Veinte años después (81 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Estas brutales palabras, que tomadas literalmente tenían un sentido terrible, fueron recibidas por los demás operarios con una explosión de salvaje alegría.

Parry retiróse creyendo que soñaba. Ya le esperaba Carlos con impaciencia.

El centinela de la puerta se asomó movido de la curiosidad de ver lo que hacía el rey.

El rey permanecía recostado de codos sobre el lecho.

Cerró Parry la puerta, y dirigiéndose al monarca con el rostro radiante de júbilo.

—Señor —le dijo en voz baja—: ¿sabéis quiénes son esos operarios que tanto ruido meten?

—No —respondió Carlos moviendo melancólicamente la cabeza—: ¿cómo queréis que lo sepa? ¿Conozco yo por ventura a esos hombres?

—Señor —repuso Parry bajando aún más la voz y acercándose al lecho de su amo—: señor, son el conde de la Fère y su compañero.

—¡Construyendo mi patíbulo! —murmuró el rey.

—Sí y abriendo al mismo tiempo un agujero en la pared.

—¡Chist! —dijo el rey mirando estremecido en torno suyo—. ¿Los has visto?

—Les he hablado.

Juntó el rey las manos y alzó los ojos al cielo, rezó una corta y ferviente plegaria, y saliendo de la cama marchó a la ventana, cuyas cortinas descorrió; aún había centinelas a la parte de afuera, y más allá se extendía una plataforma, sobre la cual veíanse pasar fantásticas figuras.

Nada pudo divisar Carlos; pero sintió bajo sus pies la conmoción de los golpes que daban sus amigos, y cada uno vibraba con fuerza en su corazón.

No estaba equivocado Parry cuando creyó reconocer a Athos; él era en efecto. Auxiliado por Porthos estaba abriendo un agujero en que debía descansar una de las vigas transversales.

Comunicaba este agujero con un tambor practicado bajo el pavimento de la cámara real. Desde este tambor, semejante a un entresuelo de muy poca altura, se podía con una alzaprima y un par de hombros buenos, lo cual atañía a Porthos, levantar un trozo del techo; salía el rey por aquel hueco, entraba con sus libertadores en el cadalso, cubierto enteramente de tela negra, se disfrazaba de trabajador, para lo cual ya le tenían un traje preparado, y bajaba sin afectación con sus cuatro amigos.

No sospechando nada los centinelas, y creyendo que volvían del trabajo, los dejarían pasar.

Ya hemos dicho que el falucho estaba dispuesto.

Este plan era vasto, sencillo y fácil, como todos los que son efecto de una resolución atrevida.

Estaba, pues, Athos estropeando sus hermosas manos, tan blancas y tan finas, en quitar las piedras que sacaba Porthos de su base. Ya podía pasar la cabeza por entre los adornos de la parte inferior del balcón. Con dos horas más de trabajo pasaría todo el cuerpo; antes del amanecer estaría terminado todo el agujero y desaparecería bajo los pliegues de una colgadura interior que debía poner D’Artagnan. Habíase fingido éste operario francés, y ponía clavos con la regularidad del más inteligente tapicero. Aramis, entretanto, cortaba el excedente de la sarga que pendía hasta el suelo, y tras la cual se ocultaba la armazón del cadalso.

Brilló al fin la luz del día en los tejados de Londres, grandes fogatas de carbón de tierra y de leña habían ayudado a los trabajadores a pasar la fría noche del 29 al 30 de enero, y los más empeñados en su obra se interrumpieron mil veces durante su transcurso para calentarse. Solamente Athos y Porthos no suspendieron su tarea; a los primeros albores de la mañana estaba terminado el agujero.

Athos penetró en él llevando envueltos en un pedazo de tela vestidos destinados al rey, diole Porthos su alzaprima, y D’Artagnan clavó (lujo grande pero sumamente útil) una colgadura de sarga interior, tras de la cual desaparecieron el agujero y el que dentro se encontraba.

