Una reina en el estrado (12 page)

Read Una reina en el estrado Online

Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

—Si alguna vez queréis a alguien que pula un poco su interpretación, pensad en mí.

—Lo haré, Mark. —No te dejaría nunca, piensa, entre mis pequeños.

—Vais a encontrar a la reina descontenta —dice el joven—. Ya sabéis que su hermano Rochford ha ido hace poco a Francia en una embajada especial, y hoy ha enviado una carta; parece ser que allí todos comentan que Catalina ha estado escribiendo al papa, pidiéndole que haga efectiva esa malvada sentencia de excomunión que ha emitido contra nuestro señor. Y que traería innumerables males y peligros para nuestro reino.

Él asiente, sí, sí, sí; él no necesita que Mark le explique lo que es una excomunión; ¿no puede abreviar?

—La reina está furiosa —dice el muchacho— porque, si es así, Catalina es una simple traidora, y ella se pregunta: ¿por qué no actuamos contra ella?

—Suponed que yo os dijese la razón, Mark, ¿se la explicaríais a ella? Porque podríais ahorrarme una hora o dos.

—Si confiaseis en mí… —empieza a decir el muchacho; luego ve su gélida sonrisa. Se ruboriza.

—Confiaría en vos con un motete, Mark. Sin embargo —le mira, pensativo—… Me parece que debéis de estar situado a bastante altura en el favor de la reina.

—Yo creo que sí, señor secretario. —Halagado, Mark está ya recuperándose—. Solemos ser nosotros, los de más baja condición, los más adecuados para gozar de la confianza regia.

—Bien, pues. Barón Smeaton…, pronto, ¿eh? Yo seré el primero en felicitaros. Aunque todavía siga trajinando en los bancos de los Comunes.

Ana despide con un gesto a las damas que la rodean, que le hacen una reverencia y se van cuchicheando. Su cuñada, la esposa de George, se demora un poco; Ana dice: «Gracias, lady Rochford, no os necesitaré más esta noche».

Sólo se queda con ellos su bufona: una enana, que le mira desde detrás de la silla de la reina. Ana lleva el cabello suelto bajo un gorro de tisú plateado en forma de luna creciente. Toma nota mental de ello; las mujeres que lo rodean siempre le preguntan cómo va vestida Ana. Así es como ella recibe a su marido, las trenzas oscuras sólo las despliega para él, y de vez en cuando para Cromwell, que es hijo de un mercader y no importa, lo mismo que no importa tampoco el muchacho Mark.

Empieza a hablarle, lo hace a menudo, como si estuviera en mitad de una frase.

—Así que quiero que vayáis. Que subáis hasta allí a verla. Muy en secreto. Llevad sólo los hombres que necesitéis. Tomad, podéis leer la carta de mi hermano Rochford.

Se la ofrece en la punta de los dedos pero luego cambia de opinión y la aparta.

—Bueno…, no —dice, y decide sentarse encima de la carta en vez de dársela; ¿contendrá tal vez, en medio de las noticias, algún comentario despectivo sobre Thomas Cromwell?—. Me inspira mucho recelo Catalina, mucho. Parece que en Francia saben lo que nosotros sólo sospechamos. Tal vez vuestra gente no vigile lo suficiente… Según mi señor hermano, la reina está instando al emperador a invadir, lo mismo que su embajador Chapuys, que por cierto debería ser expulsado de este reino.

—Bueno, sabéis… —dice él—. No podemos andar echando embajadores. Porque entonces no conseguiríamos saber nada de nada.

