Veinte años después (47 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los que necesitan solicitar saben revestir su semblante de toda clase de expresiones, y la hija de Enrique IV se sonreía al acercarse a aquel hombre que era objeto de su odio y su desprecio.

—¡Ah! —exclamó para sí Mazarino—. ¡Qué cara tan amable! ¿Si vendrá a pedirme dinero?

Y dirigió con inquietud una mirada a su caja, volviendo al mismo tiempo hacia adentro el valioso diamante de su sortija, cuyo brillo atraía las miradas sobre su mano, que era blanca y bonita, como ya hemos dicho. Por desgracia, aquel anillo no tenía, como el de Giges, la virtud de hacer invisible a su dueño cuando hacía lo que acababa de hacer Mazarino.

Y en verdad que el cardenal hubiese deseado ser invisible en aquel momento, porque conocía que la reina Enriqueta tenía que pedirle algo: cuando una mujer tan maltratada por él iba a visitarle con la sonrisa en los labios, era prueba de que le necesitaba.

—Señor cardenal —dijo la augusta señora—, al principio ocurrióme la idea de hablar con la reina mi hermana del asunto que aquí me trae; pero he pensado que los negocios políticos corresponden a los hombres.

—Crea V. M., señora —respondió Mazarino—, que estoy confuso con tanta honra.

—Muy agradable se presenta —pensó la reina—; ¿si habrá adivinado mi propósito?

Habían llegado al gabinete del cardenal, el cual ofreció un sillón a la reina, y cuando la vio sentada en él dijo:

—Mandad al más reverente de vuestros servidores.

—¡Ah, señor cardenal! —respondió la reina—, ya he perdido la costumbre de dar órdenes, y he adquirido la de rogar. Me consideraré muy feliz si me concedéis lo que vengo a pediros.

—Ya os escucho, señora —dijo Mazarino.

—Se trata, señor cardenal, de la guerra que sostiene el rey mi marido contra sus rebeldes súbditos. Tal vez ignoráis que en este momento se están batiendo en Inglaterra —prosiguió la reina con triste sonrisa—, y que en breve se batirán de un modo mucho más decisivo que hasta ahora.

—Lo ignoro completamente, señora —contestó el cardenal, acompañando estas palabras con un ligero movimiento de hombros—. ¡Ah! Nuestras propias guerras absorben el tiempo y el espíritu de un pobre ministro inepto y enfermo como yo.

—Pues bien —dijo la reina—, sabed que Carlos I, mi marido, está en vísperas de dar una batalla decisiva. Es necesario preverlo todo por si es vencido (Mazarino hizo un movimiento). Si fuese vencido —continuó la reina— desearía retirarse a Francia y vivir en ella como un ciudadano. ¿Qué decís de este proyecto?

Había escuchado el cardenal a la reina sin que ni un solo músculo de su semblante revelase sus impresiones y con su incesante sonrisa falsa y astuta. Luego que concluyó la reina, respondió con el acento más melifluo:

—¿Creéis, señora, que una nación tan agitada como ésta sea puerto muy seguro para un rey destronado? Bien sabéis que la corona se halla muy poco segura en las sienes de Luis XIV ¿cómo podría sufrir ese aumento de peso?

—Bastante llevadero ha sido este peso por lo que a mí toca —interrumpió la reina con dolorosa sonrisa—, y no pido que se haga por mi esposo más que lo que se ha hecho por mí. Ya veis que somos monarcas muy humildes, caballero.

—¡Oh! Vos, señora, vos —se apresuró a decir el cardenal para cortar las explicaciones que debían seguirse—, vos sois otra cosa; sois hija de Enrique IV, de ese rey grande e inmortal…

—Y, sin embargo, ¿negáis hospitalidad a su yerno? ¿No es así, señor cardenal? Debierais recordar que ese grande y sublime rey, proscrito una vez como va a serlo mi marido, fue a pedir amparo a Inglaterra y que Inglaterra se lo dio; verdad es que la reina Isabel no era su sobrina.


