Authors: Charles Portis
Mr. Goudy: Dos testigos que llegaron al lugar momentos después de que finalizase el tiroteo aclararán la situación del cadáver. ¿Usted no recuerda haberlo movido?
Mr. Cogburn: Si estaba donde usted dice, debo de haberlo movido. No recuerdo.
Mr. Goudy: ¿Por qué colocó usted la parte superior del cadáver sobre el fuego?
Mr. Cogburn: No lo hice.
Mr. Goudy: Entonces, si usted no lo movió, él no había avanzado en absoluto hacia usted. O bien usted lo movió y tiró su cuerpo sobre las llamas. ¿Cuál de las dos cosas ocurrió? Decídase.
Mr. Cogburn: Quizá alguno de los cerdos que había por allí lo arrastró.
Mr. Goudy: Sí, fue cosa de un cerdo.
Juez Parker: Mr. Goudy, es ya muy tarde. ¿Cree que va a tardar más de unos cuantos minutos con este testigo?
Mr. Goudy: Necesitaré más tiempo, Su Señoría.
Juez Parker: Muy bien. Puede continuar mañana por la mañana a las ocho y media. Mr. Cogburn, a esa hora deberá usted regresar al estrado. Los jurados se abstendrán de comentar con otros y de conversar entre ellos acerca de este caso. El acusado quedará en custodia.
El juez dio unos golpes con el martillo, y yo di un respingo, porque no me lo esperaba. El público se levantó para salir. Hasta aquel momento yo no había podido ver al tal Odus Wharton, pero, cuando se puso en pie con un alguacil a cada lado, pude echarle un vistazo. A pesar de que llevaba un brazo en cabestrillo, le habían esposado las muñecas. Así de peligroso era. Si alguna vez ha habido un hombre que llevase el crimen marcado en su rostro, ese era Odus Wharton, un mestizo de ojos malignos y muy juntos que no parpadeaban, como los de las serpientes. Su rostro era una máscara del mal. Según dicen, los creeks son buenos indios, pero un creek blanco, como Wharton, o un creek negro es otra cosa.
Cuando los oficiales se llevaban a Wharton, pasaron junto a Rooster Cogburn, y Odus le dijo algo en voz baja. Se notó que era algún feo insulto o una amenaza. Rooster se limitó a mirarlo. La gente me empujó hacia la puerta y al exterior. Quedé aguardando en el porche.
Rooster fue de los últimos en salir. Llevaba un papel en una mano y una bolsa de tabaco en la otra, e intentaba liar un cigarrillo. Las manos le temblaban y el tabaco se le estaba cayendo.
Me acerqué a él y pregunté:
—¿Mr. Rooster Cogburn?
—¿Qué pasa? —inquirió. Indudablemente, pensaba en otras cosas.
—Desearía hablar con usted un momento. Cogburn me dirigió una mirada distraída.
—¿Qué pasa? —repitió.
—Me han dicho que es usted un hombre con agallas.
—¿Qué quieres, muchacha? Habla. Ya es hora de cenar.
—Déjeme enseñarle cómo hacer eso —dije. Tomé el cigarrillo a medio liar, le di forma, lo humedecí, lo pegué, retorcí los extremos y se lo entregué de nuevo a Rooster. Él lo encendió y la llama consumió casi la mitad del cigarrillo—. El tabaco está muy seco —comenté.
Él estudió el cigarrillo y asintió.
—Sí, un poco.
—Ando buscando al hombre que mató a mi padre, Frank Ross, frente a la posada Monarch. El asesino se llama Tom Chaney. Dicen que anda por el Territorio Indio y necesito alguien que lo persiga.
—¿Cómo te llamas, muchacha? —me preguntó Cogburn—. ¿Dónde vives?
—Me llamo Mattie Ross. Vivimos en el condado de Yell, cerca de Dardanelle. Mi madre está en casa, cuidando de mi hermana Victoria y de mi hermano pequeño Frank.
—Pues sería mejor que volvieses junto a ellos —me reprochó Cogburn.
