Valor de ley (7 page)

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Authors: Charles Portis

Me levanté y salí a la calle pensando que avergonzaría a Rooster y lo obligaría a que me acompañase para asegurarse de que llegaba bien a la posada. Cuando me marché, Cogburn seguía hablando. Aquella parte de la ciudad estaba muy oscura, y caminé deprisa, sin ver un alma, aunque oí música y voces y vi luces en la zona del río, donde estaban las tabernas.

Cuando llegué a la avenida Garrison, me detuve para situarme. Siempre he tenido un buen sentido de orientación. No me costó mucho llegar a la Monarch. El edificio estaba oscuro. Fui a la parte posterior, suponiendo que la puerta trasera estaría abierta por ser el camino hacia el retrete. Tenía razón. Como no había pagado por otro día, se me ocurrió que Mrs. Floyd tal vez hubiera instalado a otro huésped en la cama de la Abuela Turner, quizá a algún conductor de carretas o a un empleado de ferrocarriles. Me sentí muy aliviada al ver vacío mi lado de la cama. Tomé las mantas extras y las arreglé como la noche anterior. Dije mis oraciones y luego tardé un buen rato en dormirme. Estaba muy acatarrada.

A la mañana siguiente estaba enferma. Me levanté y fui a desayunar, pero apenas pude comer, me lloraban los ojos y me goteaba la nariz, así que me volví a la cama. Me encontraba muy débil. Mrs. Floyd me puso al cuello un trapo empapado en trementina y frotado con manteca de cerdo. Me dio una cosa que se llamaba «activador de bilis del doctor Underwood».

—Orinarás azul durante los próximos días, pero no te alarmes, porque eso significa únicamente que la medicina obra su efecto —me dijo—. Te quedarás maravillosamente relajada. La Abuela Turner y yo bendecimos el día en que descubrimos esto.

La etiqueta del frasco decía que no contenía mercurio y que estaba recomendado por los médicos y los sacerdotes.

Además del sorprendente efecto colorista, la poción me produjo un estado de ofuscación y vértigo. Sospecho que aquella medicina contenía ingredientes como la codeína o el láudano. Recuerdo cuando la mitad de las viejas de la nación se encontraban permanentemente drogadas.

¡Gracias a Dios por la ley Fíarrison de narcóticos! Y también por la ley Volstead. Sé que el gobernador Smith es abolicionista, pero eso se debe a su raza y a su religión, y no se le pueden pedir cuentas por ello. Creo que su primera lealtad será para su país y no para «el infalible papa de Roma». Al Smith no me produce el más mínimo temor. Es un excelente demócrata y, cuando sea elegido, creo que hará grandes cosas si los de la pandilla republicana no lo boicotean, como hicieron con Woodrow Wilson, el más grande caballero presbiteriano de su época
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.

Permanecí dos días en cama. Mrs. Floyd fue muy amable y me llevó las comidas. La habitación estaba tan fría que la mujer no se entretenía para hacerme muchas preguntas. Dos veces al día iba a la oficina de correos a interesarse por mi carta.

La Abuela Turner se tumbaba a descansar todas las tardes, y entonces yo le leía en voz alta. A la vieja le entusiasmaba su medicina y la tomaba en vaso de agua. Yo leía cosas del
New Era
y del
Elevator
sobre el juicio de Wharton, y también un pequeño libro que alguien se había dejado olvidado en la posada y que se llamaba
La desilusión de Bess Calloway
. Trataba de una chica inglesa que no sabía si escoger como marido a un hombre rico que poseía una jauría de perros y se llamaba Alee o a un predicador. La chica era guapa y vivía bien, sin necesidad de cocinar ni de trabajar en nada, y podía escoger al que quisiera. Se complicaba la vida a sí misma porque nunca decía lo que pensaba, limitándose a enrojecer y a andarse con rodeos. Tenía a todos en vilo, pendientes de cuál sería su decisión. Eso era lo que hacía la lectura interesante. Tanto a la Abuela Turner como a mí nos encantó. Las partes humorísticas tuve que leerlas dos veces. Bess se casaba con uno de sus dos pretendientes y el hombre resultaba ser malvado y sin escrúpulos. Ya me he olvidado de cuál de ellos era.

Por la tarde del segundo día me sentí un poco mejor y me levanté para ir a cenar. El viajante se había marchado con sus calculadoras de bolsillo y en la mesa había otras cuatro o cinco vacantes.

