Una vecina perfecta (16 page)

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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

Porque ¿quién no se sale del camino cada día?

Leyendo la Biblia no cabe duda de cómo se las apañaron sus autores para explicárselo a la gente: todos nos salimos del camino. No se puede vivir sin pecar. El único que lo consiguió fue Jesús, y él, en armoniosa combinación con una buena dosis de arrepentimiento, nos acaba salvando aunque estemos constantemente dando patinazos.

Pero la señora Bengtsson no llegó hasta Jesús. Su lectura de la Biblia aún iba por Moisés y el éxodo de Egipto, por lo que la forma que iba a adoptar su plan sería bastante evidente, de tan enfadada como estaba la mujer.

Moisés subió al monte Sinai. Dios le entregó los Diez Mandamientos y ordenó que había que seguirlos. Cabe señalar que esto fue antes de la revisión que hizo Jesús, cuando las personas más devotas aún creían que podían vivir siguiendo diez preceptos divinos. En resumidas cuentas, la señora Bengtsson se iba a subir al mismo monte —de forma simbólica, releyendo el pasaje—, pero de bajada se sacaría un boli de la manga y les daría la vuelta a esos mandamientos.

Con algunas partes del plan ya tenía problemas morales y por el momento aparcó la aplicación concreta del mismo. Animada por el hecho de tener algo estructurado entre manos, tomó la libreta y anotó primero los Diez Mandamientos, según la Biblia, y debajo de cada uno la corrección pertinente:

1.
No tendrás a otro Dios más que a mí.

1.1
Buscar más dioses.

2.
No tomarás el nombre de Dios en vano.

2.1
Blasfemar.

3.
Santificarás las fiestas.

3.1
Trabajar como una loca los domingos (¿valdrá con un domingo?).

4.
Honrarás a tu padre y a tu madre.

4.1
Mofarme de mamá y papá (¿me invento mentiras?).

5.
No matarás.

5.1
Matar a alguien (preferiblemente alguna criatura pequeña, si se puede. Preguntar a Rakel).

6.
No cometerás adulterio.

6.1
Ser infiel.

7.
No robarás.

7.1
Pisparme algo.

8.
No levantarás falsos testimonios ni mentirás.

8.1
Hablar mal y mentir sobre los vecinos.

9.
No codiciarás la casa del prójimo.

9.1
Regodearme en el deseo de tener la casa de otro que sea más bonita y más grande que la mía.

10.
No codiciarás los bienes ajenos (mujer, buey, esclavo, asno).

10.1
Seguir queriendo todas las cosas chulas que tienen los demás.

En la página siguiente, ya que estaba, continuó escribiendo:

Practicar en todo lo posible:

1.
Avaricia.

2.
Lujuria.

3.
Gula.

4.
Envidia.

5.
Soberbia (está chupado con un proyecto como éste).

6.
Pereza.

7.
Ira (hecho).

En un folio aparte escribió con caligrafía bonita lo que Dios decía respecto a los Diez Mandamientos, y le dio su respuesta:

«Yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian.»— Pues te lo vas a comer con patatas. Yo no puedo tener hijos.

Las dos primeras hojas las dejó en la libreta, pero la última la arrancó y la colgó en la puerta de la nevera con un imán con forma de mazorca mordisqueada.

—Así —dijo frotándose las manos como al final de una jornada de duro trabajo. Era jueves otra vez, un día tan bueno como cualquier otro para empezar una nueva vida.

»Lo mejor será empezar por el principio, ¿no?

Pero antes iba a hacer una fantástica pasta con salsa boloñesa para ella y, sobre todo, para el señor Bengtsson. En los últimos días, su búsqueda espiritual había hecho que su diligencia en las tareas de casa quedara en un segundo plano y la señora Bengtsson sospechaba que su marido ya se estaría empezando a cansar de tanta comida preparada. No tenía sólo una misión, sino dos, y que la más reciente exigiera un acto de adulterio en algún momento no implicaba en ningún caso, naturalmente, que dejara de esforzarse por ser una ama de casa perfecta. Por el momento.

Precisamente cuando la señora Bengtsson estaba pelando cebollas rebosante de alegría, el ángel al que Dios llamaba Número uno entró como un torbellino con lo que se pensaba que era la gran noticia del plan terrible y blasfemo de nuestra ama de casa. Como ya vimos, el Señor se lo tomó con parsimonia. Para Él no era ninguna noticia. Puso la mano sobre el último fósil que había creado y luego salió a sentarse en su trono, para que los himnos del día pudieran empezar. Si estaba cansado del ser humano y de su incomprensión, no lo mostraba ni con el más mínimo gesto. «A tomar viento», pensó, se rió en su interior y amó a sus creaciones en plenitud.

Capítulo 19

Desde el recibidor, el señor Bengtsson ya olía los aromas de la cena.

