Él abre la boca y grita. ¿Qué es lo que se proponen dejando al rey allí tendido, sin que le toque una mano cristiana, como si estuviese ya excomulgado? Si fuese cualquier otro hombre caído habrían estado intentando seducir sus sentidos con pétalos de rosa y mirra. Estarían tirándole del pelo y de las orejas, quemando papel bajo sus narices, abriendo la mandíbula para verter en su boca agua bendita, tocando un cuerno al lado de su cabeza. Todo eso debería hacerse y…, alza la vista y ve a Thomas Howard, el duque de Norfolk, corriendo hacia él como un demonio. Tío Norfolk: tío de la reina, primer noble del reino. «¡Santo Dios, Cromwell!», ruge. Y está claro lo que significa. Santo Dios, ahora sí que te tengo; Santo Dios, tus presuntuosas agallas van a ser arrancadas, Santo Dios, antes de que termine este día tu cabeza estará clavada en una estaca.
Quizá. Pero en el segundo siguiente, él, Cromwell, parece ensancharse y llenar todo el espacio que rodea al caído. Se ve a sí mismo, como si estuviese observando desde arriba desde la lona de la tienda: su contorno se expande, incluso su estatura. De modo que ocupa más terreno. De modo que ocupa más espacio, respira más aire, está más sólidamente asentado cuando Norfolk choca con él violentamente, y se estremece, tiembla. Mientras que él es una fortaleza asentada en la roca, sereno, y Thomas Howard simplemente rebota de sus murallas, con un respingo, sobresaltado, balbuciendo Dios sabe qué sobre Dios sabe quién. «¡MI SEÑOR NORFOLK! —le grita—. Mi señor Norfolk, ¿dónde está la reina?»
Norfolk jadea y resuella:
—En el suelo. Se lo conté. Yo mismo. Era yo quien tenía que hacerlo. Me correspondía, soy su tío. Cayó en un desmayo. Al suelo. Una enana intentó levantarla. La eché a patadas. ¡Dios Todopoderoso!
¿Quién gobierna ahora, para el hijo nonato de Ana? Cuando Enrique propuso ir a Francia, dijo que dejaría a Ana como regente, pero eso fue hace más de un año, y además nunca llegó a ir, así que no sabemos si lo habría hecho; Ana le había dicho a él: Cremuel, si soy regente yo, tened cuidado, si no tengo vuestra obediencia tendré vuestra cabeza. Ana como regente habría dado buena cuenta enseguida de Catalina, de María: Catalina está ya fuera de su alcance, pero María sigue ahí para el asesinato. Tío Norfolk, que se había arrodillado junto al cadáver para una oración rápida, se ha levantado de nuevo torpemente:
—No, no, no —dice—. Ninguna mujer con una barriga puede reinar. Ana no puede. Yo, yo, yo.
Gregory está abriéndose paso entre la multitud. Ha tenido el buen sentido de traer a Fitzwilliam, tesorero del rey.
—La princesa María —le dice él a Fitz—. Debo llegar hasta ella. Tengo que hacerlo. O el reino está perdido.
Fitzwilliam es uno de los viejos amigos de Enrique, un hombre de su misma edad: demasiado capaz por carácter, gracias a Dios, para aterrarse y farfullar.
—La custodian los Bolenas —dice Fitz—. No sé si la entregarán.
Sí, y qué necio fui, piensa, no introduciéndome entre ellos y sobornándolos, y repartiendo dádivas por adelantado previendo una situación como ésta; dije que enviaría mi anillo para la liberación de Catalina, pero para la princesa no hice ningún acuerdo similar. Si dejo seguir a María en manos de los Bolena, está muerta. Si la dejo caer en manos de los papistas, la harán reina, y el muerto seré yo. Habrá guerra civil.
Los cortesanos afluyen ahora en masa a la tienda, todos inventando cómo murió Enrique, exclamándose todos, negando, lamentándose; el ruido crece, y él ase por el brazo a Fitz: «Si esta noticia llega al campo antes que nosotros, nunca veremos viva a María». Sus guardianes no la ahorcarán de la escalera, no la apuñalarán, pero se asegurarán de que tenga un accidente, de que se parta el cuello en el camino. Luego, si el nonato de Ana es una niña, Elizabeth será reina, porque no tenemos ninguna más.
