—Sí, claro. Aquí tengo una caja. ¿Puede…?
—Tengo el temblor de las fiebres que agarré en los pantanos de Venus —dijo el desconocido—. ¿No le importaría encenderme el fósforo? Tan pronto como tenga el cigarro encendido le voy a enseñar un sitio bastante seguro, donde los dos podremos pasar el resto de la noche.
Keith frotó la cabeza de un fósforo contra el costado de la caja y lo encendió. La súbita llama convirtió la neblina negra en una claridad sucia y gris, en un radio de un par de pasos.
La luz reveló una cara odiosa, cruzada por cicatrices y enseñando los dientes en una horrible mueca, y por encima de la cara un palo corto y grueso, levantado para golpear. El garrote empezó a descender en el mismo instante en que se encendió el fósforo.
No había tiempo material para evitar aquel golpe traidor. Keith pudo salvar su vida en ese momento gracias a su reacción instantánea. Dio un paso adelante hacia el hombre, golpeando aquella sucia cara con el fósforo encendido. Y fue el brazo del hombre y no el garrote lo que golpeó la cabeza de Keith, con fuerza muy amortiguada. El impacto del choque hizo saltar el palo de la mano del atracador, y el garrote cayó en la acera con un sonido seco, perdiéndose en la negrura.
Estaban luchando, agarrados en la oscuridad, y unas manos fuertes y musculosas trataban de alcanzar la garganta de Keith, que sentía un aliento repugnante en la cara y palabras aún más repugnantes en los oídos.
Por fin Keith consiguió zafarse de aquel abrazo mortal y dando un paso atrás golpeó en la oscuridad con todas sus fuerzas. Por suerte su puño dio contra algo sólido pero invisible.
Pudo oír cómo el asaltante caía al suelo, aunque seguía maldiciendo. Aprovechando el ruido de la caída, Keith dio tres pasos rápidos y ligeros hacia atrás, alejándose de la pared y envolviéndose en la negrura de la calle. Se quedó allí quieto, sin hacer ningún ruido.
Escuchó al hombre que se ponía de pie inspirando ruidosamente. Durante quizá medio minuto aquella respiración fue el único sonido en el mundo.
Y entonces llegó un nuevo sonido, otro sonido extraño. Era una clase de sonido completamente diferente: era el sonido lejano y seco que podrían hacer un centenar de bastones de ciego golpeando en el pavimento. Como si una compañía de ciegos bajara por la calle tanteando el camino con los bastones. El sonido venía de la dirección de Broadway y Times Square, hacia donde Keith tenía pensado encaminarse.
Escuchó un murmullo sofocado:
—¡Los Nocturnos!
Y luego el ruido de pasos rápidos que disminuían a medida que el atacante se alejaba. La voz, que ahora ya no maldecía ni mostraba deseos de pelea, llegó a él desde la densa oscuridad:
—¡Corre, corre! ¡Son los Nocturnos!
El ruido de los pasos que se apresuraban desapareció a medida que el golpeteo de los bastones se iba haciendo más fuerte y más cercano. Se acercaban a una velocidad increíble.
¿Qué serían los Nocturnos? ¿Seres humanos? Trató de recordar lo poco que había leído o escuchado respecto a ellos. ¿Qué era lo que había dicho el hombre de las cicatrices? «Van en bandas tomados del brazo de edificio a edificio, y se puede oír cómo golpean con los bastones en el suelo.» Humanos o no, debía tratarse de una banda de asesinos organizada, que recorría las calles bajo la Niebla Negra, una larga fila de asesinos que se extendía de pared a pared, usando bastones de ciegos para guiarse.
¿Serían los bastones sus únicas armas o llevarían otras cosas además de los garrotes con los que golpeaban el suelo?
El ruido se escuchaba ahora a sólo una distancia de metros, acercándose a él mucho más aprisa de lo que un hombre puede caminar en la oscuridad, casi a la carrera. Tenían un sistema con el que, de alguna forma, conseguían aquella velocidad.
Keith no esperó más. Dio la vuelta y corrió en diagonal hacia la línea de edificios, hasta que su mano extendida pudo tocar una pared, y entonces corrió paralelo a las casas, y a pesar del riesgo de tropezar y caer por algún objeto que no podía ver, corrió con todas sus fuerzas.
El peligro que lo amenazaba detrás parecía mucho mayor que el que representaba correr a ciegas en la oscuridad. El terror que había en la voz del hombre de la cara con cicatrices era contagioso. Aquel hombre, por muy malvado que fuera, no era ningún cobarde. Y él sí que sabía lo que eran los Nocturnos y les tenía miedo, mucho miedo. Un asesino él mismo, había sido como un chacal frente a una manada de leones al escuchar el ruido de los bastones que se acercaban.
Keith corrió treinta o cuarenta pasos y luego se detuvo para escuchar. El ruido detrás de él estaba un poco más lejos. No se acercaban tan de prisa como él se había atrevido a correr. Pero entonces, de la dirección de donde venía, llegó un horrible grito, ronco y agónico. Tuvo la seguridad que había sido la voz del hombre de las cicatrices. El grito aumentó de volumen hasta parecer un chillido y luego se convirtió en un estertor hasta desaparecer.