—Mmm —dijo—. ¿Pasta?

—Sí, me cago en Dios, ¡y qué pasta! —respondió la señora Bengtsson, le dio un beso en la mejilla y lo ayudó a quitarse el abrigo.

El señor Bengtsson la miró un tanto extrañado, pero se dejó seducir por los aromas y se sentó a la mesa sin hacer más preguntas. Se percató de que su mujer empezó a engullir la comida a paladas. Comía como si estuviera a punto de hibernar. Bajaba lo que tenía en la boca con generosos tragos de vino y de vez en cuando cogía un grano de uva, o un trocito de chocolate, de una fuente que tenían al lado. Todo ello acompañado de ruidosos sonidos placenteros, y se rechupeteaba los dedos como si realmente quisiera demostrar lo que estaba gozando con aquella… No se le ocurría otra palabra: gula.

Y tuvo que reconocer que la pasta estaba espectacular. Alrededor de cada dorado y jugoso pedacito de carne picada afloraba un leve aroma de ajo. Las hortalizas quedaban camufladas y no se podían distinguir en el plato, pero su consistente y tierna presencia era inconfundible. Cuando las papilas gustativas se creían que el carnaval de sabores estaba a punto de terminar entraba en escena la cebolla, caramelizada con azúcar moreno, e impedía cualquier posibilidad de poder apreciar en los próximos días ningún otro plato de comida, fuera el que fuese. Y debajo de aquella salsa boloñesa digna de los dioses se deslizaban unos tallarines tan bien cocidos que tenían una delicadeza inigualable.

El señor Bengtsson notaba que la comida le estaba encendiendo la chispa del amor carnal. Y no en contra de su voluntad, precisamente. Aunque fuera jueves.

—No sé de dónde has sacado esta pasta, cariño mío, pero los dioses deben de echarla de menos —la halagó al cabo de unos bocados.

—No sabes lo que me ha costado, cariño. ¡La puta Virgen! —respondió la señora Bengtsson y se metió en la boca un puñado de tallarines enrollados de dimensiones exageradas—. Por los cuernos de Cristo, ¡si tú supieras! —balbuceó con la boca llena.

El señor Bengtsson dejó el tenedor en el plato y la miró intrigado.

De pronto se dio cuenta del tamaño de la olla que tenía delante. Su mujer había hecho pasta a la boloñesa como para una elefanta embarazada. Y ahora se percató, de verdad, más allá de los sorprendentes tacos que soltaba, de que su esposa estaba engullendo ovillos de pasta sin descanso a una velocidad de vértigo. Ovillos que podrían satisfacer las necesidades de unos futuros mellizos de la mencionada especie de paquidermos.

—¿Qué estás haciendo, cariño?

—Como, por los clavos de Cristo —respondió su mujer con un brillo en los ojos que no pasaba desapercibido.

—¿Por… los clavos de Cristo? —preguntó, un poco preocupado. La última semana no se le había escapado nada. Bueno, al menos no del todo. Y ahora temía una especie de arrebato religioso que su modesta potestad como cabeza de familia no pudiera controlar.

—¡Copón bendito! —Se rió ella—. No, no en ese sentido… —dijo limpiándose salsa de la barbilla con la muñeca—. No en el sentido de «Voy en bici por África» ni «Corro por Corea del Norte» —respondió riéndose de nuevo, dio un trago de vino y enrolló un nuevo nido de tallarines.

—Pero… ¿qué estás haciendo?

—Vale. Escucha —le dijo mirando a su alrededor como si alguien pudiera oírlos, lo cual no eran meras imaginaciones sino la pura realidad—. Tengo un plan.

Pero a pesar de sus diecinueve años de matrimonio con aquel hombre, la señora Bengtsson no había aprendido el mecanismo para mantener la atención de su marido hasta el final de un razonamiento complejo. El truco sería hacerlo corto y bien resumido.

Comenzó hablándole de su búsqueda, de liebres apedreadas, de la opinión de Kant sobre el aprendizaje y los méritos del hombre en la vida terrenal y del constante silencio de Arriba. En algún momento de la explicación de Kant la atención del señor Bengtsson comenzó a deslizarse lentamente fuera de la conversación para buscar alguna cosa con la que entretenerse por dentro mientras su mujer seguía con la cháchara. Se detuvo en los pechos de su esposa, los cuales podía observar y valorar mientras ella hablaba. A estas alturas el señor Bengtsson tenía a Dios y a la Biblia bastante aborrecidos y le costaba ver que el plan de su mujer podría tener efectos secundarios directos en su entorno. Ni que decir tiene que estaba cometiendo un error, pero al menos era un error bienintencionado.

