Una reina en el estrado (11 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

—Yo hablaba un poquito de galés cuando era niño. Ahora no soy capaz.

Ésa es la queja del hombre de cincuenta años, piensa: galés, tenis, y yo podía, ya no puedo. Hay compensaciones: la cabeza está mejor provista de información, el corazón más a prueba de fracturas y crujidos. Ahora precisamente anda haciendo una valoración de las propiedades galesas de la reina. Por esta razón y otras de más peso, está centrando la atención en el principado.

—Cuéntame tu vida —le pide al muchacho—. Cuéntame cómo llegaste aquí.

El muchacho va componiendo con su pobre inglés las piezas de su historia: incendio intencionado, robos de ganado, la historia habitual de la frontera, que acaba en la miseria, que crea huérfanos.

—¿Sabes rezar el
Pater noster
? —le pregunta.


Pater noster
… —dice el muchacho—. O Padre Nuestro.

—¿En galés?

—No, señor. No hay ninguna oración en galés.

—Cristo bendito. Pondré a un hombre a trabajar en eso.

—Hacedlo, señor. Así yo podré rezar por mi padre y mi madre.

—¿Conoces a John ap Rice? Estuvo cenando con nosotros esta noche.

—¿El que está casado con vuestra sobrina Johane, señor?

El muchacho sale corriendo. Piernas pequeñas trabajando de nuevo. El objetivo es que los galeses hablen todos inglés, pero eso no puede ser aún, y entre tanto necesitan que Dios esté de su lado. Hay bandidos por todo el principado, y sobornan y amenazan para salir de la cárcel; los piratas asuelan las costas. Esos caballeros que tienen allí tierras, como Norris y Brereton, de la cámara privada del rey, parecen oponerse a ese interés suyo. Ponen sus propios tratos por delante de la paz del rey. No les preocupa que sus actividades resulten visibles. A ellos no les importa la justicia, mientras que él se propone que haya una justicia igual, desde Essex a Anglesey, desde Cornualles hasta la frontera escocesa.

Rice trae con él una cajita de terciopelo, que coloca en el escritorio:

—Un regalo. Tenéis que adivinar.

Agita la caja. Parecen granos. Explora con el dedo fragmentos, escamosos, grises. Rice ha estado supervisando abadías por orden suya.

—¿Podrían ser los dientes de santa Apolonia?

—Probad de nuevo.

—¿Son las púas del peine de María Magdalena?

Rice cede:

—Pedacitos de uñas de san Edmundo.

—Ah. Echadlas con el resto. Ese santo debe de haber tenido quinientos dedos.

En el año 1257, murió un elefante en la casa de fieras de la Torre y fue enterrado en un pozo cerca de la capilla. Pero al año siguiente fue desenterrado y sus restos enviados a la abadía de Westminster. Ahora bien, ¿para qué querían en la abadía de Westminster los restos de un elefante? ¿No sería para extraer una tonelada de reliquias de él y convertir los huesos del animal en huesos de santos?

De acuerdo con los custodios de santas reliquias, parte del poder de estos artefactos consiste en que son capaces de multiplicarse. Hueso, madera y piedra tienen, como los animales, el poder de engendrar, pero manteniendo intacta su naturaleza; sus vástagos no son en modo alguno inferiores a los originales. Así que la corona de espinas retoña. La cruz de Cristo echa brotes; florece como un árbol viviente. La túnica inconsútil de Cristo teje copias de sí misma. Las uñas dan a luz nuevas uñas.

John ap Rice dice:

—La razón no puede nada contra esta gente. Intentas abrirles los ojos, pero se alinean contra ti las imágenes de la Virgen que lloran lágrimas de sangre.

—¡Y dicen que yo hago trampas! —Se queda pensando—. John, tenéis que sentaros y escribir. Vuestros compatriotas tienen que tener oraciones.

—Deben tener una Biblia, señor, en su propia lengua.

—Dejadme primero conseguir la bendición del rey para que la tengan los ingleses.

Es su cruzada encubierta diaria: que Enrique patrocine una gran Biblia, que todas las iglesias del reino la tengan. Está muy cerca de conseguirlo ya, cree que puede convencer a Enrique. Su ideal sería un solo país, una sola moneda, un solo método de pesar y medir, y sobre todo un idioma que todo el mundo sepa. No tienes que ir a Gales para que no te entiendan. Hay partes de este reino a menos de cincuenta millas de Londres, en que si les pides que te cocinen un arenque te miran con los ojos en blanco sin entender. Sólo cuando has señalado la sartén y remedado un pez te dicen: ah, ahora entiendo lo que queréis decir.

Pero su mayor ambición para Inglaterra es ésta: el príncipe y la nación deberían estar de acuerdo. No quiere que el reino esté regido como la casa de Walter en Putney, con luchas incesantes y el estruendo de golpes y gritos día y noche. Quiere que sea un hogar en el que todo el mundo sepa lo que tiene que hacer y se sienta seguro haciéndolo. «Stephen Gardiner dice que yo debería escribir un libro —le dice a Rice—. ¿Qué pensáis vos? Quizá pudiese si un día me retiro. Hasta entonces, ¿por qué habría de revelar mis secretos?»