¿Con qué habría tropezado el hombre de las cicatrices? ¿Qué es lo que podía causar la muerte de un hombre en medio de tal horrible agonía? Era como si el chacal que huía de los leones hubiera caído en los anillos de una monstruosa serpiente. Atenazado en los anillos, un hombre podía lanzar un grito como aquél, y tan largo, antes de morir.
El vello en la nuca de Keith se erizó de terror. En aquel instante habría dado un brazo por tener luz, sin importarle lo que la luz hubiese podido revelar. Ahora sabía lo que era el miedo. Lo sentía en la garganta.
Detrás de él, el golpeteo de los bastones. Les había ganado terreno en aquella rápida carrera; estaban ahora a unos veinte metros de distancia en vez de cinco o diez. Podía distanciarse de ellos si se ponía a correr y seguía corriendo. ¿Pero hacia dónde iba a correr?
El hombre que lo había atacado se había lanzado a correr a lo largo de las paredes de los edificios; lo que lo había atrapado debía de estar allí. Keith corrió en diagonal hacia el centro de la calle, y entonces, inclinándose ligeramente para correr paralelo a la acera, volvió a huir de los bastones de los Nocturnos. Corrió treinta o cuarenta pasos más y de nuevo se detuvo para escuchar. Otra vez podía oír el ruido detrás de él.
¿O era delante? Por un momento estuvo confundido respecto a la dirección de donde llegaba el sonido, y pensó si habría dado media vuelta en la oscuridad. Entonces comprendió la verdad. Había un golpeteo detrás de él y también había el mismo ruido en la otra dirección, delante de él.
Dos líneas que se aproximaban en direcciones opuestas y él se encontraba en el medio. Este era su método de caza, de abatir cualquier pieza que pudiera encontrarse en la calle donde operaban. Se había preguntado cómo podían atrapar a nadie, cuando el ruido que hacían con los bastones al avanzar los denunciaba e impelía a su presa a correr huyendo de ellos. Ahora lo comprendía.
Se detuvo; el corazón le latía violentamente. Los Nocturnos (quienesquiera que fuesen) lo tenían en medio, prácticamente seguro. No podía escapar hacia ningún lado.
Se quedó inmóvil, vacilando hasta que el ruido de atrás (más cercano que el de enfrente) llegó tan próximo que tenía que hacer algo. Quedarse quieto significaba ser apresado dentro de un minuto. Correr hacia delante o hacia atrás era ser atrapado antes.
Dio un cuarto de vuelta en ángulo recto y corrió hacia los frentes de las casas en el lado sur de la calle, el costado opuesto al punto donde el atracador había encontrado la muerte. No se preocupó por la acera; no tenía tiempo de buscarla con los pies. La encontró cuando tropezó y cayó, y se apresuró a ponerse de pie y adelantarse los pocos pasos que le faltaban hasta llegar a la pared del edificio. Se detuvo sólo una fracción de segundo para escuchar. El golpeteo estaba a igual distancia a su derecha que a su izquierda.
Tanteó el camino hasta una puerta. Encontró la cerradura de la puerta, no porque pensara en hallarla abierta sino porque necesitaba localizar en qué lado estaba a fin de correr el pasador del interior. Levantó el puño y golpeó el cristal que había al lado de la cerradura.
Podía haberse cortado la mano gravemente, pero por suerte no sufrió ni un rasguño. Como si el destino hubiera decidido darle una oportunidad, al fin un pequeño trozó de cristal cayó limpiamente en el interior.
El resto del cristal no se astilló ni cayó del marco de la puerta.
Alcanzó a percibir un reflejo de la luz en el interior, cuando la gruesa cortina que había detrás del cristal de la puerta se inclinó hacia dentro debido a la fuerza del golpe que dio. Metió la mano rápidamente por la abertura, abrió la puerta desde el interior y se metió dentro de la casa.
La fuerte luz que había casi lo cegó cuando cerró la puerta detrás de él. Una voz dijo:
—¡Alto o disparo!
Keith se detuvo y levantó los brazos por encima de la cabeza. Parpadeó hasta que de nuevo recobró la visión. Estaba en el vestíbulo de un pequeño hotel. Detrás del escritorio de recepción, a unos cinco metros de distancia, estaba un empleado con la cara blanca del susto, agarrado a una escopeta de caza, de boca tan grande como la de un cañón, apuntando al pecho de Keith. La voz le temblaba cuando dijo:
—¡No se acerque! ¡Fuera, márchese de aquí ahora mismo! No quisiera tener que matarlo, pero...
Sin moverse y sin bajar los brazos, Keith dijo:
—No puedo salir afuera. Los Nocturnos están ahí mismo. Si abro la puerta para salir van a meterse aquí dentro.
La cara del empleado se puso del color del yeso. Durante unos momentos estuvo demasiado asustado para hablar, y en aquellos segundos ambos oyeron el golpeteo de los bastones afuera.