Entraba y salía de la conversación, y dedujo lo que le pareció el quid de la cuestión: que su mujer había decidido no creer en Dios y que ahora quería romper un poco con las normas cristianas para tantear los límites. Así era como él lo entendía mientras ella hablaba. Comprendió que comía con gula sólo por la gula en sí y que blasfemaba en nombre del Señor con plena consciencia.

No entendió lo sistemático del plan, ni comprendió que la fe en Dios de su mujer permanecía intacta, ni tampoco la relación directa que tenía todo eso con los Diez Mandamientos.

Él ni siquiera se los sabía.

Y suerte para él. Para su paz mental.

Con la idea subconsciente de que su queridísima esposa nunca le sería infiel y que jamás de los jamases podría quitarle la vida a nadie, fue salpicando la conversación con varios «ajás» mientras disfrutaba con la sensación de haberse casado con una cocinera espléndida.

En defensa del señor Bengtsson, la exposición de su mujer tampoco estaba siendo completa. A medida que hablaba, la señora Bengtsson se dio cuenta de que quizá lo mejor sería ser discreta con las consecuencias que se podrían dar a la larga y enmarañó la historia de tal forma que la idea equivocada que se estaba haciendo el señor Bengtsson no salía completamente de la nada ni se debía sólo a la distracción que le brindaban los pechos de su mujer. Y la señora Bengtsson se concentró en hablarle de Rakel y de que la chica parecía apoyar su decisión. Su marido estaba lo bastante presente como para pensar que aquello le parecía un poco curioso, pero decidió que no tenía ningún problema en confiarle su esposa a la señorita Karlsson. La chica no tenía ni un solo átomo pecaminoso en su cuerpo, y el señor Bengtsson pensó que a lo mejor Rakel estaba engañando a su mujer para que ella pensara que su apoyo era total, cuando en realidad la chica la estaba llevando por el buen camino. Y si Rakel engañaba a la señora Bengtsson sólo podía ser por un buen motivo. Rakel
la Milagrosa
(se había reído a gusto cuando su mujer le contó lo que Rakel le había dicho sobre su hipotético encuentro con Tarzán. ¡Pero si la muchacha tenía sentido del humor!) era una de esas personas a las que, como padre, habría puesto de ejemplo a sus hijos: una buena influencia. O, como también se suele decir: una persona bien sosa.

—Me parece bien —dijo en mitad del discurso sobre lo que Dios creía saber sobre la existencia de su esposa después de la muerte, y acto seguido interrumpió la conversación— : Creo que podéis ser una buena influencia la una para la otra, tú y Rakel. Se le nota que está más llena de vida desde que habéis empezado a quedar un poco más, y… ¿qué quieres que te diga? Tú también pareces necesitarla. Ella lo sabe todo sobre el interés que se te ha despertado últimamente. —Se levantó—. ¿Ha llegado alguna factura?

«Mejor que quede así», pensó la señora Bengtsson, optando por no molestarse.

—Sí, por las sandalias de Cristo. Están encima del teclado.

El señor Bengtsson dejó el plato en la mesa, como hacía siempre, y se fue al despacho. En la puerta de la cocina se volvió.

—¿Vas a hablar así siempre?

—Virgen Santa, espero que no. Con un poco de suerte bastará con un día —respondió.

—¡Aleluya! —dijo el señor Bengtsson, le dio las gracias por la comida y se fue a abrir el correo y a hacerse cargo de la economía de la familia. Como debe hacer un buen marido.

Por la noche la señora Bengtsson recordó que la lujuria era otro de los pecados a los que se debía dedicar con empeño, así que se perfumó, se puso su mítico pintalabios e interrumpió a su marido, que estaba leyendo el correo electrónico, presentándose en el despacho con tan sólo el maquillaje y las zapatillas de color rosa.

Ese era un pecado capital en el que de buen grado ayudaría a su mujer.

Capítulo 20

En cuanto abrió los ojos a la mañana siguiente, la señora Bengtsson empezó a darle vueltas a qué otros dioses podía recurrir aparte del Dios cristiano. Mientras el señor Bengtsson silbaba en la ducha, tal como se suele hacer después de una noche entretenida, ella siguió tumbada bajo la sábana.

Al principio casi le pareció obvio: ¿no se había llamado a sí misma «budistiana» el otro día? Lo más lógico sería buscar cualquier cosa naranja en el armario e irse al centro a comprar estatuillas de Buda, incienso y demás parafernalia. El radio-despertador se encendió a las siete y media, y un ganadero con voz cascada contó la historia de cómo había perdido a su mujer, la casa, el coche y, por último, el perro. Qué cosa más triste. Estiró el brazo y lo apagó.

El señor Bengtsson la miró sorprendido cuando volvió al dormitorio:

—¿Sigues en la cama? —le preguntó—. Pensaba que estarías haciendo café.

—Ahora voy —respondió sin apartar los ojos del techo—. Sólo voy a terminar de decidir una cosa.

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