Recuerda cuando leía el libro de Maquiavelo, encerrado, en los días sombríos que siguieron a la muerte de su esposa: ese libro que ahora empieza a causar tanto revuelo en el mundo, aunque sea más comentado que leído de verdad. Había estado confinado en la casa, él y Rafe, el resto de la familia y del servicio, para no propagar la fiebre en la ciudad; dejando a un lado el libro, había dicho, en realidad no puedes extraer lecciones de los principados italianos y aplicarlas a Gales y a la frontera del norte. No operamos del mismo modo. El libro le parecía casi manido y trillado, sólo veía en él abstracciones (virtud, terror) y pequeños casos particulares de conducta vil o de cálculo deficiente. Tal vez él pudiese mejorarlo, pero no tiene tiempo; lo único que puede hacer, cuando los asuntos son tan apremiantes, es lanzar frases a sus empleados, dispuestos con sus plumas, esperando a que les dicte: «Me encomiendo cordialmente a vos…, vuestro seguro amigo, vuestro amigo que os estima, vuestro amigo Thomas Cromwell». No hay retribuciones asignadas al cargo de secretario. El ámbito de la tarea está mal definido y esto le resulta conveniente; mientras el Lord Canciller tiene su papel circunscrito, el señor secretario puede investigar a cualquier cargo del Estado o recoveco del gobierno. Recibe cartas de todos los condados, pidiéndole que haga de árbitro en litigios de tierras o que preste su nombre a la causa de algún desconocido. Gente que no conoce le envía murmuraciones sobre sus vecinos, los monjes envían listas de palabras desleales pronunciadas por sus superiores, los sacerdotes entresacan para él frases de declaraciones de sus obispos. En sus oídos se susurran los asuntos de todo el reino, y sus tareas al servicio de la Corona son tan plurales que el gran asunto de Inglaterra, en pergamino y rollo que esperan sello y firma, llega a su mesa y sale de ella, para él o de él. Sus peticionarios le envían malvasía y moscatel, caballos castrados, caza y oro; regalos y donaciones y garantías, amuletos que traen buena suerte y hechizos. Quieren favores y esperan pagar por ellos. Esto lleva sucediendo desde que el rey le otorgó su favor. Es rico.

Y, como es natural, eso provoca envidia. Sus enemigos indagan lo que pueden de su vida anterior. «Así que fui hasta Putney —había dicho Gardiner—. O, para ser exacto, envié a un hombre. Y allí decían: ¿quién habría dicho que “Dádmelo, que él lo afilará” llegaría tan alto? Todos pensábamos que a estas alturas ya lo habrían ahorcado».

Su padre afilaba cuchillos; la gente le gritaba en la calle: Tom, ¿puedes coger esto y preguntarle a tu padre si puede hacer algo con ello? Y él lo cogía, cualquier instrumento que estuviese desafilado: dádmelo, que él lo afilará.

—Es una habilidad —le dijo él a Gardiner—. Afilar una hoja.

—Habéis matado hombres. Lo sé.

—No en esta jurisdicción.

—¿En el extranjero no cuenta?

—Ningún tribunal de Europa condenaría a un hombre que mató en defensa propia.

—Pero ¿no os preguntáis por qué la gente quería mataros?

Él se había reído.

—Bueno, Stephen…, hay mucho en esta vida que es un misterio pero eso no es ningún misterio en absoluto. Yo era siempre el que se levantaba primero por la mañana. Yo era siempre el último que seguía en pie. Yo estaba siempre con el dinero. Yo conseguía siempre a la muchacha. Mostradme un montón y yo estaré enseguida encima de él.

—O de una puta —murmuró Stephen.

—Vos fuisteis joven también en otros tiempos. ¿Habéis ido a comunicar al rey vuestros hallazgos?

—Él debería saber a qué clase de hombre emplea.

Pero luego, Gardiner se había callado. Cromwell se le acercó sonriendo.

—Haced todo el mal que podáis, Stephen. Lanzad a vuestros hombres al camino. Distribuid dinero. Investigad en Europa. No existe talento alguno que yo posea del que no pueda servirse Inglaterra.

Luego había sacado de debajo de su capa un cuchillo imaginario; y lo había colocado, suavemente, con facilidad, debajo de las costillas de Gardiner.

—Stephen, ¿no os he rogado una y otra vez que os reconciliéis conmigo? ¿Y no os habéis negado a hacerlo?

Gardiner no se asustó, eso tenía que reconocerlo. Sólo apartó el cuerpo y, con un tirón de la capa, se libró de la hoja de aire.

—El muchacho al que apuñalasteis en Putney murió —dijo—. Hicisteis bien en escapar corriendo, Cromwell. Su familia tenía preparado un lazo corredizo para vos. Vuestro padre les pagó.

Él se queda asombrado.

—¿Qué? ¿Walter? ¿Walter hizo eso?

—No pagó mucho. Ellos tenían otros hijos.

—Aun así. —Se había quedado atónito. Walter. Walter les pagó. Walter, que nunca le daba más que una patada de vez en cuando.