La voz del empleado no era más que un cuchicheo cuando por fin pudo hablar.
—Apóyese en la puerta. Mantenga la cortina apretada contra el cristal de manera que no se vea la luz.
Keith dio un paso atrás y se apretó contra la puerta.
Él y el empleado permanecieron silenciosos. Keith estaba sudando de angustia. ¿Podrían los Nocturnos ver (o tanteando, sentir) aquel agujero en el cristal? ¿Iba un cuchillo, o una bala, o algo, a clavarse, en su espalda, a través de la abertura? Se le puso la carne de gallina. El tiempo se hizo eterno.
Pero nada atravesó el agujero del cristal.
Durante un momento el ruido de los bastones se hizo más audible y se escuchó el murmullo de muchas voces. Pensó que no eran voces humanas, pero no podía estar seguro. Entonces el empleado dijo:
—Se han ido. Ahora salga.
Keith mantuvo su voz tan baja como pudo y al mismo tiempo lo suficientemente fuerte para que el empleado lo oyera.
—Aún están cerca; y me atraparán si salgo afuera de nuevo. No soy un ladrón. No voy armado. Y tengo dinero. Puedo pagarle por el cristal que he roto, y además quisiera alquilar una habitación para poder pasar la noche si tiene una disponible. Si no tiene ninguna, le pagaré un precio razonable para que me deje sentarme en el vestíbulo toda la noche.
El empleado lo miró indeciso, pero sin dejar de apuntarle con la escopeta. Entonces preguntó:
—¿Qué es lo que estaba haciendo ahí fuera?
—He llegado de Greeneville —dijo Keith— en el último tren del día. Me habían dicho que mi hermano estaba seriamente enfermo y me arriesgué para llegar a casa. Una docena de cuadras. No me había dado cuenta del peligro que corría. Ahora que lo he visto… Bien, me conformaré con llegar a mi casa por la mañana.
El empleado lo volvió a mirar fijamente. Luego dijo:
—Siga con las manos levantadas.
Dejó la escopeta en la mesa del escritorio pero mantuvo la mano encima y con el índice puesto en el gatillo hasta que con la mano libre sacó una pistola de un cajón.
—Ahora dese vuelta. Póngase de espaldas a mí —dijo el empleado—. Voy a asegurarme de que no lleva armas, como me ha dicho.
Keith dio media vuelta y se mantuvo quieto, mientras escuchaba al empleado dar la vuelta al escritorio. Procuró mantenerse lo más inmóvil posible, mientras el cañón de la pistola se apretaba contra su espalda y la mano del empleado le palpaba los bolsillos.
—Conforme —dijo el joven—. Creo que me cuenta la verdad; por lo menos me arriesgaré a creerle. No quisiera enviar ni a un perro otra vez hacia eso.
Keith respiró con alivio y se volvió. El empleado regresó a su puesto detrás del escritorio y ahora ya no se veía ninguna pistola.
—¿Cuánto le debo por el cristal? ¿Y cuánto será la habitación, si es que tiene una libre? —preguntó Keith.
—Sí, puede tener una habitación por esta noche. Unos cien créditos pagarán ambas cosas. Pero primero ayúdeme a hacer una cosa. Vamos a empujar aquella estantería de revistas y novelas y la pondremos enfrente de la puerta. Es lo bastante alta para tapar el agujero del cristal. De cualquier forma impedirá que la cortina se mueva con el viento, y el agujero no puede verse desde el exterior mientras la cortina esté en su lugar.
—Buena idea —dijo Keith.
Asió un extremo de la estantería mientras el empleado agarraba el otro extremo, y entre los dos la empujaron contra la puerta sin tener que levantarla.
La atención de Keith se vio ahora atraída por los títulos de algunos de los libros en la estantería. Especialmente uno le pareció muy adecuado a su situación actual. Se llamaba
¿Vale la pena tener la Niebla Negra?
Compraría algunos de aquellos libros y los llevaría consigo a la habitación para leerlos durante la noche. Se fijó en el precio: dos créditos y medio. Aparentemente la proporción de un crédito para diez centavos era muy aproximada.
Y por lo tanto pagar cien créditos (diez dólares) por el cristal roto y por la habitación, parecía muy razonable, casi barato. ¿Casi? Era una verdadera ganga. Habría dado todos los créditos que le quedaban (bastante más de mil) antes que volver a salir hacia la Niebla Negra que había en la calle Cuarenta y Dos esa noche.
Eso le recordó otro misterio. Estaba bien seguro de que no había ningún hotel barato en el lado sur de la calle Cuarenta y Dos entre la Sexta Avenida y Broadway. Especialmente ninguno como este. Por lo menos no había ninguno en el mundo de donde él procedía. Pero aquí…
Con un esfuerzo dejó de pensar en todas las cosas inexplicables que sucedían sin interrupción para seguir al empleado hasta el escritorio y firmar la ficha de entrada. Sacó un billete de cien créditos de la cartera y luego puso otro billete de cincuenta créditos encima del primero.