Peccato!
—dijo Mazarino, abrumado por aquella lógica tan sencilla—. Vuestra Majestad no me comprende y juzga mal mis intenciones, sin duda porque no sé hablar en francés.

—Hablad en italiano —dijo la reina Enriqueta—; nuestra madre la reina María de Médicis nos enseñó ese idioma antes de que el cardenal, vuestro antecesor, la enviase a morir a un destierro. Si aún queda algo de ese grande y sublime rey Enrique que mencionasteis hace poco, debe estar asombrado de tan grande admiración unida a tan poca consideración a su familia.

Por la frente de Mazarino corrían gruesas gotas de sudor.

—Por el contrario, señora —replicó el cardenal sin aceptar la proposición de la reina de variar de idioma—, esa admiración es tan grande y tan verdadera, que si el rey Carlos I, a quien Dios guarde de toda desgracia, viniese a Francia, le ofrecería mi casa, mi propia casa; pero, ¡ay! sería un asilo muy poco seguro para S. M. Algún día quemará el pueblo esta casa, como quemó la del mariscal de Ancre. ¡Pobre Concino Concini! ¡Sólo deseaba la dicha de Francia!

—Sí, señor, como vos —dijo irónicamente la reina.

Aparentó Mazarino no comprender el doble sentido de esta frase, y prosiguió lamentando la suerte de Concino Concini.

—Pero, en fin, señor cardenal —dijo la reina perdiendo la paciencia—, ¿qué me respondéis?

—Señora —dijo Mazarino cada vez más enternecido—, señora, ¿me permite V. M. que le dé un consejo? Bien entendido que antes de propasarme a tanto empiezo postrándome a los pies de V. M. para que me ordene lo que guste.

—Hablad —contestó la reina—; los consejos de un hombre tan prudente como vos, no pueden menos de ser buenos.

—Creedme, señora, el rey debe defenderse hasta el último momento.

—Ya lo ha hecho, y esa batalla que va a presentar con recursos muy inferiores a los de sus enemigos, prueba que no piensa ceder sin combatir. Pero ¿y si le vencen?

—Si le vencen, mi opinión (conozco que es mucho atrevimiento dar mi opinión a V. M.); pero creo que el rey no debe abandonar su reino; pronto se olvida a los monarcas ausentes; si pasa a Francia su causa está perdida.

—Pues entonces —dijo la reina—, si ésta es vuestra opinión, y si os inspira el interés que decís, enviadle algunos auxilios de hombres y dinero, porque yo no puedo hacer nada por él; ya he vendido para ayudarle hasta mi último diamante. Nada me queda, caballero, vos lo sabéis mejor que nadie. Si hubiera conservado alguna joya, hubiese comprado leña para calentarme este invierno con mi hija.

—¡Ah, señora! —exclamó Mazarino—. No sabe V. M. lo que me pide. Un rey que admite tropas extranjeras para reponerse en el trono prueba que no cuenta con el amor de sus vasallos.

—Al asunto, señor cardenal —dijo la reina cansada de seguir aquel espíritu sutil por el laberinto de palabras en que se perdía—, al asunto, y respondedme sí o no. ¿Si persiste el rey en quedarse en Inglaterra le enviaréis auxilios? ¿Si viene a Francia le daréis hospitalidad?

—Señora —dijo el cardenal simulando la mayor franqueza, voy a probar a V. M. cuán dispuesto estoy a servirla y cuánto es mi deseo de terminar un asunto que tan a pecho ha tomado; con lo que voy a decir creo que V. M. no dudará del celo que me anima.

Mordióse la reina los labios y se agitó con impaciencia en su sillón.

—Vamos a ver, decid, ¿qué pensáis hacer?

—Consultar ahora mismo a la reina sobre el asunto y someterle en seguida a la decisión del Parlamento.