Fitzwilliam dice: «Esperad un momento, dejadme pensar. ¿Dónde está Richmond?». El bastardo del rey, dieciséis años. Hay que tenerle en cuenta, hay que protegerle. Richmond es yerno de Norfolk. Así que Norfolk debe saber dónde está, Norfolk es el que se encuentra en mejor posición para apoderarse de él, tratar con él, encerrarle o dejarle suelto; pero él, Cromwell, no teme a un muchacho bastardo, y además, el joven le favorece, le ha tratado siempre con una delicadeza exquisita.
Norfolk anda zumbando ahora de un sitio para otro, una avispa enloquecida, y como si fuese realmente una avispa los presentes lo eluden, se apartan, vuelven después. El duque se encamina zumbando hacia él; él, Cromwell, le aparta de un empujón. Mira a Enrique. Cree haber visto, pero podría ser una fantasía, un temblor en un párpado. Es suficiente. Se planta sobre Enrique, como una figura en una tumba: un guardián ancho, mudo, feo. Espera: luego ve de nuevo aquel temblor, cree verlo. Y le da un vuelco el corazón. Posa una mano en el pecho del rey, apretando, como un mercader al cerrar un trato. Dice con calma: «El rey respira».
Hay un clamor impío. Es algo entre gemido y vitoreo y chillido de pánico, un grito a Dios, una réplica del diablo.
Debajo de la chaqueta, dentro del forro de crin, una fibrilación, un temblor de vida: su mano plana y pesada sobre el pecho regio, tiene la sensación de estar resucitando a Lázaro. Es como si su palma, magnetizada, estuviese infundiendo de nuevo vida a su príncipe. La respiración del rey, aunque superficial, parece firme. Él, Cromwell, ha visto el futuro; ha visto a Inglaterra sin Enrique; reza en voz alta. «¡Viva el rey!»
—Traed a los cirujanos —dice—. Traed a Butts. Traed a cualquier hombre con habilidad. Si muere de nuevo, no se les culpará. Doy mi palabra. Que venga Richard Cromwell, mi sobrino. Traed un taburete para mi señor Norfolk, ha sufrido una conmoción.
Siente la tentación de añadir; echadle un cubo de agua por encima al gentil Norris, cuyas oraciones, ha tenido tiempo para darse cuenta, son de un marcado carácter papista.
La tienda está ahora tan llena que parece que haya sido cogida por sus anclajes para instalarla sobre las cabezas de los hombres. Mira por última vez a Enrique antes de que su forma inmóvil desaparezca bajo los cuidados de doctores y sacerdotes. Oye una larga náusea jadeante; pero eso también lo ha oído en los cadáveres.
—Respira —grita Norfolk—. ¡Dejad respirar al rey!
Y, como obedeciendo, el caído inicia una inspiración profunda, absorbente, rechinante. Y luego jura. Y luego intenta incorporarse.
Y asunto concluido.
Pero no enteramente: no hasta que haya estudiado las expresiones de los Bolena que están allí. Parecen entumecidos, aturdidos. Tienen las caras ateridas por el frío penetrante. Su gran hora ha pasado, antes de que en realidad llegase. ¿Cómo se han juntado todos aquí tan rápido? ¿De dónde han salido?, le pregunta a Fitz. Sólo entonces repara en que está oscureciendo. Lo que nos parecieron diez minutos han sido dos horas: dos horas desde que Rafe apareció en la puerta y él dejó caer la pluma sobre la página.
—Por supuesto —le dice a Fitzwilliam— nunca sucedió. O, si sucedió, fue un incidente sin importancia.
Para Chapuys y los demás embajadores, se atendrá a su versión original: el rey cayó, se dio un golpe en la cabeza y estuvo inconsciente diez minutos. No, en ningún momento pensamos que estuviese muerto. Al cabo de diez minutos se levantó. Y ahora está perfectamente bien.