La verdad es que a él no le dan ningún miedo las intrigas de Catalina: las relaciones entre Francia y el Imperio son por el momento persistentemente hostiles, y si estalla la guerra abierta, el emperador no tendrá tropas sobrantes para invadir Inglaterra. Estas cosas circulan por ahí desde hace una semana, y la interpretación que hacen los Bolena de cualquier situación siempre es, como él ha podido comprobar, un poco tardía e influida por el hecho de que creen tener amigos especiales en la corte de los Valois. Ana aún sigue intentando conseguir un matrimonio regio para su hijita pelirroja. Él solía considerarla una persona que aprendía de sus propios errores, que reconsideraba; pero tiene una veta de obstinación igual que la de Catalina, la vieja reina, y parece que en este asunto nunca aprenderá. George Bolena ha ido de nuevo a Francia, a intrigar en pro de ese enlace, pero sin ningún resultado. ¿Cuál es el objetivo de George Bolena? Ésa es una pregunta que él se hace.

—Alteza —dice—, el rey no podría comprometer su honor con algo que significase un maltrato de la que fue reina. Si eso se supiese, sería para él algo personalmente muy embarazoso.

Ana parece escéptica; no capta la idea de lo embarazoso. Las luces están bajas; su cabeza plateada se balancea, brillante y pequeña; la enana alborota y ríe, murmurando para sí, oculta a la vista; Ana, sentada en sus cojines de terciopelo, balancea su zapatilla de terciopelo, como un niño a punto de sumergir un dedo del pie en un arroyo.

—Si yo fuese Catalina, también intrigaría. No perdonaría. Haría lo que ella hace. —Le dirige una sonrisa peligrosa—. En fin, sé cómo piensa. Aunque sea española, puedo ponerme en su lugar. No me veríais mansa y humilde, si Enrique me repudiase. Yo también querría guerra.

Toma una hebra de pelo entre los dedos, la recorre en toda su longitud, pensativa.

—Sin embargo… El rey cree que está enferma. Ella y su hija siempre están gimiendo las dos, tienen problemas de estómago o se les caen los dientes, padecen fiebres o catarro, andan toda la noche levantándose a vomitar y luego se pasan el día en la cama, quejándose, y todos sus males se deben a Ana Bolena. Así que, bueno. Iréis a verla, Cremuel, sin avisar. Luego me informaréis de si está fingiendo o no.

Ella mantiene, como un melindre, un tono veleidoso en su discurso, la exótica entonación francesa, su incapacidad para llamarlo por su nombre. Hay un revuelo en la puerta: entra el rey. Él hace una reverencia. Ana no se levanta y no hace ninguna inclinación; dice sin preliminares:

—Le he dicho, Enrique, que vaya.

—Quiero que vayáis, Cromwell. Y que nos deis vuestro informe personal. No hay nadie como vos para penetrar en la naturaleza de las cosas. Cuando el emperador quiere un palo para pegarme con él, dice que su tía está muriéndose, de abandono y de frío, y de vergüenza. En fin, tiene servidumbre. Tiene leña.

—Y en cuanto a la vergüenza —dice Ana—, debería morirse de ella, al pensar en las mentiras que ha contado.

—Majestad —dice él—, saldré cabalgando al amanecer y mañana os enviaré a Rafe Sadler, si me lo permitís, con la lista de los asuntos del día.

El rey gruñe.

—¿No hay manera de eludir vuestras largas listas?

—No, señor, porque si os diese un respiro me tendríais siempre de camino, con algún pretexto. Hasta que regrese, ¿podríais sólo… considerar la situación?

Ana se agita en su silla, con la carta del hermano George debajo.

—No haré nada sin vos —dice Enrique—. Tened cuidado, los caminos son traidores. Rezaré por vos. Buenas noches.

Él mira a su alrededor fuera ya de la cámara, pero Mark se ha esfumado, y sólo hay un grupo de matronas y doncellas: Mary Shelton, Jane Seymour y Elizabeth, la esposa del conde de Worcester. ¿Quién falta?

—¿Dónde está lady Rochford? —dice él, sonriendo—. ¿Es su forma la que veo detrás del tapiz de Arras?

Señala la cámara de Ana.

—Se va a la cama, creo. Así que, señoras mías, debéis dejarla acomodada y luego tendréis el resto de la noche para conduciros indebidamente.

Ellas se ríen. Lady Worcester hace pausados movimientos con un dedo.