—El sheriff y un hombre de la oficina del comisario me han dado todos los detalles. Puede usted conseguir una orden de detención de fugitivo contra Tom Chaney e ir tras él. El gobierno le pagará dos dólares por detenerlo más siete centavos por cada kilómetro que recorra cada uno de ustedes. Además de eso, yo le pagaré una recompensa de cincuenta dólares.
—Lo tienes todo muy bien pensado.
—Sí, es cierto —repliqué—. Hablo en serio.
—¿Qué traes en esa bolsa?
Abrí el saquito de azúcar y le mostré su contenido.
—¡Dios! —exclamó Rooster—. ¡Un Cok Dragoon! ¡Pero si no levantas metro y medio del suelo! ¿Qué haces con esa pistola?
—Era de mi padre. Me propongo matar a Tom Chaney con ella si la ley no consigue hacerlo.
—Bueno, pues ese cañón te servirá para conseguirlo. Si es que encuentras un tocón bien alto para apoyarlo mientras haces puntería y disparas.
—Aquí nadie conocía a mi padre, y me temo que no se vaya a hacer gran cosa por detener a Chaney a no ser que yo misma me encargue de conseguirlo. Mi hermano es un niño aún y la familia de mi madre está en Monterrey, California. Mi abuelo Ross no puede ni montar.
—No creo que tengas esos cincuenta dólares.
—Los tendré mañana o pasado. ¿Ha oído usted hablar de un ladrón llamado Lucky Ned Pepper?
—Lo conozco bien. En agosto le pegué un tiro en la boca. Fue en las montañas Winding Stair. Aquel día Ned tuvo muchísima suerte.
—Dicen que Tom Chaney se ha asociado con él.
—No creo que tengas cincuenta dólares, hija, pero si tienes hambre te daré de cenar, discutiremos el asunto y echaremos un trago. ¿Qué te parece?
Contesté que me parecía perfecto. Supuse que Rooster viviría en una casa con su familia, y no estaba preparada para encontrarme con que el hombre tenía solo un cuartito en la trastienda de una abacería china situada en un oscuro callejón. Rooster no estaba casado. El chino se llamaba Lee. Tenía lista la cena, consistente en patatas hervidas y carne estofada. Los tres cenamos en una mesa baja en cuyo centro había una lámpara de petróleo. Una manta hacía las veces de mantel. Mientras comíamos, sonó una campanilla y Lee fue a la tienda a atender a un cliente.
Rooster dijo que había oído hablar del asesinato de mi padre, pero no conocía los detalles. Se los conté. A la luz de la lámpara de petróleo observé que su ojo tuerto no estaba cerrado del todo, y entre los párpados se advertía una pequeña raya blanca que reflejaba la luz. Rooster comía con una cuchara en una mano y un trozo de pan blanco en la otra, haciendo una cantidad considerable de ruido. ¡Qué contraste con la delicada forma con que el chino utilizaba sus palillos! Hasta entonces, yo nunca los había visto utilizar. ¡Qué agilidad tenía en los dedos! Cuando el café estuvo listo, Lee apartó la cafetera del fuego y comenzó a servirnos. Yo puse la mano sobre mi taza.
—No bebo café, muchas gracias.
Rooster preguntó:
—Entonces ¿qué bebes?
—Me gusta mucho el chocolate caliente.
—Bueno, pues de eso no tenemos —contestó Rooster—. Ni limonada tampoco.
Lee fue a la nevera de la tienda y me trajo una jarra de leche a la que le habían quitado la crema.
—Sabe a desinfectante —dije.
Rooster tomó mi taza, la puso en el suelo y, de las sombras donde estaban los camastros, surgió un grueso gato que pronto dio buena cuenta de la leche. Rooster comentó:
—El general no es tan difícil de satisfacer.
El gato se llamaba general Sterling Price. Como postre, Lee nos sirvió unos dulces de miel, y Rooster se puso perdido de mantequilla y de migas, como si fuese un niño pequeño. Por lo visto, era muy goloso.