Hacia el final de la cena apareció un desconocido que llevaba dos revólveres y que dijo que buscaba alojamiento y comida. Era un hombre de buen aspecto, de unos treinta años, con un remolino de pelo en la coronilla. Necesitaba un baño y un afeitado, pero se notaba que aquel no era su estado habitual. Parecía de buena familia. Tenía ojos azul claro y pelo rojizo. Llevaba un chaquetón de pana, adoptaba un aire presuntuoso y sonreía de una forma que le hacía a una ponerse nerviosa cuando la miraba.

Olvidó quitarse las espuelas antes de sentarse a la mesa y Mrs. Floyd le llamó la atención, diciendo que no quería que las patas de sus sillas estuvieran más arañadas aún de lo que ya estaban, que era mucho. Él se disculpó e hizo lo que se le pedía. Las espuelas eran de tipo mexicano, con grandes rodajas. Las puso encima de la mesa junto a su plato. Luego se acordó de los revólveres, se desabrochó la pistolera y la colgó del respaldo de la silla. Resultaba un aparejo muy vistoso. El cinturón era grueso y ancho y estaba lleno de cartuchos, y las cachas de los revólveres eran blancas. Parecía sacado de uno de esos espectáculos ambientados en el Oeste que se ven hoy en día.

Su sonrisa y sus presuntuosos modales intimidaron a cuantos se sentaban a la mesa menos a mí, y todos dejaron de hablar y se esforzaron en ser amables con el desconocido, pasándole cosas, como si fuera alguien. Debo reconocer que el hombre también me hizo preocuparme un poco por mi desordenado cabello y mi enrojecida nariz.

Mientras se servía la comida, el forastero me dirigió una sonrisa desde el otro lado de la mesa y dijo:

—¿Qué hay?

Yo le hice un gesto con la cabeza, pero no contesté. —¿Cómo te llamas? —preguntó él. —Como me pusieron mis padres —repliqué yo. —Pues yo estoy por decir que tu nombre es Mattie. Mattie Ross.

—¿Cómo lo sabe?

—Me llamo LaBoeuf. —Él pronunció LaBef, pero creo que escribirse, se escribe LaBoeuf—. Hace un par de días estuve hablando con tu madre. Está preocupada por ti.

—¿De qué tenía usted que hablar con ella, Mr. LaBoeuf?

—Eso te lo diré en cuanto coma. Me gustaría tener una charla confidencial contigo.

—¿Le pasa algo a mi madre?

—No, se encuentra muy bien. No pasa nada malo. Ando buscando a alguien. Hablaremos de eso después de la cena. Estoy muerto de hambre.

Mrs. Floyd dijo:

—Si es algo referente a la muerte de su padre, nosotros estamos enterados de todo. Fue asesinado frente a esta misma casa. En el porche, justo donde pusieron su cuerpo, aún queda sangre.

El tal LaBoeuf replicó:

—Se trata de otra cosa.

Mrs. Floyd describió el asesinato de nuevo e intentó sonsacar al hombre acerca de cuál era el asunto que deseaba discutir conmigo, pero él se limitó a sonreír y a seguir comiendo, sin soltar prenda.

Después de la cena nos fuimos a un rincón de la sala de estar, lejos de los otros huéspedes, y LaBoeuf colocó dos sillas junto a la pared. Cuando estuvimos sentados de esta curiosa forma, sacó una pequeña foto de su chaquetón de pana y me la enseñó. Era un retrato arrugado y borroso. Lo estudié. El rostro del hombre era más joven y no tenía ninguna marca negra, pero no cabía duda de que era la viva imagen de Tom Chaney. Se lo dije a LaBoeuf. Él asintió con la cabeza.

—Tu madre también lo identificó. Ahora te daré unas cuantas noticias. El verdadero nombre de ese tipo es Theron Chelmsford. Asesinó a un senador llamado Bibbs allá en Waco, Texas, y yo llevo casi cuatro meses siguiéndole la pista. Anduvo por Monroe, Louisiana, y Pine Bluff, Arkansas, antes de presentarse en casa de tu padre.

—¿Y por qué no lo atrapó usted en Monroe, Louisiana, o en Pine Bluff, Arkansas?

—Es un tipo muy escurridizo.

—A mí siempre me pareció más bien torpón.

—Ese es el papel que ha adoptado.

—Pues lo hace muy bien. ¿Es usted un representante de la ley o algo así?

