entonces vi que no lo era. Juro que él se puso pálido y le dijo a Ana: ¿difundiréis todos vuestros secretos o sólo algunos? Y se fue y ni siquiera le hizo una inclinación, y ella corrió detrás. Y no sé lo que dijo, porque estábamos todas paralizadas como estatuas.

Difundir sus secretos. Todos o sólo algunos.

—¿Quién oyó eso?

Ella mueve la cabeza.

—Quizá una docena de personas. No tenían más remedio que oírlo.

Y parece que luego la reina se puso frenética.

—Nos miraba, agrupadas alrededor de ella, y quería que volviese Norris, dijo que había que ir a buscar un sacerdote, dijo que Harry debía jurar que sabía que ella era casta, una buena esposa fiel. Dijo que él debía retirar todo lo que había dicho, y que ella lo retiraría también, y que pondrían las manos en la Biblia de su cámara, y entonces todo el mundo sabría que había sido charla ociosa. Está aterrada pensando que lady Rochford irá al rey.

—Sé que a Jane Rochford le gusta llevar malas noticias. Pero no tan malas como ésas.

No a un marido. Que su querido amigo y su esposa han hablado de su muerte, con vistas a cómo se consolarán ellos después.

Es traición. Posiblemente. Prever la muerte del rey. La ley lo reconoce: qué breve el paso, de soñar a desear hacer. Lo llamamos «imaginar» su muerte: el pensamiento es padre del hecho, y el hecho nace crudo, feo, prematuro. Mary Shelton no sabe lo que ha presenciado. Piensa que es una pelea de enamorados. Cree que es un incidente en su propia larga carrera de amores y de desdichas de amor.

—Yo dudo —dice lentamente— que Harry Norris vaya a casarse ya conmigo, o incluso a molestarse en fingir que se casará conmigo. Si me hubieseis preguntado la semana pasada si le había dado pie la reina, yo os habría dicho no, pero cuando los miro ahora, está claro que esas palabras han pasado entre ellos, esas miradas y ¿cómo puedo saber yo qué hechos? Yo creo…, no sé qué pensar.

—Ya me casaré yo con vos, Mary —dice él.

Ella se ríe, sin poder evitarlo.

—Señor secretario, no lo haréis, vos siempre estáis diciendo que os casaréis con esta dama y con aquélla, pero ya sabemos que os consideráis un gran premio.

—Bueno. Así que otra vez al París Garden. —Se encoge de hombros, sonríe; pero siente la necesidad de ser enérgico con ella, de acelerar—. Oídme bien, ahora debéis ser discreta y guardar silencio. Y lo que debéis hacer, vos y las otras damas, es procurar protegeros.

Mary se debate.

—Las cosas podrían no ir tan mal, ¿verdad? Si el rey se entera, sabrá cómo tomarlo, ¿no? Supondrá que todo son palabras dichas a la ligera. Sin importancia. Es todo conjetura, tal vez yo haya hablado precipitadamente, una no puede saber si ha pasado algo entre ellos, yo no podría jurarlo.

Él piensa: pero lo juraréis; más tarde lo haréis.

—Porque, claro, Ana es mi prima —se le quiebra la voz—. Lo ha hecho todo por mí…

Hasta empujaros al lecho del rey, piensa él, cuando ella estaba embarazada: para mantener a Enrique en la familia.

—¿Qué le pasará a ella? —La mirada de Mary es solemne—. ¿La dejará él? Se habla de eso pero Ana no lo cree.

—Debe ampliar un poco su credulidad.

—Ella dice: puedo recuperarle siempre, yo sé cómo. Y ya sabéis que siempre lo ha conseguido. Pero haya sucedido lo que haya sucedido con Harry Norris, yo no continuaré con ella, porque sé que me lo quitará y sin ningún escrúpulo, si es que no lo ha hecho ya. Y las damas nobles no pueden relacionarse de ese modo. Y lady Rochford no puede seguir. Y Jane Seymour está retirada, por…, bueno, no diré por qué. Y lady Worcester debe irse a casa por el parto este verano.

Él ve que los ojos de la joven se mueven, calculando, contando. Para ella se plantea un problema: el problema de figurar en la cámara privada de Ana.

—Pero yo supongo que Inglaterra tiene damas suficientes —dice—. Estaría bien que ella empezase de nuevo. Sí, un nuevo comienzo. Lady Lisle, en Calais, quiere enviar a sus hijas. Me refiero a las hijas de su primer marido. Son preciosas y creo que lo harán muy bien en cuanto aprendan.

Es como si Ana Bolena les hubiese sumido en un trance, tanto a los hombres como a las mujeres, de tal modo que no pueden ver lo que está pasando a su alrededor y no pueden captar lo que significan sus propias palabras. Han vivido en la estupidez durante un periodo muy largo.

—Así que escribidle a Honor Lisle —dice Mary, con absoluta seguridad—. Estará en deuda con vos siempre si consigue que sus hijas entren en la corte.

—¿Y vos? ¿Qué haréis?

—Ya lo pensaré —dice ella. Nunca se queda abatida mucho tiempo. Por eso gusta a los hombres. Habrá otras veces, otros hombres, otras maneras. Se pone de pie bruscamente. Le planta un beso en la mejilla.

Es un anochecer de sábado.