—Con el cual estáis en guerra, ¿no es cierto? Encargaréis a Broussel que dé cuenta de mi solicitud. Basta, señor cardenal, basta. Os comprendo, o mejor dicho, me equivoco; acudid en efecto al Parlamento, porque ese Parlamento, enemigo de los reyes, es el que ha dado a la hija del grande y sublime Enrique IV, admirador de quien sois, los únicos socorros que le han impedido morirse de hambre y de frío este invierno.

Diciendo estas palabras se levantó la reina con majestuosa indignación.

El cardenal juntó las manos y las tendió hacia ella.

—¡Ah, señora, señora, qué mal me conocéis!

Pero la reina Enriqueta atravesó el gabinete sin mirar siquiera a la persona que vertía aquellas hipócritas lágrimas, abrió por su propia mano la puerta, y en medio de los muchos guardias de Su Eminencia, de los cortesanos solícitos por hacerle la corte y del lujo de una monarquía rival de la suya, tomó la mano de Winter, que estaba de pie y separado de los demás; pobre reina destronada, ante la cual todavía se inclinaban todos por etiqueta, pero que en realidad no podía disponer más que de un brazo para apoyarse.

—Sea como quiera —dijo Mazarino luego que se vio solo—, esta escena me ha afligido; trabajoso es el papel que desempeño. Pero ni a uno ni otro he dicho una palabra definitiva; ¡hum! El tal Cromwell es un cazador de reyes muy temible; lástima me dan sus ministros si alguna vez los tiene. ¡Bernouin!

Bernouin entró en el aposento.

—Que vean si está aún en palacio el joven de ropilla negra y cabellos cortos que introdujisteis antes a mi presencia.

Fuese Bernouin, y el cardenal le aguardó volviendo la sortija a su primera posición, restregando el diamante y admirando su limpieza. Aún se mecía una lágrima en sus ojos enturbiándole la vista; el cardenal movió la cabeza para hacerla caer.

Regresó Bernouin con Comminges, que era oficial de guardia.

—Monseñor —dijo Comminges—, yendo conmigo el joven por quien pregunta Vuestra Eminencia, acercóse a la puerta vidriera de la galería y se quedó parado contemplando una cosa que sin duda sería el hermoso cuadro de Rafael que hay enfrente: después de un momento de meditación bajó la escalera, y me parece haberle visto montar en un caballo tordo y salir del patio del palacio. Pero ¿no va monseñor a la habitación de la reina?

—¿Para qué?

—Mi tío, el señor de Guitaut, acaba de manifestar que S. M. ha recibido noticias del ejército.

—Bien está; voy corriendo.

En aquel momento entró el señor de Villequier, quien iba en efecto a buscar al cardenal de parte de la reina.

No se había equivocado Comminges, y Mordaunt había hecho efectivamente lo que él decía. Al pasar por la galería paralela a la gran galería de cristales, vio a Winter esperando el término de la negociación de la reina.

A semejante aspecto detúvose el joven, no para admirar el cuadro de Rafael, sino como fascinado por algún terrible objeto; sus ojos se dilataron; recorrió su cuerpo un estremecimiento nervioso; parecía que deseaba salvar la muralla de cristal que le separaba de su pariente, y si Comminges hubiera visto la expresión de rencor con que se fijaron en Winter las miradas del joven, no habría dudado de que aquel inglés era su enemigo mortal.

Pero Mordaunt se detuvo, sin duda para reflexionar, porque en vez de dejarse llevar de su primer movimiento, que era el de dirigirse directamente a lord de Winter, bajó pausadamente la escalera, salió del palacio con la cabeza baja, montó, se apostó a caballo en la esquina de la calle de Richelieu, y con los ojos clavados en la verja esperó a que saliese el carruaje de la reina.