LaBoeuf me mostró una carta que lo identificaba como sargento de los Rangers de Texas, con base en un lugar llamado Ysleta, cerca de El Paso. Dijo:

—En estos momentos estoy cumpliendo una misión especial. Trabajo para la familia del senador Bibbs, en Waco.

—¿Por qué mató Chaney a un senador?

—Todo fue por un perro. Chelmsford mató al perdiguero del senador. Bibbs amenazó con hacerlo azotar por ello, y Chelmsford disparó contra el viejo caballero, que estaba sentado en una mecedora del porche.

—¿Y por qué mató al perro?

—Eso tampoco lo sé. Simple maldad, supongo. Chelmsford es un caso perdido. Asegura que el perro le ladró. No sé si es cierto o falso.

—Yo también ando buscándolo —dije—. Me refiero a ese hombre a quien usted llama Chelmsford.

—Sí, eso tengo entendido. Hoy he hablado con el sheriff. Me informó de que te habías quedado aquí para buscar un detective especial que persiga a Chelmsford por el Territorio Indio.

—Ya he encontrado a quien hará el trabajo.

—¿Quién es?

—Un hombre llamado Cogburn. Es comisario del Tribunal Federal. Es el hombre más duro que tienen, y ya se las ha tenido que ver con una banda de ladrones mandada por un tal Lucky Ned Pepper. Se cree que Chaney está relacionado con esa gente.

—Sí, has hecho muy bien —dijo LaBoeuf—. Necesitas un federal. Yo mismo tenía esa idea. Necesito a alguien que conozca el terreno y pueda efectuar allí un arresto que reúna todos los requisitos legales. En estos días nunca se sabe lo que van a decidir los tribunales. Podría muy bien ser que yo me llevase a Chelmsford al condado McLennan, en Texas, solo para que algún juez corrompido dijese que el tipo había sido secuestrado y lo soltara. ¿Qué te parecería eso?

—Sería una ignominia.

—Quizá me una a ti y a tu comisario.

—De eso tendrá que hablar con Rooster Cogburn.

—Todos saldríamos ganando. Él conoce la región y yo conozco a Chelmsford. Llevarlo ante un tribunal con vida es un trabajo que requerirá al menos dos hombres.

—Bueno, a mí me da lo mismo que sea de una forma o de otra; solo que cuando atrapemos a Chaney no vamos a llevarlo a Texas, quiero que lo ahorquen en Fort Smith.

—¿Qué más te da? —replicó LaBoeuf—. Donde le cuelguen no tiene importancia, ¿verdad?

—Para mí, sí. ¿Y para usted?

—Pues para mí significa una buena cantidad de dinero. ¿Acaso una ejecución en Texas no te daría lo mismo que una ejecución en Arkansas?

—No. Usted mismo ha dicho que allí podrían soltar a Chaney. El juez de aquí cumplirá con su deber.

—Si no lo ahorcan, nosotros lo mataremos. De eso puedo darte mi palabra de ranger.

—Quiero que Chaney pague por haber matado a mi padre, y no a un perro perdiguero texano.

—No será por el perro, sino por el senador, y también por tu padre. De esa forma morirá exactamente igual y pagará por todos sus crímenes a la vez, ¿no lo entiendes?

—No, no lo entiendo. Yo no veo las cosas así.

—Hablaré con el comisario.

—Es inútil. Trabaja para mí. Debe hacer lo que yo diga.

—De todos modos, hablaré con él.

Comprendí que había cometido un error al sincerarme con aquel desconocido. Si LaBoeuf, en vez de atractivo, hubiera sido feo, yo habría estado más en guardia. Además, mi cerebro estaba ofuscado y no razonaba bien debido al efecto de la droga que contenía el activador de bilis.

Dije:

—De todas maneras, no podrá hablar con él hasta dentro de unos días.

—¿Por qué?

—Se ha ido a Little Rock. —¿A qué?

—Asuntos de su cargo.

—Entonces hablaré con él cuando vuelva.

—Sería mejor que se buscara otro comisario. Hay muchos. Yo ya he llegado a un acuerdo con Rooster Cogburn.

—Ya veré. Creo que tu madre no aprobaría que te metieses en un asunto de este tipo. Ella piensa que estás ocupándote de no sé qué de un caballo. La investigación criminal es sórdida y peligrosa y es mejor dejarla en manos de hombres que conocen la tarea.

—Supongo que usted es uno de esos. Bueno, pues si yo en cuatro meses no hubiera sido capaz de encontrar a un hombre como Tom Chaney, que lleva el rostro marcado, como Caín, no me metería a aconsejar a otros sobre cómo hacerlo.

