Veinte años después (35 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

No se apartaba de su vista aquel torbellino, aquel aluvión de acerados cascos que le arrojó por tierra con el aire de su carrera.

Así es, que de vez en cuando repetía con voz apagada:

—De prisa, hijos míos, sufro mucho.

Y a cada una de estas quejas redoblaban en su derredor los gemidos y se recrudecían las maldiciones.

No sin trabajo llegóse por fin a casa de Broussel. Al ruido de la turba, que con bastante delantera le precedía, se habían asomado todos los vecinos a las ventanas y a las puertas de sus habitaciones. En el balcón de cierta casa a que daba entrada una puerta muy estrecha, veíase una criada anciana que gritaba con todas sus fuerzas, y una señora también de edad avanzada, llorando. Con inquietud visible, aunque manifestada de diferente modo, interrogaban aquellas dos personas al pueblo, el cual por toda respuesta les enviaba gritos confusos e ininteligibles.

Pero cuando apareció el pálido consejero conducido por ocho hombres y miró con moribundos ojos a su casa, a su mujer y a su criada, se desmayó la buena señora Broussel y la criada precipitóse a la escalera, con los brazos alzados al cielo para salir al encuentro de su amo, al tiempo que gritaba:

—¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¡Si a lo menos estuviera ahí Friquet para ir a buscar a un cirujano!

Friquet estaba allí. ¿Dónde no se encuentra el pilluelo de París? Friquet había aprovechado naturalmente la ocasión de ser día de Pascua para solicitar permiso de salir al amo de la taberna, permiso que éste no podía negarle, puesto que había estipulado que le dejaría libre las cuatro grandes fiestas del año.

Marchaba Friquet a la cabeza de la comitiva, pues aunque habíasele ocurrido la idea de ir a buscar un cirujano, le pareció más divertido gritar:

—¡Han asesinado al señor de Broussel, al padre del pueblo! ¡Viva el señor de Broussel! —que irse solo por las calles extraviadas a decir a un hombre vestido de negro—: Venid, señor cirujano; el consejero Broussel os necesita.

Por desgracia para Friquet, que desempeñaba en el acompañamiento un papel importante, cometió la imprudencia de subirse a una reja del piso bajo para dominar desde allí a la multitud. Esta ambición le perdió: su madre le vio y envióle a buscar al médico.

Cogió después la buena mujer al consejero en sus brazos, y quiso llevarlo así hasta el piso principal; mas al pie de la escalera Broussel se puso en pie y declaró que se sentía con fuerzas para subir solo, rogando a Gervasia, que así se llamaba la criada, que hiciese lo posible porque el pueblo se retirase; pero Gervasia no lo atendía.

—¡Ay pobre amo mío! —decía—. ¡Pobre amo mío!

—Bien, querida Gervasia, bien —decía Broussel para calmarla—; pierde cuidado, no será nada.

—¡Si estáis molido, derrengado, deshecho!

—No tal; es muy poca cosa.

—¿Poca cosa y estáis lleno de lodo? ¿Y tenéis sangre en los cabellos? ¡Ay Dios mío, desdichado amo!

—¡Calla —decía Broussel—, calla!

—¡Sangre, Dios mío, sangre! —gritaba Gervasia.

—¡Un médico, un cirujano! —aullaba la multitud—. ¡El consejero Broussel se está muriendo! ¡Los mazarinos lo han muerto!

—¡Santo Dios! —exclamaba Broussel desesperado—. ¡Esos infelices van a hacer arder la casa!

—Asomaos a la ventana, nuestro amo.

—¡Me guardaré muy bien, cáscaras! Quédese eso para el rey. Diles que estoy mejor, Gervasia; diles que voy, no al balcón, sino a la cama, y que se retiren.

—¿Pero por qué se han de ausentar cuando es una honra para vos que estén ahí?

—¿No conoces —continuaba Broussel con desesperación— que van a hacer que me prendan, que me ejecuten? ¡Otra que tal: mi mujer se pone mala!