—Las nueve en el reloj, y ahí llega Harry Norris, desnudo bajo la camisa. Corred, Mary Shelton. Corred muy despacito…

—¿De quién corréis vos, lady Worcester?

—Thomas Cromwell, no podría decíroslo. Una mujer casada como yo… —bromeando, sonriendo, recorre lentamente con los dedos el brazo de él—. Todos sabemos dónde le gustaría dormir esta noche a Harry Norris. Shelton es sólo la que le calienta la cama por ahora. Él tiene ambiciones reales. Se lo dice a todo el mundo. Está enfermo de amor por la reina.

—Yo jugaré a las cartas —dice Jane Seymour—. Conmigo misma, así no habrá pérdidas indebidas. Señor, ¿hay alguna noticia de lady Catalina?

—No tengo nada que contaros. Lo siento.

La mirada de lady Worcester le sigue. Es una mujer magnífica, despreocupada y bastante derrochadora, no mayor que la reina. Su marido está fuera y él piensa que ella podría correr bastante despacio, si él le hiciese una seña. Pero, claro, una condesa. Y él sólo un humilde servidor del rey. Que ha jurado ponerse en camino antes que salga el sol.

Cabalgan hacia Catalina sin enseña ni alarde, un puñado de hombres armados. Es un día claro y hace un frío cruel. La herbosa y parda tierra se trasluce a través de las capas de dura escarcha, y se alzan cigüeñas de estanques congelados. Se agrupan y se desplazan en el horizonte nubes de un gris pizarra y un rosa suave y engañoso; les precede desde primera hora de la tarde una luna plateada tan misérrima como una moneda recortada. Christophe cabalga a su lado, más voluble e irritado cuanto más se alejan del confort urbano.


On dit
que el rey eligió un país duro para Catalina. Con la esperanza de que el moho se le meta en los huesos y se muera.

—Él no piensa tal cosa. Kimbolton es una mansión vieja pero muy sólida. Cuenta con todas las comodidades. La servidumbre le cuesta al rey cuatro mil libras al año. Y eso no es ninguna mísera.

Deja a Christophe ponderar esa locución: «ninguna mísera». Finalmente el muchacho dice:

—Los españoles son
merde
, de todos modos.

—Ojo con el camino, procura que Jenny no se meta en los charcos. Si me salpicas, tendrás que seguirme a casa en burro.


Ji-jan
—brama Christophe, lo suficientemente alto para que los hombres de armas se vuelvan en sus sillas.

—Un burro francés —explica él.

Pijotería francesa, dice uno, bastante amistosamente. Cabalgando bajo árboles sombríos al final de ese primer día de viaje, cantan; eso anima el corazón cansado, y ahuyenta espíritus que acechan en los márgenes; nunca subestimes la superstición del inglés medio. Cuando el año se acerca a su fin, la favorita será variaciones sobre una canción que escribió el propio rey: «Pasa el tiempo con buena compañía/es algo que estimo y haré hasta que muera». Las variaciones son sólo moderadamente obscenas, porque si no él se sentiría obligado a ponerles coto.

El dueño del mesón es un hombrecillo agobiado que se esfuerza en vano cuanto puede por descubrir quiénes son sus huéspedes. Su esposa es una joven vigorosa y descontenta, con unos fieros ojos azules y una voz fuerte. Él ha traído su propio cocinero ambulante. «¿Cómo, mi señor? —dice ella—. ¿Creéis que os podríamos envenenar?» La oye trajinando ruidosamente en la cocina, dictaminando lo que se puede hacer y lo que no con sus cacerolas.

Acude a su habitación tarde y pregunta: «¿Queréis alguna cosa?». Él dice no, pero ella vuelve: «¿No, de verdad, nada?». «Podríais bajar la voz», dice él. Tan lejos de Londres, el delegado del rey en asuntos eclesiásticos podría quizá aflojar su cautela… «Quedaos, pues», le dice. Puede ser ruidosa, pero es más segura que lady Worcester.

