Veinte años después (74 page)

Read Veinte años después Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—¡Ah, inglés bueno y fiel! ¡Ah, fiel servidor! —dijo Athos.

—Cuando volví en mí, me hallaba tendido en el mismo sitio, me arrastré hasta el patio y ya se había ausentado el rey con su escolta. Para venir desde el patio hasta aquí empleé cerca de una hora, y al llegar a este aposento me faltaron las fuerzas y me desmayé por segunda vez.

—¿Y cómo os encontráis ahora?

—Bastante mal —contestó el herido.

—¿Podemos hacer algo en vuestro favor? —preguntó Athos.

—Ayudarme a meterme en la cama; creo que así me aliviaré algo.

—¿No tenéis ninguna persona que os cuide?

—Mi esposa está en Durham y tiene que venir de un momento a otro. Pero, ¿y vos y vuestros compañeros? ¿Nada necesitáis? ¿Nada queréis?

—Veníamos con propósito de pediros de comer.

—¡Ah! De todo se han apoderado y no queda un solo pedazo de pan en casa.

—Ya lo oís, D’Artagnan —dijo Athos—; será menester ir a buscarlos a otra parte.

—Me es indiferente —contestó D’Artagnan—; ya no tengo gana.

—Ni yo tampoco, a fe mía —añadió Athos.

Luego trasladaron al herido a la cama y llamaron a Grimaud para que le curase. Tantas ocasiones había tenido Grimaud de hacer hilas y compresas desde que servía a los cuatro amigos, que había adquirido algunos conocimientos en cirugía.

En aquel intermedio volvieron los fugitivos al primer aposento y celebraron consejo.

—Ya sabemos a qué atenernos —dijo D’Artagnan—: es indudable que el rey y su escolta han pasado por aquí; con que debemos marchar por la parte opuesta. ¿No es así, Athos?

Athos no respondió; estaba reflexionando.

—Sí —dijo Porthos—; por la parte opuesta. Si seguimos a esa tropa vamos a encontrarlo consumido todo y a morirnos de hambre. ¡Maldito país! Será la vez primera que no tome un bocado a estas horas, y eso que es la mejor comida que hago.

—¿Qué os parece, D’Artagnan? —dijo Athos—; ¿pensáis como Aramis?

—No tal; soy de opinión distinta.

—¡Cómo! ¿Queréis seguir a la escolta? —dijo Porthos con terror.

—Seguirla no, caminar con ella.

Los ojos de Athos brillaron de satisfacción.

—¡Caminar con la escolta! —repitió Aramis.

—Dejad a D’Artagnan que hable, ya sabéis que siempre da excelentes consejos.

—Es indudable —dijo D’Artagnan— que debemos ir adonde no nos busquen. Y como nadie ha de buscarnos entre los puritanos, resulta que debemos ir con ellos.

—Bien, amigo, bien; buen consejo —repuso Athos—; a proponerlo iba cuando os anticipasteis.

—¿Luego pensáis como D’Artagnan? —dijo Aramis.

—Sí. Creerán que queremos salir de Inglaterra, nos buscarán en los puertos; entretanto nos vamos a Londres con el rey, y una vez en Londres, ¿quién nos encuentra? Bien fácil es ocultarse entre un millón de personas, y amén de esto —continuó Athos echando una ojeada a Aramis—, semejante viaje nos puede ser muy ventajoso.

—Sí —dijo Aramis—, te comprendo.

—Pues yo no —añadió Porthos—, pero no importa; cuando D’Artagnan y Athos lo dicen, debe ser lo mejor.

—¿Y no sospechará de nosotros el coronel Harrison? —preguntó Aramis.

—Nada de eso —contestó D’Artagnan—: todo lo contrario. El coronel Harrison es amigo nuestro; nos ha visto dos veces en casa del general Cromwell, y sabiendo que somos emisarios de monseñor Mazarino, nos considerará como hermanos. Además, ¿no es hijo de un carnicero? Sí, por cierto. Pues Porthos le enseñará a matar un buey de un puñetazo, y yo a derribar un toro agarrándole por las astas; así ganaremos su confianza.