—¡Broussel, Broussel! —gritaba la turba.

—¡Viva Broussel! ¡Un cirujano para Broussel!

Tanto ruido metieron, que aconteció lo que había previsto el consejero: un destacamento de guardias dispersó a culatazos toda aquella multitud que en su naturaleza era bastante inofensiva; a los primeros gritos de: «¡la guardia, soldados!». Broussel se metió vestido y calzado en la cama, temiendo que le creyesen autor del desorden. Gracias a aquella evolución militar, pudo la vieja Gervasia cerrar la puerta de la calle, con arreglo a la orden tres veces reiterada de su amo. Mas apenas subió la escalera Gervasia, de vuelta de esta operación, llamaron con fuerza desde la calle.

Ya repuesta de su desmayo, estaba la señora de Broussel descalzando a su esposo a los pies de la cama, y temblando como la hoja en el árbol.

—Mirad quién llama —dijo Broussel—, y no abráis sin saber antes a quién, Gervasia.

Gervasia se asomó y dijo:

—Es el señor presidente Blancmesnil.

—Entonces —dijo Broussel—, no hay inconveniente; abrid.

—¿Cómo va amigo mío? —dijo el presidente entrando—. ¿Qué os han hecho? He oído que os han querido asesinar.

—Todas las probabilidades inclinan a creer que se había tramado algo contra mi vida —respondió Broussel con una firmeza que pareció estoica a su colega.

—¡Pobre amigo mío! Sí, quisieron empezar por vos, pero a cada uno nos llegará nuestra vez; y como no pueden vencernos en masa, procurarán destruirnos unos tras otros.

—Si me libro de ésta —dijo Broussel—, les prometo confundirles bajo el peso de mis palabras.

—Escaparéis —dijo Blancmesnil—, a fin de hacerles pagar cara su agresión.

La señora Broussel lloraba cada vez más y Gervasia se desesperaba.

—¿Qué pasa? —exclamó un joven de robustas formas precipitándose en la habitación.

—¡Mi padre herido!

—Aquí tenéis una víctima de la tiranía, joven —dijo Blancmesnil con espanto.

—¡Oh! —dijo el joven volviéndose hacia la puerta—. ¡Desgraciados de los que os han tocado, padre mío!

—Santiago —dijo el consejero deteniéndole—, vale más que vayáis a buscar a un médico.

—Se oyen gritos —dijo la vieja—; será Friquet que traerá uno; pero no, es un coche.

Blancmesnil se asomó a la ventana y dijo:

—¡El coadjutor!

—¡El señor coadjutor! —repitió Broussel—. ¡Dios mío! Esperad que salga a recibirle.

Y olvidándose el consejero de su herida, se hubiera lanzado al encuentro del señor Retz a no detenerle Blancmesnil.

—¿Qué pasa, querido Broussel? —dijo el coadjutor entrando—. Dicen que os han querido asesinar, que os han armado un lazo. Buenos días, señor Blancmesnil. He llamado a mi médico, y aquí os lo traigo.

—¡Ah, señor! —exclamó Broussel—. ¡Cuánto os debo! Es muy cierto que los mosqueteros del rey me han atropellado y pisoteado con crueldad.

—Decid los mosqueteros del cardenal Mazarino —repuso el coadjutor—. Pero no hay cuidado; ya nos lo pagará. ¿No es verdad, señor de Blancmesnil?

Hizo un saludo Blancmesnil, a tiempo que se abrió la puerta, empujada por un criado. Seguíale un lacayo de lujosa librea, el cual dijo en alta voz.

—El señor duque de Longueville.

—¡Qué oigo! —exclamó Broussel—. ¿El señor duque aquí? ¡Tanto honor! ¡Ah, señor!

—Vengo a deplorar, caballero —dijo el duque— la suerte de nuestro valiente defensor. ¿Conque estáis herido, amado consejero?

—Aunque lo estuviera me curaría vuestra visita, monseñor.