Sólo necesitaba Athos dos horas para ponerse en comunicación con el rey; y los cuatro amigos, según sus cálculos, tenían por suyo todo el día, porque faltando el verdugo, sería menester ir a buscar el de Bristol.

Fuese D’Artagnan a vestir su traje color de castaña, y Portos su jubón colorado, en tanto que Aramis pasaba a casa de Juxon, a fin de penetrar con él, si era posible, en el aposento del rey.

Todos estaban citados a las doce en la plaza de White-Hall a fin de ver lo que pasara.

Antes de alejarse del cadalso, fue Aramis al hueco en que estaba oculto Athos, y le manifestó que iba a procurar ver otra vez al rey Carlos.

—Adiós, pues, y valor —le dijo Athos—; referid al rey el estado de las cosas, decidle que cuando se halle solo dé un golpe en el suelo para que continúe yo con seguridad mi trabajo. Si pudiese Parry ayudarme quitando antes la piedra inferior de la chimenea, que sin duda será de mármol, eso tendríamos adelantado. Vos, Aramis, haced lo posible para no apartaros del rey. Hablad alto, muy alto, porque os oirán desde la puerta. Si hay algún centinela en el interior del aposento, matadle sin andaros en contemplaciones. Si hay dos, que Parry mate a uno y vos al otro; si hay tres, defendeos hasta que os maten, pero librad al rey.

—Perded cuidado —dijo Aramis—; llevaré dos puñales y daré uno a Parry. ¿Hay más?

—No, marchad, mas encargad mucho al rey que no haga alarde de una vana generosidad, que huya mientras lucháis vos, si llega a haber combate; vuelta la lápida en su lugar y colocado vos vivo o muerto sobre ella, tardarán cuando menos diez minutos en descubrir el camino por donde ha de evadirse, en cuyo intermedio andaremos mucho y se salvará el rey.

—Se hará como decís, Athos; venga esa mano; quizá no nos volvamos a ver.

Athos rodeó con sus brazos el cuello de Aramis.

—Recibid este abrazo. Si muero, decid a D’Artagnan que le he querido como a un hijo, y abrazadle en mi nombre.

—Adiós —dijo Aramis—, estoy tan seguro ahora de la fuga del rey, como de que en este momento estrecho la mano del hombre más noble del mundo.

Con esto separóse de Athos, bajó del cadalso, y volvió a su posada silbando una canción compuesta en loor de Cromwell. Halló a sus dos compañeros junto a una buena lumbre, desocupando una botella de vino de Oporto y devorando una gallina fiambre. Porthos fulminaba mientras comía injuria sobre injuria contra los infames parlamentarios; D’Artagnan comía en silencio, pero combinando en su imaginación los más atrevidos proyectos.

Manifestóle Aramis lo que se había resuelto; D’Artagnan lo aprobó con un movimiento de cabeza, y Porthos de viva voz.

—¡Bravo! —murmuró—; además, allá estaremos nosotros en el momento de la fuga; tras del patíbulo se puede uno esconder muy bien, y en aquel sitio iremos a situarnos. Entre D’Artagnan, yo, Grimaud y Mosquetón, matamos por lo menos ocho; no hablo de Blasois, que sólo sirve para cuidar caballos. A dos minutos por hombre son cuatro minutos; Mosquetón perderá uno, son cinco, entretanto podéis andar un cuarto de legua.

Aramis tomó con rapidez un bocado, bebió un vaso de vino y se mudó.

—Ahora —dijo— voy a casa de su gracia. Preparad las armas, Porthos; cuidad bien del verdugo, D’Artagnan.

—No hay temor; Grimaud ha relevado a Mosquetón, y está guardándole.

—No importa; aumentad si es posible vuestra vigilancia; no estéis parado un momento.