Domingo: «Ojalá hubieseis estado aquí esta mañana —dice con satisfacción lady Rochford—. Fue algo digno de verse. El rey y Ana juntos en el ventanal, de modo que todos los que estaban abajo, en el patio, podían verles. El rey ha sabido de la pelea que ella tuvo ayer con Norris. En fin, toda Inglaterra se ha enterado. Era evidente que el rey estaba fuera de sí, tenía la cara roja. Ella estaba inmóvil con las manos cruzadas sobre el pecho… —se lo muestra, con sus propias manos—. Bueno, como la reina Ester, en el gran tapiz del rey…».

Él puede imaginarlo fácilmente, aquella escena de rica textura, cortesanos tejidos agrupados alrededor de su angustiada reina. Una doncella, que parece despreocupada, porta un laúd, tal vez va camino de las habitaciones de Ester; otros murmuran a un lado, las caras lisas de las mujeres alzadas, las cabezas de los hombres inclinadas. Entre esos cortesanos con sus joyas y sus complicados sombreros él ha buscado en vano su propio rostro. Puede que esté en algún otro lugar, conspirando: una madeja rota, un cabo suelto, un nudo de hilos obstinado.

—Cómo Ester —dice—. Sí.

—Ana debía de haber enviado a por la princesita —dice lady Rochford— porque no tardó en llegar una niñera con ella, y Ana se la quita y la coge en brazos, como diciendo: «Marido, ¿cómo podéis dudar de que es vuestra hija?».

—Estáis suponiendo que ésa fue la pregunta que él le hizo. No podíais oír lo que se decía —habla con voz fría; él mismo se sorprende al oírse de su frialdad.

—Desde donde yo estaba, no. Pero dudo que presagiase nada bueno para ella.

—¿No acudisteis a su lado para consolarla, siendo como es vuestra señora?

—No. Fui a buscaros a vos. —Se contiene, el tono se hace súbitamente sobrio—. Nosotras, las mujeres que la servimos, queremos hablar y salvarnos. Tenemos miedo a que ella no sea sincera y que luego se nos eche la culpa por ocultarlo.

—En el verano —dice él—, no el verano pasado sino el anterior, me dijisteis que creíais que la reina estaba desesperada por conseguir un hijo, y tenía miedo de que el rey no pudiese darle uno. Dijisteis que no era capaz de satisfacer a la reina. ¿Lo repetiréis ahora?

—Me sorprende que no tengáis una nota de nuestra charla.

—Una charla larga y, por lo que se refiere a vos, mi señora, más llena de insinuaciones que de hechos. Quiero saber qué es lo que diríais, si se os hiciese declarar bajo juramento ante un tribunal.

—¿Quién va a ser juzgado?

—Eso es lo que estoy intentando determinar. Con vuestra amable ayuda.

Oye cómo salen esas frases de él. Con su amable ayuda. No os ofendáis. Con todo respeto a Su Majestad.

—Ya sabéis lo que ha pasado con Norris y Weston —dice ella—. Cómo han proclamado su amor por ella. No son los únicos.

—¿No lo tomáis como sólo una forma de cortesía?

—Nadie anda serpenteando por ahí en la oscuridad por cortesía. Yendo y viniendo en barcas. Deslizándose por las puertas a la luz de una antorcha. Sobornando a los porteros. Eso lleva sucediendo desde hace dos años e incluso más. Tendríais que ser listo para atrapar a alguno de ellos. —Hace una pausa para asegurarse de que cuenta con la atención de él—. Digamos que la corte está en Greenwich. Ves a cierto gentilhombre, uno que sirve al rey. Y supones que ha terminado su servicio y te imaginas que está en el campo; pero luego estás haciendo sus tareas con la reina y lo ves escurriéndose por una esquina. Piensas: ¿qué haces tú aquí? ¿Eres tú, Norris? He pensado muchas veces que uno de ellos está en Westminster y luego le veo de pronto en Richmond. O se supone que está en Greenwich y aparece en Hampton Court.

—Si intercambian entre ellos sus deberes, no tiene importancia.

—Pero yo no me refiero a eso. No son los tiempos, señor secretario. Son los lugares. Es la galería de la reina, es su antecámara, es su umbral, y a veces la escalera del jardín, o una puertecita que se deja sin cerrar por un descuido.

Se inclina hacia delante y roza con las yemas de los dedos la mano de él, que reposa sobre los papeles.

—Yo me refiero a que vienen y van de noche. Y si alguien pregunta por qué tienen que estar allí, dicen que llevan un mensaje privado del rey, que no pueden decir para quién.

Él asiente. La cámara privada lleva mensajes no escritos, es una de sus tareas. Van y vienen entre el rey y sus pares, a veces entre el rey y embajadores extranjeros, y sin duda entre el rey y su esposa. No toleran que se los interrogue. No se les puede obligar a rendir cuentas.

Lady Rochford se echa hacia atrás en su asiento. Dice suavemente:

—Antes de que estuviesen casados, ella solía practicar con Enrique a la manera francesa. Ya sabéis lo que quiero decir.

—No tengo ni idea de lo que queréis decir. ¿Habéis estado vos alguna vez en Francia?

—No. Creí que vos habíais estado.

—Como soldado. Entre los militares, el
ars amatoria
no es refinada.

Ella considera esto. Se desliza en su voz cierta dureza.

—Deseáis avergonzarme para que no diga lo que debo decir, pero no soy ninguna muchachita virgen, no veo razón alguna para no hablar. Ella indujo a Enrique a poner su semilla de una forma distinta a como debería. Así que ahora él la reprende a gritos, por haber sido la causa de que hiciese eso.

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