Athos se sonrió.

—Sois la persona de mejor humor que conozco —dijo dando la mano al gascón— y celebro mucho que nos hayamos reunido, hijo mío.

Sabido es que Athos daba este nombre a D’Artagnan en las grandes efusiones de su corazón.

En aquel momento salió Grimaud de la alcoba. El herido, puestos ya los vendajes, seguía mejor.

Despidiéronse de él los cuatro amigos, y preguntáronle si tenía que darles algún encargo para su hermano.

—Decidle —respondió el buen hombre— que participe a S. M. que no me han muerto; por poco que yo valga, estoy cierto de que el rey habrá sentido mi muerte y se acusará de ella.

—Perded cuidado —dijo D’Artagnan—; lo sabrá antes de que anochezca.

Pusiéronse en marcha, siéndoles fácil adivinar por dónde habían de ir, gracias a las visibles huellas marcadas en la llanura.

Al cabo de dos horas de silenciosa marcha, D’Artagnan, que iba a la cabeza, se detuvo en un recodo del camino.

—¡Pardiez! —dijo—. Ahí están.

En efecto, a una media legua de distancia se divisaba una considerable tropa de caballería.

—Amigos —dijo D’Artagnan—, entregad las espadas al señor de Mostón, quien os las devolverá en tiempo y lugar oportunos, y no olvidéis que sois nuestros prisioneros.

Hecho esto, pusieron al trote los caballos, que ya comenzaban a cansarse, y poco después se reunieron con la escolta.

Rodeado de una parte del regimiento del coronel Harrison, caminaba el rey impasiblemente a la, cabeza, siempre con dignidad y hasta con alguna benevolencia.

Al ver a Athos y a Aramis, de quienes ni siquiera le habían dejado despedirse, y al comprender por sus miradas que, si bien prisioneros, tenía todavía amigos cerca de sí, animáronse sus pálidas mejillas con un sonrosado color causado por el placer.

Encaminóse D’Artagnan a la cabeza de la columna, y dejando a sus amigos bajo la custodia de Porthos, marchó en derechura hacia Harrison, el cual recordó en efecto haberle visto en compañía de Cromwell, y le recibió con toda la política de que era capaz un hombre de su condición y de su carácter. Sucedió lo que preveía D’Artagnan: el coronel no tenía, no podía tener duda alguna.

Hízose alto para comer, tomándose minuciosas precauciones a fin de que no se escapara el rey Carlos. En la sala principal de la posada se colocó una mesita destinada al monarca y otra grande para los oficiales.

—¿Coméis conmigo? —preguntó Harrison a D’Artagnan.

—¡Pardiez! —respondió el gascón—. Con mucho gusto lo haría, pero a más de mi compañero el señor Du-Vallon, traigo dos prisioneros, de quienes no me puedo separar, y que serían un estorbo en vuestra mesa. Mas una idea me ocurre, que pongan otra mesa en un rincón y a ella enviaréis lo que os parezca de la vuestra; si no, mucho me temo que nos quedemos en ayunas. Siempre es comer juntos hacerlo en la misma pieza.

—Corriente —dijo Harrison.

Arreglóse todo como D’Artagnan deseaba. Cuando volvió al comedor encontró al rey que estaba ya ante su mesita y servido por Parry; a Harrison y sus oficiales acomodados también, y en un rincón los asientos reservados para él y sus compañeros.

La mesa de los oficiales puritanos era redonda, y ya por casualidad o por un grosero cálculo, Harrison volvía la espalda al rey.

Carlos vio entrar a los cuatro amigos, mas no reparó al parecer en ellos.

Fueron a colocarse en su mesa particular, haciéndolo de modo que no diesen la espalda a nadie. A su frente tenían las otras dos mesas.

Deseoso de honrar a sus huéspedes, Harrison les enviaba los más delicados platos; mas desgraciadamente para nuestros caballeros no había vino. Esta circunstancia, que parecía completamente indiferente a Athos, arrancaba un gesto de disgusto a D’Artagnan, Porthos y Aramis siempre que llevaban a sus labios el puritano vaso de cerveza.