—Por mi forma de contarlo —le dice a Fitzwilliam—, pensaríais que el golpe en la cabeza le había mejorado. Que en realidad quiso dárselo. Que todos los monarcas necesitan un golpe en la cabeza, de vez en cuando.
A Fitzwilliam le divierte eso.
—Los pensamientos de un hombre en un momento así difícilmente soportan el análisis. Recuerdo que pensé: «¿No deberíamos mandar a por el Lord Canciller?». Pero no sé qué pensaba yo que iba a hacer él.
—Lo que pensé yo —confiesa él— fue que alguien debía ir a buscar al arzobispo de Canterbury. Creo que pensé que no podía morir un rey sin su supervisión. Imaginaos intentando traer a Cranmer a través del Támesis. Nos haría unirnos primero a él en una lectura del Evangelio.
¿Qué dice el Libro Negro? Nada al respecto. Nadie ha elaborado un plan para un rey que se desploma entre un instante y el siguiente, que un segundo está firme y seguro en el caballo y cabalga a galope tendido, y al segundo siguiente está aplastado en el suelo. Nadie se atreve. Nadie osa pensar en eso. Cuando el protocolo falla, es guerra a cuchilladas. Recuerda a Fitzwilliam a su lado; Gregory entre la multitud; Rafe junto a él y luego Richard, su sobrino. ¿Fue Richard quien ayudó a incorporarse al rey cuando intentaba sentarse, y los médicos gritaban: «¡No, no, echadle!»? Enrique había juntado las manos sobre el pecho, como para apretarse el corazón. Había intentado levantarse, había emitido sonidos articulados, que parecían palabras pero no lo eran, como si el Espíritu Santo hubiese descendido sobre él y estuviese hablando lenguas. Él había pensado, traspasado por el pánico: ¿y si nunca recupera el juicio? ¿Qué dice el Libro Negro si un rey se vuelve simple? Fuera recuerda el bramido del caballo caído de Enrique, luchando por levantarse; pero seguro que no pudo ser eso lo que oyó, seguro que lo habían sacrificado…
Luego estaba bramando el propio Enrique. Esa noche, el rey rasga las vendas que tiene en la cabeza. La contusión, la inflamación, son el veredicto de Dios de aquel día. Está decidido a mostrarse así ante la corte, a contrarrestar cualquier rumor de que esté muerto o destrozado. Ana se acerca a él, sostenida por su padre, monseñor. El conde la sostiene de verdad, no es que finja hacerlo. Parece pálida y frágil; ahora se hace notoria su preñez. «Mi señor —dice—, rezo, y toda Inglaterra reza, por que no justéis nunca más».
Enrique le hace señas de que se aproxime. Sigue haciéndoselas hasta que su rostro está cerca del suyo. Con voz baja y vehemente dice: «¿Y por qué no me capáis también? Eso os gustaría, ¿verdad que sí,
madame
?».
Hay una consternación manifiesta en los rostros. Los Bolena tienen el buen sentido de apartar a Ana de él, de apartarla y de llevársela, la señora Shelton y Jane Rochford aletean y se exclaman, todo el clan Howard, Bolena, se agrupa en torno a ella. Jane Seymour, única entre las damas, no se mueve. Está quieta y mira a Enrique, y la mirada de Enrique vuela directa hacia ella, y se abre un espacio a su alrededor y durante un instante se mantiene en el vacío, como una bailarina dejada atrás cuando la hilera sigue.
Más tarde, él está con Enrique en su dormitorio, el rey derrumbado en un sillón de terciopelo. Enrique dice: cuando yo era un muchacho, iba andando con mi padre por una galería en Richmond, una noche de verano sobre las once del reloj, él tenía mi brazo en el suyo y estábamos entregados a la conversación o lo estaba él, y de pronto hubo un gran estruendo y un estallido, el edificio entero lanzó un gruñido profundo y se desprendió el suelo a nuestros pies. Lo recordaré toda la vida, estar allí en el borde, y había desaparecido el mundo debajo de nosotros. Pero durante un instante no supe lo que oía, si lo que se rompían eran las maderas o nuestros propios huesos. Estábamos los dos gracias a Dios aún asentados sobre suelo sólido, y sin embargo yo me había visto caer a plomo, sin parar, sin parar, a través del piso de abajo, hasta dar en tierra y olerla, húmeda como la tumba. Bueno…, cuando caí hoy, fue así. Oí voces. Muy lejanas. No podía entender las palabras. Me sentía sostenido a través del aire. No veía a Dios. Ni ángeles.