Me ofrecí a fregar los platos y ellos me tomaron la palabra. La bomba y el fregadero estaban fuera. El gato me siguió, para comerse las sobras. Limpié lo mejor que pude los platos de hierro esmaltado con ayuda de un trapo, jabón y agua fría. Cuando volví a entrar en el cuarto, Rooster y Lee estaban jugando a las cartas.
Rooster pidió:
—Dame mi taza.
Se la di y él se sirvió whisky de una garrafa. Lee fumaba una larga pipa.
—¿Qué hay de mi proposición? —pregunté.
—Estoy pensando en ella —contestó Rooster.
—¿A qué juegan?
—Al
seven-up
. ¿Quieres cartas?
—No sé jugar a eso. A lo que sí se jugar es al
whist
.
—Nosotros no jugamos al
whist
.
—Pues a mí me parece una forma muy fácil de hacerse con cincuenta dólares. Además, usted no haría más que su trabajo, y recibiría paga extra por ello.
—No me atosigues —pidió Rooster—. Estoy pensando en los gastos.
Los observé en silencio, sin hacer otra cosa que sonarme de vez en cuando. Al cabo de un rato dije:
—No sé cómo puede jugar a las cartas, beber whisky y pensar en ese trabajo, todo al mismo tiempo.
Rooster contestó:
—Si tengo que vérmelas con Ned Pepper, necesitaré cien dólares. A esa conclusión he llegado. Y pediré un adelanto de cincuenta dólares.
—Abusa usted de mí.
—Lo estoy poniendo a precios infantiles. Sacar a Ned de su agujero no será un trabajo fácil. El tipo estará escondido en las montañas de la Nación Choctaw. Habrá gastos.
—Espero que no piense usted que vaya a comprarle todo el whisky que pueda beber.
—Eso no tengo que comprarlo: lo confisco. Podrías echar un trago. Te sentaría estupendamente para el catarro.
—No, gracias.
—Es whisky del bueno. Es un quematripas del condado Madison, añejado en barriles. Una cucharadita te dejará como nueva.
—No pienso poner un ladrón en mi boca para que me robe el cerebro.
—Conque no, ¿eh? —No.
—Bueno, hija, pues mi precio son cien dólares y asunto concluido.
—A cambio de ese dinero quisiera una garantía. Me gustaría estar bien segura de lo que iba a conseguir.
—Aún no he visto el color de tu dinero.
—Tendré el dinero mañana o pasado. Pensaré en su proposición y hablaré de nuevo con usted. Ahora quiero ir a la posada Monarch. Sería mejor que me acompañase.
—¿Te da miedo la oscuridad?
—La oscuridad nunca me ha dado miedo.
—Si yo tuviese un pistolón como el tuyo, ningún coco del mundo me asustaría.
—No me asusta el coco. No conozco el camino hasta la posada; eso es todo.
—La verdad es que eres una condenada molestia. Espera a que termine esta mano. Uno nunca puede adivinar lo que piensa un chino. Por eso ganan siempre.
La partida era por dinero y Rooster iba perdiendo. Yo insistí mucho, pero él solo decía «Una mano más», y al cabo de muy poco me dormí con la cabeza sobre la mesa. Un rato después, Rooster comenzó a sacudirme.
—Despierta —decía—. Despierta, hija.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Cogburn estaba borracho y jugueteaba con el revólver de papá. Señaló hacia algo que había en el suelo, junto a la cortina de separación con la tienda. Miré. Era una gran rata. Estaba allí, agazapada en el suelo, con la cola recta, y comiéndose el grano que salía de un agujero de un saco. Di un respingo, pero Rooster me cubrió la boca con una mano que olía a tabaco e impidió que hiciese el menor ruido.
—Estate callada —me dijo.