—Gran agradecimiento os debemos, coronel —dijo D’Artagnan—, por vuestro atento convite, porque a no ser por él, hubiéramos corrido peligro de pasarnos sin comer, como nos hemos pasado sin almorzar. Mi amigo el señor Du-Vallon os da también las gracias, pues tenía el mayor apetito.

—Aún me dura —dijo Porthos saludando al coronel Harrison.

—Y ¿cómo habéis tenido la gran desgracia de no almorzar? —preguntó el coronel sonriéndose.

—De un modo muy sencillo, coronel —respondió D’Artagnan—. Deseando reunirme a vos lo más pronto posible, partí por vuestro mismo camino, falta imperdonable en un veterano como yo, que debía saber lo poco que queda que espigar en todo paraje por donde pase un buen regimiento como el vuestro. Suponeos nuestra tristeza cuando al llegar a una linda casita situada a orillas de un bosque, y que tenía un aspecto tan alegre desde lejos que daba gusto verla, con su tejado encarnado y sus ventanas verdes, en lugar de encontrar gallinas que asar y jamones, encontramos sólo a un pobre diablo bañado en… ¡Voto a tantos, coronel! Felicitad en mi nombre al oficial que haya dado aquel golpe; tan bueno es, que ha producido admiración al mismo señor Du-Vallon, mi amigo, y eso que tiene la mano bastante pesada.

—Sí —dijo Harrison riéndose y mirando a un oficial sentado a su mesa—; sí, cuando Groslow se encarga de una cosa de esta naturaleza, no necesita que vaya otro a rematar su trabajo.

—¡Ah! ¿Conque ha sido el señor? —dijo D’Artagnan saludando al oficial—. Lamento que no entienda el francés para cumplimentarme.

—Estoy pronto a oíros y contestaros —dijo el oficial en regular francés—; he vivido tres años en París.

—Siendo así, os diré —prosiguió D’Artagnan— que le aplicasteis tan bien la mano, que el hombre estaba casi muerto.

—Yo supuse que lo estuviese del todo —dijo Groslow.

—No; poco le faltaba, pero vivía.

Diciendo estas palabras lanzó D’Artagnan una mirada a Parry, que permanecía de pie junto al rey, cubierto con la palidez de la muerte. Aquella mirada le indicó que a él iba dirigida la noticia.

El rey había escuchado toda esta conversación, entregado a una inexplicable angustia, pues no sabía adónde iría a parar el oficial francés, y le hacían daño todos aquellos crueles detalles pronunciados con tal indiferencia.

Sólo al oír las últimas palabras respiró libremente.

—¡Diantre! —dijo Groslow—. Pues yo creía haberle acertado mejor; si no estuviera tan lejos de ese miserable, sería capaz de volver allá y rematarle.

—Y haríais bien si teméis que sane —replicó D’Artagnan—, porque ya sabéis que cuando las heridas de la cabeza no matan al golpe, están curadas a los ocho días.

Y D’Artagnan dirigió una mirada a Parry, en cuyo semblante se pintó tanta alegría, que Carlos le alargó la mano sonriendo.

Parry se inclinó y le besó con respeto.

—A fe mí, D’Artagnan —dijo Athos—, que sabéis hablar tan admirablemente como pensar. ¿Qué os parece el rey?

—Mucho me gusta su fisonomía —dijo D’Artagnan—; tiene una expresión sumamente noble y digna.

—Sí, pero no hace bien en dejarse prender —observó Porthos.

—¡Quisiera poder beber a la salud del rey! —exclamó Athos.

—Pues yo brindaré —murmuró D’Artagnan.

—Hacedlo —dijo Aramis.

Porthos miró a D’Artagnan asombrado de los recursos de su imaginación gascona.

D’Artagnan llenó su vaso de estaño y dijo a sus amigos levantándose:

—Bebamos, señores, si os place, por la persona que preside la reunión. Por nuestro jefe, que puede estar persuadido de que nos tiene a su servicio, tanto durante el viaje como después de llegar a Londres.