—Pero con todo sentís dolores.

—Muchos —dijo Broussel.

—He traído a mi médico —dijo el duque—. ¿Permitís que entre?

—¡Señor!… —exclamó Broussel.

El duque hizo un ademán a su lacayo, y éste introdujo a un hombre vestido de negro.

—También yo he traído un médico —dijo el coadjutor al duque.

Los dos médicos miráronse.

—¿Aquí estáis, señor coadjutor? —dijo el duque—. Los amigos del pueblo se reúnen en su propio terreno.

—Me estremeció ese ruido, y acudí al momento; pero me parece que lo más urgente es que reconozcan los médicos a nuestro buen consejero.

—¡En vuestra presencia, caballero! —exclamó Broussel intimidado.

—¿Por qué no, amigo mío? Deseamos salir de cuidados y saber cómo estáis.

—¡Dios mío! —exclamó la señora Broussel—. ¿Qué nuevo tumulto es ese?

—Parece que suenan vivas —dijo Blancmesnil asomándose.

—¿Qué? —preguntó Broussel poniéndose pálido—. ¿Qué ocurre?

—¡La librea del príncipe de Conti! —dijo Blancmesnil—. El príncipe en persona.

El coadjutor y el señor de Longueville tuvieron que violentarse para no reír.

Acercáronse los médicos para destapar a Broussel, pero éste les contuvo.

—En aquel momento entró el príncipe de Conti.

—Caballeros —dijo—, os habéis anticipado a mí: pero no hay que tomarlo a mal, mi querido señor Broussel. Supe vuestra desgracia, y figurándome que tal vez os haría falta un doctor, he dado un rodeo para traeros el mío. ¿Cómo va? ¿Dicen que os han querido asesinar?

Broussel hubiera dado cualquier cosa por poder contestar: pero estaba tan aturdido con las distinciones que iban lloviendo sobre él, que le fue imposible decir una palabra.

—Vamos, doctor, ved qué es eso —dijo el príncipe de Conti a un hombre que le acompañaba.

—Nos reuniremos en consulta, caballeros —dijo uno de los galenos.

—Como queráis —respondió el príncipe—: pero sacadme pronto de dudas.

Acercáronse los tres médicos a la cama; Broussel sujetaba las sábanas con toda su fuerza, pero, a pesar de su resistencia, fue destapado y reconocido.

No tenía más que una contusión en el brazo y otra en el muslo. Los médicos miráronse con asombro, no comprendiendo que se hubiese reunido a tres eminencias de la facultad para semejante bagatela.

—¿Qué pasa? —dijo el coadjutor.

—¿Qué hay? —dijo el duque.

—Es de esperar que el accidente no tenga consecuencias —respondió uno de los médicos—. Pasaremos a la habitación inmediata para recetar.

—¡Broussel! ¡Noticias de Broussel! —gritaba el pueblo—. ¿Cómo está Broussel?

El coadjutor asomóse al balcón. Al verle calló el pueblo.

—Amigos —gritó—, tranquilizaos. El señor Broussel está fuera de peligro. Sin embargo, su herida es de gravedad y necesita el mayor reposo.

Los gritos de «¡Viva Broussel! ¡Viva el coadjutor!» atronaron la calle.

El duque de Longueville sintió envidia y salió también al balcón.

—¡Viva el duque de Longueville!

—Amigos —dijo el duque, saludando con la mano—, retiraos en paz y no deis a nuestros enemigos la satisfacción de llamaros trastornadores.

—¡Bien, señor duque! —dijo Broussel desde la cama—. Eso se llama hablar como un buen francés.

—Sí, caballeros parisienses —dijo el príncipe de Conti, presentándose también en el balcón para recoger su parte de ovación—; sí, el señor Broussel os lo suplica. Además, necesita reposo, y el ruido puede perjudicarle.

—¡Viva el príncipe de Conti! —gritó la multitud.