Yo busqué con la mirada a Lee y supuse que se habría ido a la cama. Rooster siguió:
—Voy a probar un sistema nuevo. Ahora fíjate. —Se echó hacia delante y habló a la rata en voz baja, diciendo—: Aquí tengo un mandato judicial que dice que debes dejar de comerte el maíz de Chen Lee inmediatamente. Es un mandato de rata. Un mandato extendido para una rata, y yo estoy cumpliendo legalmente dicho mandato. —Luego alzó la mirada hacia mí y preguntó—: ¿Ha parado de comer? —Yo no contesté. Nunca he perdido el tiempo alentando a los borrachos a hacer tonterías. Rooster siguió—: A mí no me parece que haya parado. —Sostenía a baja altura el revólver de papá y disparó dos veces sin apuntar. El ruido atronó el pequeño cuarto e hizo que las cortinas se movieran bruscamente. Quedé ensordecida. Había una gran cantidad de humo.
Lee se incorporó en su camastro y dijo: —Si quieres pegar tiros, hazlo fuera. —Estaba cumpliendo una orden de detención —replicó Rooster.
La rata había quedado hecha un asco. Me acerqué, la cogí por la cola y fui a tirarla por la puerta de atrás para que se la comiera Sterling, que era quien desde un principio debió haber olfateado y dado buena cuenta de la rata.
Le dije a Rooster:
—No vuelva a disparar esa pistola. No tengo más cargas.
—Y si las tuvieras, no sabrías cómo cargarla.
—Sí sé cargarla.
Rooster se acercó a su camastro y sacó de debajo una caja de lata que llevó a la mesa. La caja estaba llena de trapos aceitosos, cartuchos sueltos y trozos de cuero y de cordel. Cogburn sacó unas cuantas balas de plomo y unos pistones de cobre, así como una lata de pólvora.
—Muy bien —dijo—, veamos cómo lo haces. Aquí tienes pólvora, pistones y balas.
—Ahora no me apetece. Tengo sueño y quiero irme a mi cuarto de la posada Monarch.
—Ya sabía yo que no eras capaz de hacerlo.
Comenzó a recargar las dos recámaras. Se le caían las cosas, sus dedos parecían todos pulgares y el trabajo fue muy chapucero. Cuando hubo terminado, dijo:
—Este armatoste es demasiado grande y complicado para ti. Te sería más útil un revólver de cartuchos.
Rebuscó por el fondo de la caja y sacó una pequeña y curiosa pistola con varios cañones.
—Esto es lo que necesitas. Es un cañoncito del veintidós que dispara cinco cargas y a veces todas al mismo tiempo. Se llama «el amigo de las damas». En esta ciudad hay una ramera, una tal Big Faye, a la que su hermanastra disparó dos tiros con un chisme de estos. Big Faye pesa unos ciento treinta kilos. Las balas no pudieron alcanzarla en ningún sitio vital. Pero ese es un caso raro. Esta pistolita te defenderá muy bien de la gente normal. Está como nueva. Te la cambio por ese viejo cachivache tuyo.
—No —repliqué—. Era el revólver de papá. Me voy a ir. ¿Me oye?
Le quité el arma y la metí en la bolsa. El se sirvió otra taza de whisky.
—A una rata no se le puede ir con demandas judiciales, hija. —Nunca he dicho lo contrario.
—Esos abogados de mierda creen que sí se puede, pero no se puede. Lo único que se puede hacer con una rata es matarla o dejarla en paz. Las ratas no hacen siquiera caso de las demandas. ¿Tú qué opinas?
—¿Va a beberse toda la garrafa?
—El Juez Parker entiende. Es un viejo
carpetbagger
[8]
pero conoce a esas ratas. El tribunal de aquí era estupendo hasta que llegaron esos cochinos picapleitos. Viendo lo elegantemente que visten, podría pensarse que Polk Goudy es un perfecto caballero, pero en realidad es el mayor hijo de puta al que Dios ha permitido nunca respirar. Lo conozco bien. Ahora intentan poner en mi contra al juez y al sheriff. El atraparratas se porta demasiado mal con las ratas. Eso dicen ellos. «¡Sé bueno con las ratas! ¡Dales a esos cochinos bichos un trato justo!» ¿Qué trato justo dieron ellos a Columbus Potter? ¡Y mejor hombre no ha existido jamás!