—Parado, ¿eh? Preguntad a Porthos; no vivo, no me hallo sino de pie: parezco un bailarín. ¡Diantre! ¡Qué amor me inspira Francia en este momento, y qué bueno es tener una patria propia, cuando tan mal va en la ajena!

Despidióse Aramis de sus compañeros como de Athos, esto es, abrazándoles y marchó a ver al obispo Juxon, a quien hizo presente su petición. Con tanta mayor facilidad consintió Juxon en llevarle consigo, cuanto que había de necesitar de un ayudante en caso de que el rey quisiese comulgar, lo cual era seguro, y sobre todo en caso de que quisiera oír misa, lo cual era probable.

Subió, pues, el obispo al coche, vestido como Aramis la noche precedente, y éste se colocó junto a él, aún más disfrazado por su palidez y melancolía que por su traje de diácono. El carruaje paró a la puerta de White-Hall a esto de las nueve de la mañana. Nada había variado en la apariencia: las antesalas y corredores estaban llenos de soldados, como la víspera. Dos centinelas custodiaban la puerta del rey; otros dos se paseaban delante del balcón sobre la plataforma del tablado, en el cual estaba ya colocado el tajo.

La esperanza que animaba al rey se trocó en júbilo al volver a ver a Aramis. Abrazó a Juxon y dio un apretón de manos a Herblay. El obispo habló al rey en voz alta y a presencia de todos como en su entrevista anterior. Contestóle Carlos que las palabras que en aquella entrevista oyera, habían producido su fruto y que deseaba tener otra conversación semejante con él. Juxon se volvió entonces a los circunstantes y le rogó le dejasen solo con el rey.

Retiráronse todos.

—Señor —dijo Aramis con rapidez así que hubo cerrado la puerta—, señor, os habéis salvado. Ha desaparecido el verdugo de Londres, su ayudante se partió una pierna anoche al pie de la ventana. Él fue quien dio aquel grito que oímos. Ya habrán notado la desaparición del ejecutor, pero tienen que ir a Bristol a buscar otro, y para eso precisa tiempo. Podemos disponer cuando menos del día de hoy.

—¿Y el conde de la Fère? —preguntó el monarca.

—A dos pies de distancia, señor; dad tres golpes con la varilla del hogar y oiréis su respuesta.

Cogió el rey con trémula mano el instrumento y dio tres golpes, uno tras otro. Otros golpes sordos y acompasados respondieron al momento a la señal, resonando bajo el pavimento.

—Y el que me contesta —dijo el rey— es…

—El conde de la Fère, señor; está preparando el camino para que huya Vuestra Majestad. Parry levantará esa losa de mármol y quedará abierto el paso.

—No tengo aparato para hacerlo —observó Parry.

—Tomad este puñal, pero cuidad de no embotarle mucho, pues quizás os deba servir para otra cosa que levantar piedras.

—¡Oh, Juxon! —murmuró Carlos dirigiéndose al obispo y cogiéndole entrambas manos—. Juxon, acordaos de la súplica que os va a hacer el que fue vuestro rey.

—El que lo es aún y lo será siempre —dijo Juxon besando la mano al príncipe.

—Rogad a Dios toda vuestra vida por este caballero que veis, por ese otro que oís bajo nuestras plantas, y por otros dos que, por dondequiera que se encuentren, sé de cierto que se desvelan por mi salvación.

—Señor —respondió Juxon—, seréis obedecido. Cada día de mi vida ofreceré a Dios una oración por los leales amigos de Vuestra Majestad.

Aún continuó su trabajo el conde por algún tiempo, acercándose más y más a la habitación. Pero de pronto se oyó un inesperado ruido en la galería, y Aramis hízole señal de que suspendiese su obra.

Causaba este ruido cierto número de pasos iguales y acompasados. Quedáronse inmóviles los cuatro circunstantes, y fijaron la vista en la puerta, la cual se abrió lentamente y con una especie de solemnidad.