—A mí no se me para con impertinencias.

—Ni yo pienso dejarme avasallar. LaBoeuf se levantó y dijo:

—Al principio de la noche pensé en la posibilidad de robarte un beso, aunque eres muy joven, estás enferma y eres menos atractiva que nada, pero lo que en estos momentos me apetece es darte cinco o seis buenos azotes con mi cinturón.

—Una cosa sería tan desagradable como la otra —repliqué—. Póngame la mano encima y tendrá que responder por ello. Es usted texano e ignora nuestras costumbres, pero las buenas gentes de Arkansas no son nada benévolas con los hombres que abusan de las mujeres y de los niños.

—A los jóvenes de Texas se los educa para que sean corteses y muestren respeto a sus mayores.

—He advertido que la gente de ese estado tiene también la costumbre de azuzar a sus caballos con espuelas grandes y brutales.

—Te estás pasando de impertinente, niña. —Me importa un bledo lo que usted piense. LaBoeuf estaba furiosísimo, así que me dejó, marchándose envuelto en todos sus adornos texanos.

A la mañana siguiente me desperté temprano, algo mejorada, aunque sintiéndome todavía insegura sobre mis pies. Me vestí deprisa y, sin esperar al desayuno, me encaminé a la oficina de correos. Las cartas ya habían llegado, pero aún estaban seleccionándolas, y la ventanilla de entregas no se encontraba abierta todavía.

Di una voz por la rendija del buzón por el que se echan las cartas, y un empleado se acercó a la ventanilla. Me identifiqué y le dije que esperaba una carta de gran importancia para un asunto legal. Él ya estaba enterado por las indagaciones de Mrs. Floyd, y fue tan amable que interrumpió sus deberes normales para buscarla. La encontró en pocos minutos.

La abrí con dedos impacientes. Allí estaba la nota de descargo certificada notarialmente (¡dinero en mi bolsillo!), así como una carta del abogado Daggett.

La carta decía así:

Querida Mattie:

Espero que el documento adjunto te parecerá satisfactorio. Me gustaría que estos asuntos los dejases por completo en mis manos o que, al menos, tuvieras la cortesía de consultarme antes de efectuar tales convenios. No es que te regañe, pero te advierto que algún día tu obstinada forma de actuar te meterá en un aprieto.

Eso aparte, debo admitir que pareces haber llegado a un acuerdo justo con el buen coronel. No sé nada de ese hombre, ni de su honradez o falta de ella, pero yo no le entregaría esta nota de descargo hasta que tuviera el dinero en mi bolsillo. Estoy seguro de que ya habrás tomado tal medida.

Tu madre está reponiéndose bien, pero se encuentra muy preocupada por ti y ansiosa de que vuelvas cuanto antes. Comparto esa ansiedad. Fort Smith no es lugar para una jovencita sola, ni siquiera para una Mattie. El pequeño Frank está en cama con dolor de oídos, aunque, desde luego, no es nada serio. Victoria está muy bien. Pareció lo más adecuado que ella no asistiese al entierro.

Como Mr. MacDonald continúa cazando venados, recurrimos a Mr. Hardy para que hablase en el funeral de Frank. Tomó su texto del capítulo 16 de san Juan: «Yo he vencido al mundo». Ya sé que Mr. Hardy no es tenido en alta estima por sus cualidades sociales, pero a su manera es un buen hombre, y nadie puede negar que estudia con diligencia las Escrituras. La logia de Danville se hizo cargo del enterramiento. Huelga decir que toda la comunidad está afectada y entristecida. Frank era hombre de muchos amigos.

Tu madre y yo deseamos que tomes el primer tren para casa en cuanto hayas concluido tus negocios con el coronel. Telegrafíame inmediatamente para confirmármelo y te esperaremos dentro de un día o dos. Me gustaría arreglar lo del testamento de Frank lo antes posible, y debo discutir contigo asuntos muy importantes. Tu madre no tomará ninguna decisión sin ti, ni tampoco firmará nada, ni siquiera simples recibos; por tanto, no podemos adelantar nada mientras no estés aquí. Ahora eres el brazo fuerte de tu madre, Mattie, y aunque yo te tengo en altísima estima, he de reconocer que a veces constituyes una pesada cruz para quienes te queremos. ¡Vuelve pronto! Cordialmente tuyo,

Jno. Daggett

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