No tuvo que esperar mucho tiempo, porque apenas estuvo la reina un cuarto de hora con Mazarino; pero aquel cuarto de hora le pareció un año. Por fin salió con estrépito del enverjado la pesada máquina que entonces se llamaba un coche, y Winter se colocó a caballo al lado de la portezuela, inclinándose para hablar a S. M.

Partieron los caballos al galope, encaminándose al Louvre, y entraron en este palacio, pues antes de salir del convento había dicho la reina Enriqueta a su hija que fuese a esperarla a aquel edificio en que había vivido mucho tiempo y del que sólo había salido porque su miseria le parecía mil veces más amarga en sus dorados salones.

Siguió Mordaunt al carruaje, y después que le vio atravesar los sombríos arcos del pórtico se colocó a la sombra, detrás de una pared y permaneció inmóvil en medio de las esculturas de Juan Goujon, cual un bajorrelieve que representase una estatua ecuestre.

Allí estuvo esperando como en el Palacio Real.

Capítulo XLII
Donde se ve que los desdichados confunden la casualidad con la providencia

—¿Qué resultado habéis obtenido, señora? —dijo Winter después de que la reina se quedó sola con él.

—El que había previsto, milord.

—¿Se ha negado Mazarino?

—¿No os lo manifesté de antemano?

—¡Se niega el cardenal a recibir al rey! ¡Niega Francia hospitalidad a un monarca desgraciado! Es la primera vez, señora.

—No he mencionado a Francia, milord, he nombrado al cardenal, y el cardenal ni siquiera es francés.

—Pero, ¿y la reina?, ¿la habéis visto?

—Sería inútil —respondió Enriqueta moviendo tristemente la cabeza—; no será la reina la que diga sí, cuando el cardenal ha dicho no. ¿Ignoráis que ese italiano lo dirige todo en el interior como en el exterior? Hay más: no me extrañaría que Cromwell se hubiese anticipado a nosotros, como antes os indiqué: estaba turbado al hablarme, y sin embargo, se manifestaba firme en su resolución de no acceder a mi demanda. Y por otra parte, ¿no reparasteis la agitación que reinaba en el Palacio Real? Tantas idas y venidas… ¿Habrán recibido acaso alguna noticia, milord?

—De Inglaterra por lo menos, no, señora: yo me he dado tanta prisa, que estoy seguro de que nadie me ha adelantado; me puse en camino hace tres días; atravesé como por milagro por medio del ejército puritano; tomé la posta con mi lacayo Tomy y en París sólo he comprado los caballos que ahora tenemos. Además estoy cierto de que el rey no se arriesgará a nada antes de recibir contestación de V. M.

—Decidle, milord —dijo con desesperación la reina—, que nada puedo hacer, que he padecido tanto o más que él, precisada a comer el pan del destierro, a pedir hospitalidad a amigos infieles que se burlan de mis lágrimas, y en fin, que por lo que hace a su real persona, es necesario que se sacrifique noblemente, y sepa acabar como rey. Yo iré a morir a su lado.

—¡Señora! ¡Señora! —exclamó Winter—. V. M. se deja llevar de su desaliento. Quizá nos quede aún alguna esperanza.

—¡No tenemos amigos, milord, no tenemos en todo el mundo otro amigo que vos! ¡Oh, Dios mío! —exclamó la reina Enriqueta alzando los brazos al cielo—. ¡Habéis llevado a vuestro seno a todos los corazones generosos que existían en la tierra!

—Espero que no sea así, señora —contestó Winter meditabundo—. Ya os he hablado de cuatro personas…

—¿Y qué queréis hacer con cuatro hombres?

—Cuatro hombres leales, cuatro hombres decididos a morir, hacen mucho: creedme, señora, las personas de que os hablo ejercieron gran poder algún tiempo.

—¿Y dónde están?

—Eso es lo que no sé. Cerca de veinte años ha que los perdí de vista, y sin embargo, siempre que el rey ha corrido peligro he pensado en ellos.

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