Y como al hablar de este modo D’Artagnan tenía los ojos fijos en Harrison, creyó éste que el brindis iba dirigido a él, se levantó y saludó a los cuatro compañeros, los cuales bebieron a la par mirando a Carlos, mientras el coronel lo hacía sin la menor desconfianza.

Carlos presentó su vaso a Parry a fin de que echase en él algunas gotas de cerveza (pues el rey estaba sujeto al trato común), le llevó a sus labios, mirando a su vez a los cuatro amigos, y le apuró con un sonrisa llena de nobleza y gratitud.

—Vamos, caballeros —dijo Harrison dejando el vaso y sin la menor consideración al ilustre prisionero que custodiaba—, a caballo.

—¿Dónde dormiremos, coronel?

—En Thirsk —respondió Harrison.

—Parry —dijo el rey levantándose y volviéndose a su ayuda de cámara—, mi caballo. Deseo ir a Thirsk.

—Por Dios —dijo D’Artagnan a Athos—, que me ha prendado vuestro rey. Estoy enteramente a su disposición.

—Si habláis sinceramente no llegará a Londres —contestó Athos.

—¿Cómo?

—Porque se habrá fugado antes.

—Ahora sí que afirmo que estáis loco, Athos —repuso D’Artagnan.

—¿Pues qué? ¿Tenéis algún proyecto? —preguntó Aramis.

—¡Pshs! La cosa no sería imposible si tuviéramos un plan —dijo Porthos.

—No lo tengo —respondió Athos—, pero D’Artagnan lo encontrará, a no ser que ya lo haya encontrado.

D’Artagnan encogióse de hombros y se puso en marcha con sus compañeros.

Capítulo LXV
D’Artagnan propone un plan

Conocía Athos a D’Artagnan tal vez mejor que el gascón se conocía a sí mismo. Sabía que en una imaginación tan activa y fecunda como la de su amigo, sólo era menester dejar caer una idea, así como en un terreno fértil y vigoroso lo necesario es dejar caer una semilla. Vio, por tanto, tranquilamente a D’Artagnan encogerse de hombros y continuó su camino hablándole de Raúl, conversación que en otra ocasión, como recordarán nuestros lectores, se había desentendido.

Ya era entrada la noche cuando llegaron a Thirsk. Los cuatro compañeros fueron, al parecer, extraños e indiferentes a las medidas de precaución que se tomaron para custodiar la persona del rey, retirándose a una casa particular, y para precaverse de cualquier ataque inesperado, se acomodaron todos en un solo dormitorio, reservándose una salida. Colocaron a los lacayos en diversos puntos, y Grimaud durmió junto a la puerta sobre un montón de paja.

Estaba D’Artagnan pensativo, y como si hubiera perdido momentáneamente su ordinaria locuacidad, no pronunciaba una palabra: silbaba entre dientes y paseábase desde su cama a la ventana. Porthos, que nunca veía más que el exterior de las cosas, le hablaba como de costumbre. Contestábale D’Artagnan con monosílabos, y Athos y Aramis se miraron sonriéndose.

La jornada había sido larga, y sin embargo, los amigos durmieron mal, a excepción de Porthos, cuyo sueño era tan intolerable como su apetito.

Al siguiente día por la mañana D’Artagnan fue el primero que se levantó. Ya había bajado a la caballeriza, ya había reconocido los caballos, ya había dado las órdenes necesarias y aún no se habían levantado Athos y Aramis y aun roncaba Porthos.

A las ocho de la mañana se pusieron en camino por el mismo orden que el día anterior, sólo que D’Artagnan dejó a sus amigos y fue a estrechar las relaciones entabladas con el oficial Groslow.

Other books

Black Diamonds by Catherine Bailey
The Courtesan's Wager by Claudia Dain
The Girls Are Missing by Caroline Crane
Her Dearly Unintended by Regina Jennings
Rewarded by Jo Davis
Personal Darkness by Lee, Tanith
Love LockDown by A.T. Smith
1982 Janine by Alasdair Gray