En el cuarto que precedía al del rey se veían dos filas de soldados, un comisario del parlamento vestido de negro y con una gravedad de mal agüero, entró y saludó al monarca, y desenrollando un pergamino, le leyó su sentencia, conforme se acostumbra con los reos que van a marchar al patíbulo.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó Aramis a Juxon.

Éste le hizo una señal dándole a entender que también lo ignoraba.

—¿Conque ello ha de ser hoy? —preguntó el rey con una emoción perceptible sólo para Juxon y Aramis.

—¿Pues no sabéis, señor, que había de ser esta mañana? dijo el hombre de lo negro.

—¿Debo perecer como un criminal ordinario a manos del verdugo de Londres?

—El verdugo ha desaparecido de la ciudad —dijo el comisario del parlamento—, mas un hombre se ha ofrecido a ejercer su ministerio. Sólo se retardará, pues, la ejecución el tiempo que pidáis para poner en orden vuestros negocios temporales y espirituales.

Un ligero sudor que brotó en la raíz de sus cabellos fue la única prueba de emoción que dio Carlos al recibir esta noticia.

Aramis se puso lívido. Su corazón dejó de latir; cerró los ojos y apoyó las manos sobre una mesa. Al ver tan profundo dolor, Carlos olvidó al parecer el suyo propio.

—Vamos —le dijo con dulce y tierna sonrisa—, tened valor, amigo. Marchó hacia él, le cogió la mano y le abrazó.

Y volviéndose al comisario, añadió:

—Estoy pronto. Sólo deseo dos cosas que no creo os causen largo retraso: la primera es comulgar, y la segunda, abrazar a mis queridos hijos y despedirme de ellos por última vez. ¿Me será lícito hacerlo?

—Sí, señor —respondió el comisario.

Y salió del cuarto.

Aramis se destrozaba las carnes con las uñas, y lanzaba prolongados gemidos.

—¡Oh, señor! —exclamó asiendo las manos de Juxon—. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Dios?

—Hijo —respondió con firmeza el obispo—, no le veis porque os le ocultan las pasiones de la tierra.

—No te entristezcas así, hijo mío —dijo el rey a Aramis—. ¿Preguntas dónde está Dios? Está mirando tu lealtad y mi martirio, y créeme, uno y otro tendrán su recompensa; acusa, pues, de lo que pasa a los hombres y no a Dios. Los hombres son los que me matan, los hombres son los que te hacen llorar.

—Sí, señor —contestó Aramis—, sí, tenéis razón, a los hombres debo acusar y acusaré.

—Sentaos, Juxon —dijo Carlos cayendo de rodillas—; aún os falta oírme, aún me falta confesarme. No os marchéis —continuó dirigiéndose a Aramis que estaba haciendo un movimiento para retirarse—; quedaos, Panrry; nada tengo que decir, ni aun en el secreto de la penitencia, que no pueda decirse a la faz de todos; quedaos, mi único sentimiento es que no pueda oírme el mundo entero como vos y con vos.

Sentóse Juxon, y doblando el rey las rodillas como el más humilde penitente empezó su confesión.

Capítulo LXXI
Remember

Concluida la real confesión, comulgó Carlos, y pidió que le dejaran ver a sus hijos. Daban las diez; no se había equivocado el rey al decir que no sería largo el retraso.

El pueblo, sin embargo, se hallaba ya impaciente; sabíase que la hora de las diez era la señalada para la ejecución, y la turba se iba agrupando en la calles adyacentes a palacio, y el rey empezaba a oír el lejano ruido que forman las masas populares y el mar, cuando agitan a las unas sus pasiones y al otro sus tempestades.

Entraron en la cámara los hijos del rey; la princesa Carlota, rubia, hermosa y con los ojos bañados en lágrimas, y el duque de Gloucester, niño de ocho a nueve años, cuyo naciente orgullo se revelaba en sus secos ojos y en su labio superior desdeñosamente contraído. Había llorado toda la noche, mas delante de la gente no lloraba.

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