Gardiner se echó a reír.

—¿Veis? Sé cosas de vuestra vida que vos mismo no sabéis.

Es tarde ya; él acabará en su escritorio, luego irá a su gabinete a leer. Tiene delante un inventario de la abadía de Worcester. Sus hombres son meticulosos; todo está aquí, desde una bola de fuego para calentarse las manos a un mortero para machacar ajo. Y una casulla de raso con visos, un alba de tela de oro, el Cordero de Dios recortado en seda negra; un peine de marfil, una lámpara de bronce, tres botellas de cuero y una guadaña; libros de salmos, libros de canciones, seis redes con campanillas para cazar zorros, dos carretillas, palas y azadones, unas reliquias de santa Úrsula y sus once mil vírgenes, junto con la mitra de san Osvaldo y una partida de mesas de caballete.

Éstos son sonidos de Austin Friars en el otoño de 1535: los niños que cantan ensayando un motete, se interrumpen, empiezan de nuevo. Las voces de estos niños, niños pequeños, llamándose entre ellos desde las escaleras, y rascar de pezuñas de perros en las tablas, más cerca. El tintineo de piezas de oro en un cofre. El susurro, amortiguado por la tapicería, de conversación políglota. El murmullo de la tinta sobre el papel. Al otro lado de las paredes, los ruidos de la ciudad: desfilar de gentes que se arremolinan en la entrada, gritos lejanos que llegan del río. Su monólogo interior, que continúa, con voz suave: es en recintos públicos donde él piensa en el cardenal, sus pisadas resonando en cámaras de elevados techos abovedados. En espacios privados es donde él piensa en su esposa Elizabeth. Es una mancha desdibujada ya en su mente, un movimiento brusco de faldas doblando una esquina. Aquella última mañana de su vida, cuando salía de casa, creyó verla siguiéndole, captó un chispazo de su gorro blanco. Se había medio dado la vuelta, diciéndole: «Vuelve a la cama». Pero allí no había nadie. Cuando llegó a casa aquella noche, ella tenía la mandíbula atada y había velas junto a su cabeza y sus pies.

Fue sólo un año antes de que murieran sus hijas por la misma causa. En su casa de Stepney guarda una caja cerrada con sus collares de perlas y corales, los cuadernos de Anne con sus ejercicios de latín. Y en un almacén donde guardan sus trajes de la representación de Navidad, aún tiene las alas hechas con plumas de pavo real que Grace llevaba en una de esas representaciones. Después de la función, ella subía al piso de arriba, aún con las alas; brillaba escarcha en la ventana. «Voy a rezar mis oraciones», dijo: alejándose de él, envuelta en sus plumas, desvaneciéndose en la oscuridad.

Y ahora cae la noche en Austin Friars. Golpe de cerrojo, tintineo de llave en una cerradura, resonar de cadena en un postigo, y la gran tranca que baja cerrando la entrada principal. El muchacho, Dick Purser, suelta los perros guardianes. Se abalanzan, corren, castañetean los dientes a la luz de la luna, se tumban bajo los frutales, las cabezas sobre las pezuñas y las orejas temblando. Cuando la casa está tranquila (cuando todas sus casas están tranquilas) entonces andan los muertos por las escaleras.

La reina Ana manda a buscarle para que vaya a su propia cámara; es después de cenar. Sólo un paso para él, pues en todos los palacios principales tiene ya habitaciones reservadas, cerca de las del rey. Sólo un tramo de escaleras: y allí, con la luz de un candil lamiendo su ornamento dorado, está el jubón tieso nuevo de Mark Smeaton. Dentro de él acecha el propio Mark.

¿A qué viene aquí Mark? No tiene instrumentos musicales como excusa, y está engalanado tan espléndidamente como cualquiera de los jóvenes señores que sirven a Ana. ¿Es justo esto?, se pregunta. Mark no hace nada y cada vez que le ve está más primoroso, y yo, que lo hago todo, estoy cada día más canoso y panzudo.

Como suele establecerse entre ellos una relación desagradable, piensa pasar con un cabeceo, pero Mark se pone de pie y sonríe:

—Lord Cromwell, ¿cómo estáis?

—Oh, no —dice él—. Sólo señor aún.

—Es un error natural. Parecéis cada vez más un lord. Y seguro que el rey hará algo por vos pronto.

—Tal vez no. Me necesita en la Cámara de los Comunes.

—Aun así —murmura el muchacho— parecería impropio de él, mientras que hay otros que son recompensados por muchos menos servicios. Decidme, cuentan que tenéis estudiantes de música en vuestra casa, ¿es cierto eso?

Una docena o así de alegres muchachitos, salvados del claustro. Trabajan en sus libros y practican con sus instrumentos, y aprenden en la mesa buenos modales; entretienen a sus invitados en las cenas. Practican con el arco, juegan con los podencos, los más pequeños arrastran sus caballos de juguete por los suelos de piedra, y le siguen a él de un lado a otro, señor, señor, señor, miradme, ¿queréis ver cómo me pongo derecho apoyado en las manos?

—Mantienen mi casa animada —dice.

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