Despidiéronse los tres del consejo, y se retiraron acompañados por la multitud. Ya estaban en los muelles, y aún les saludaba Broussel desde la cama.

La vieja miraba a su amo con asombro. El consejero había crecido a sus ojos más de una vara.

—Eso es lo que tiene servir a la patria como dicta la conciencia —dijo Broussel con satisfacción.

Después de una hora de consulta, salieron los médicos y ordenaron que se lavasen las contusiones con agua y sal.

El resto del día no cesaron de parar carruajes a la puerta del consejero. Todos los frondistas dejaron su nombre en casa de Broussel.

—¡Qué gran triunfo, padre! —dijo el joven, que no comprendiendo el verdadero móvil que llevaba a su casa todos aquellos personajes, creía sinceras sus manifestaciones de cariño.

—¡Ah, amigo Santiago! —dijo Broussel—, mucho me temo pagarlo caro. Harto será que Mazarino no me tome en cuenta el mal rato que hoy le he dado.

Friquet volvió a medianoche sin haber podido hallar un médico.

Capítulo XXX
Preparativos para la entrevista de cuatro amigos

—¿Qué tal? —dijo Porthos, sentado en el patio de la fonda de la Chevrette, a D’Artagnan, que regresaba del palacio del cardenal con rostro serio y meditabundo—. ¿Qué tal os ha recibido, amigo D’Artagnan?

—Mal. Está visto que ese hombre es un necio. ¿Qué coméis, Porthos?

—Un bizcocho mojado en vino de España. Acompañadme.

—Con mucho gusto. Gimblou, trae un vaso.

El criado designado por tan armonioso nombre llevó el vaso, y D’Artagnan se sentó junto a su amigo.

—¿Qué ha pasado?

—¡Cáscaras! No había más que un modo de decirlo; entré, me miró de reojo, me encogí de hombros, y le dije:

«—Monseñor, hemos perdido el pleito.

»—Sí, sí, ya lo sé; contadme los detalles».

—Ya comprendéis Porthos, que no podía referir los detalles sin nombrar a nuestros amigos, y nombrándolos los habría perdido.

—¡Diablo!

«—Monseñor —le dije—, eran cincuenta, y nosotros éramos dos.

»—Sí, pero con todo —respondió— se han disparado algunos pistoletazos, según me han asegurado.

»—Es cierto que por ambas partes se ha quemado un poco de pólvora.

»—¿Y las espadas salieron a la luz? —añadió.

»—Salieron a tinieblas, señor —le contesté.

»—¡Oiga! —continuó el cardenal—. Yo creía que erais gascón, querido.

»—No soy gascón más que cuando me salen bien las cosas, señor».

—Esta respuesta le agradó, porque se echó a reír.

«—Eso me enseñará —dijo— a dar mejores caballos a mis guardias, pues si os hubieran podido seguir, y cada uno hubiera hecho lo que vos y vuestro amigo, hubierais cumplido vuestra palabra de traerle muerto o vivo».

—Pues a mí no me parece tan mal eso —repuso Porthos.

—No consiste en las palabras, amigo, sino en el modo. ¡Válgate Dios, y como se empapan en vino estos bizcochos! Parecen esponjas, Gimblou, otra botella.

Cumplióse esta orden con una presteza que demostraba el alto grado de consideración de que gozaba D’Artagnan en el establecimiento. Continuó diciendo:

—Ya me retiraba, cuando me llamó y me preguntó:

«—Parece que habéis perdido tres caballos.

»—Sí, señor.

»—¿Cuánto valían?».

—Vamos —interrumpió Porthos—, que ese es un buen rasgo.

—Mil doblones —le respondí.

—¡Mil doblones! —dijo Porthos—. ¡Oh!, ¡oh! Es mucho: si entiende de caballos habrá regateado.

—Buenas ganas se le pasaron de hacerlo, pues dio un brinco en su silla y me miró. Yo también le miré; entonces me entendió y abriendo un armario, sacó algunos billetes del Banco de Lyon.

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