Despierta antes de amanecer, tan súbitamente que no sabe dónde está. Oye una voz de mujer que llega de abajo, y por un instante piensa que está de nuevo en El Pegaso, con su hermana Kat trajinando por allí, y que es la mañana en que huye de su padre: que aún tiene toda su vida por delante. Pero cautamente, en la habitación a oscuras, sin una vela, mueve sus miembros: no hay golpes ni magulladuras; no está herido; recuerda dónde está y lo que es, y se desplaza hacia la calidez que ha dejado el cuerpo de la mujer, y se adormila, con un brazo tendido sobre la almohada.

No tarda en oír a su mesonera subir cantando por las escaleras. Doce vírgenes salieron una mañana de mayo, parece ser lo que canta. Y ninguna de ellas volvió. Ha cogido el dinero que él le dejó. En su cara, cuando lo saluda, ningún indicio de la transacción de la noche; pero sale y le habla, bajando la voz, cuando se disponen a partir. Christophe, con un aire señorial, paga la cuenta al mesonero. El día es más suave y avanzan rápido y sin novedad. Todo lo que quede de su cabalgada por el centro de Inglaterra serán unas cuantas imágenes. Las bayas de acebo ardiendo en los árboles. El vuelo asustado de una becada, que surge casi debajo de los cascos de sus cabalgaduras. La sensación de aventurarse en un lugar acuático, donde suelo y ciénaga son del mismo color y nada es sólido bajo tus pies.

Kimbolton es una activa ciudad comercial, pero entre dos luces las calles están vacías. No se han dado demasiada prisa, no tiene sentido cansar a los caballos en una tarea que es importante, pero no urgente; Catalina vivirá o morirá a su propio ritmo. Además, a él le sienta bien salir al campo. Encajonado en las callejas de Londres, bordeando con el caballo o con la mula bajo saledizos y aleros, la lona mísera de su cielo atravesada por tejados rotos, uno olvida lo que es Inglaterra: lo anchos que son los campos, lo amplio que es el cielo, lo escuálida e ignorante que es la población. Pasan por delante de una cruz que hay en el borde del camino, muestra indicios recientes de que han cavado en su base. Uno de los hombres de armas dice:

—Creen que los frailes están enterrando sus tesoros. Que los esconden aquí para que no pueda encontrarlos nuestro amo.

—Eso hacen, así —dice él—. Pero no los esconden debajo de cruces. No son tan idiotas.

En la calle principal se detienen en la iglesia.

—¿Para qué? —dice Christophe.

—Necesito una bendición —dice él.

—Necesitáis confesaros, señor —dice alguno de los hombres.

Se intercambian sonrisas. Es inofensivo, nadie piensa mal de él, es sólo que sus camas estaban frías. Se ha dado cuenta de esto: los hombres que no le han conocido le detestan, pero después de que le han conocido, sólo algunos siguen detestándolo. Podríamos haber parado en un monasterio, se había quejado uno de su guardia; pero no hay muchachas en un monasterio, supongo. Él se había vuelto en la silla: «¿De veras pensáis eso?». Risas cómplices de los hombres.

En el gélido interior de la iglesia, los miembros de su escolta se golpean el cuerpo con las manos; patean en el suelo y exclaman «Brrrr» como malos actores.

—Silbaré para que salga un sacerdote —dice Christophe.

—No harás tal cosa —dice él, pero sonríe; puede imaginarse a su yo juvenil diciéndolo, y haciéndolo.

Pero no hay ninguna necesidad de silbar. Algún portero receloso se acerca con una luz. Un mensajero corre sin duda hacia la gran casa con noticias: atención, preparados, han llegado unos señores. Es decoroso, en su opinión, que Catalina tenga un cierto aviso, aunque no demasiado.

Other books

The Thrust by Shoshanna Evers
Tangling With Topper by Donna McDonald
Warrior's Cross by Madeleine Urban, Abigail Roux
Cynders & Ashe by Elizabeth Boyle
The English Tutor by Sara Seale
The Courting of Widow Shaw by Charlene Sands
Mischief in a Fur Coat by Sloane Meyers