—Espero que no os sintieseis decepcionado cuando os desperté, sólo para ver a Thomas Cromwell.
—Nunca fuisteis tan bienvenido —dice Enrique—. Vuestra propia madre el día que nacisteis no se alegró más de veros de lo que yo me alegré hoy.
Los sirvientes de cámara están aquí, se desplazan con pisadas suaves haciendo sus tareas de siempre, rocían con agua bendita las sábanas del rey. «Basta —dice Enrique, irritado—. ¿Queréis que coja un catarro? Un ahogamiento no es menos eficaz que una caída. —Se vuelve y añade bajando la voz—: Crumb, ¿sabéis que esto nunca sucedió?»
Él asiente. Las anotaciones que se hayan hecho, él se halla en proceso de expurgarlas. Después se sabrá que en esa fecha, el caballo del rey tropezó. Pero la mano de Dios recogió al rey del suelo y le colocó de nuevo riendo en su trono. Otro ítem para El Libro Llamado Enrique: si le tiras al suelo rebota.
Pero la reina tiene cierta razón. Has visto a aquellos caballeros que justaban en los tiempos del viejo rey, cojeando por la corte, los supervivientes de los torneos, desorientados y con una mueca de dolor; hombres que han recibido un golpe en la cabeza demasiadas veces, hombres que caminan encorvados. Y de nada sirve toda tu destreza cuando llega la hora de la verdad. El caballo puede fallar. Los ayudantes pueden fallar. El temple puede fallar.
Esa noche le dice a Richard Cromwell: «Fue un mal momento para mí. ¿Cuántos hombres pueden decir, como yo: “Soy un hombre cuyo único amigo es el rey de Inglaterra”? Lo tengo todo, pensaríais. Pero si no está Enrique, ya no tengo nada».
Richard ve la verdad desvalida de eso. Dice: «Sí». ¿Qué más puede decir?
Luego expresa el mismo pensamiento, de una forma cauta y modificada, para Fitzwilliam. Fitzwilliam le mira: pensativo, no sin simpatía. «Yo no sé, Crumb. No os faltan apoyos, sabéis».
—Perdonadme —dice él escéptico— pero ¿de qué modo se manifiesta ese apoyo?
—Quiero decir que tendríais apoyo, en caso de que lo necesitaseis contra los Bolena.
—¿Y por qué habría de necesitarlo? La reina y yo somos muy buenos amigos.
—Eso no es lo que le contáis a Chapuys.
Él inclina la cabeza. Interesante, la gente que habla con Chapuys; interesante, también, lo que el embajador decide transmitir, de una parte a otra.
—¿Los oísteis? —dice Fitz; el tono es de disgusto—. Fuera de la tienda, cuando pensaban que el rey estaba muerto… Gritaban «¡Bolena, Bolena!». Invocaban su propio nombre. Como cuclillos.
Él espera. Por supuesto que los oyó; ¿cuál es la verdadera pregunta aquí? Fitz está próximo al rey. Se ha criado en la corte con Enrique desde que los dos eran pequeños, aunque su familia sea de la baja nobleza, no de la aristocracia. Ha estado en la guerra. Ha tenido clavado un cuadrillo de ballesta en el cuerpo. Ha estado en el extranjero en embajadas, conoce Francia, conoce Calais, el enclave inglés de allí y su política. Es de ese selecto grupo de los caballeros de la Orden de la Jarretera. Escribe con buena letra, con precisión, sin brusquedad ni circunloquios, sin carga de adulación ni superficialidad en las expresiones de respeto. Al cardenal le gustaba, y es afable con Thomas Cromwell cuando comen diariamente en la cámara de la guardia. Es siempre afable: ¿y lo es más ahora?