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Authors: Juana Salabert
SINOPSIS: La gran redada del Velódromo de Invierno tuvo lugar el 16 de julio de 1942, en París, ordenada por las autoridades alemanas de ocupación y el gobierno colaboracionista del mariscal Pétain. Fueron detenidas más de 13.000 personas. Todos llevaban cosida a la ropa la estrella amarilla que los identificaba como judíos, y muy pocos regresaron del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Pero alguno consiguió huir: el domingo 19 de julio de 1942 la niña llse Landerman, judía alemana, consiguió burlar la vigilancia policial y escapó del Velódromo y de la muerte en Auschwitz, o así lo imagina Juana Salabert en esta novela, galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2001.
Velódromo de Invierno transcurre en dos planos temporales: entre cuatro días del terrible julio de 1942 en el París hermoso y vencido, y los recuerdos de toda una vida de exilio, invocados en 1992. En primer plano, la aventura de llse Landerman, que quiso librarse de la culpa de haber tenido la audacia y el instinto necesarios para escapar y sobrevivir, dejando atrás a su madre y su hermano menor en los graderíos del Velódromo de Invierno.
La novela de Juana Salabert alcanza ese punto excepcional en el que, más allá de la crónica y los datos desnudos, la ficción es memoria y verdad, y ética y belleza se convierten en una sola cosa. Velódromo de Invierno es una historia de amores y afán de olvido, y una celebración del valor de la memoria, del coraje de recordar. Reviviendo sensorialmente la belleza y lo terrible del siglo pasado, nuestro siglo XX, Juana Salabert recupera el poder de subversión de la memoria en una novela fundamental y fascinante.
Juana Salabert
Velodromo de Invierno
ePUB v1.0
OhCaN21.06.11
Jurado del Premio Biblioteca Breve 2001
GUILLERMO CABRERA INFANTE
SUSANA FORTES
ADOLFO GARCÍA ORTEGA
PERE GIMFERRER
LUIS GOYTISOLO
ALMUDENA GRANDES
JORGE VOLPI
Seix Barral
Premio Biblioteca Breve 2001
Juana Salabert
Velódromo de Invierno
Diseño colección: Josep Bagá Associats
Primera edición: marzo 2001
© 2001, Juana Salabert
Derechos exclusivos de edición
en castellano reservados para
todo el mundo:
© 2001: Editorial Seix Barral, S. A.
Provenza, 260 - 08008 Barcelona
ISBN: 84-322- 1096-X
Editorial Planeta Colombiana, S. A.
Calle 21 No. 69-53 - Bogotá, D. C.
ISBN: 958-42-0134-4
Primera reimpresión (Colombia): junio de 2001
Impresión y encuademación: Quebecor World Bogotá S. A.
Impreso en Colombia
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
A mi abuela, Juana Granel. Gracias por tu cariño, tu legado generoso de enseñanzas y tu fe
imbatible en la libertad.
A Javier Franco, amigo del alma, porque te quiero. Vivirás en mí como yo continúo viviendo en
ti.
In memoriam.
Y a la memoria, y en nombre, también, de los millones de ciudadanos europeos judíos y
gitanos asesinados por la bestia nazi y quienes la llevaron al poder con sus votos criminales.
Mi agradecimiento y mi cariño a mi prima María Moreno, de la Universidad de Berkeley, por su
valiosa ayuda sobre el judeo-español y las comunidades sefardíes.
Este libro les debe mucho, asimismo, y no sólo por lo que atañe a la labor documental, a los
historiadores franceses Claude Lévy y Paul Tillará, resistentes y deportados, coautores del
estremecedor libro
La grande rafle du Vel d'Hiv
((La gran redada del Velódromo de Invierno), Editorial Robert Laffont, París, 1967.)
.
A ellos, así como a todos los integrantes de la 35
Brigada FTP-MOI (Siglas del Movimiento de resistencia Franco-Tiradores y Partisanos-Mano de Obra
Inmigrante.) de Toulouse, a la que pertenecieron el propio Claude Lévy y su hermano Raoul, va mi
agradecimiento de heredera beneficiaría de un mundo alumbrado por quienes redujeron a cenizas
la monstruosa Alemania de Adolf Hitler, a un precio sin precio, porque ni las vidas ni las muertes
lo tienen. De tanta sangre no en vano derramada somos hijos.
Ne me chanterez-vous pas un chant du
soir à la mesure de mon mal?
SAINT-JOHN PERSE,
Exil
La pista y el graderío inferior iban llenándose poco a poco. Los gendarmes escoltaban a través de los corredores a los grupos de recién desembarcados de los traqueteantes autobuses municipales de la TCPR
(TCPR: autobuses de la Municipalidad parisiense)
que esa misma madrugada habían cruzado, distrito tras distrito, la ciudad vencida. En la calle Nélaton se afanaba a gritos, alrededor de los verdes autobuses atestados que llegaban cada diez minutos, el servicio de orden compuesto por jóvenes voluntarios doriotistas. Había pocos comercios abiertos y la mayoría de las ventanas circundantes permanecían cerradas. A cien metros escasos, en el muelle de Grenelle, el Sena destellaba bajo el sol de julio. Eran apenas las diez y media de la mañana y el día se anunciaba terriblemente caluroso. Pero en el interior del Velódromo de Invierno reinaba una semipenumbra fantasmal, macilenta y verdosa. La inmensa vidriera, recubierta por la pintura azul de la defensa antiaérea, desprendía, a la luz cónica de las bombillas y de los suspendidos proyectores metálicos, haces de un polvillo denso, seco. En las últimas gradas la oscuridad era casi total. Y la gente, cargada con sus paquetes y maletas llenados apresuradamente al alba, bajo las miradas conminatorias de la policía francesa, se sentaba, por pequeños grupos, o permanecía aún de pie, con aire indeciso, amedrentado, con sus bebés y los víveres «para un par de días» en el regazo, mirando hacia la pista hacinada. Únicamente los niños habían empezado a correr de un lado para otro, desobedeciendo los murmullos de aprensiva advertencia de los mayores. Aquellos niños que ocuparon con toda naturalidad los asientos junto a las ventanillas de los autobuses, y observaron sobre sus plataformas de madera el amontonamiento de los equipajes custodiados por la pareja de guardias armados mientras cruzaban París, con el pequeño juguete favorito, cogido en el último momento, entre los dedos, tenían, al igual que los adultos, un único rasgo distintivo en común. Todos ellos, a excepción de los menores de seis años, llevaban una estrella amarilla de seis puntas, con la inscripción
«Juif»
en su interior tejida en caracteres negros, cosida en sus ropas, a la altura del corazón. La misma estrella que sellaba, por orden de las autoridades germanas de ocupación y a instancias del gobierno colaboracionista con sede en Vichy presidido por el mariscal Pétain, todos sus documentos de identidad. Habían crecido, y en muchos casos nacido, en Francia, pero sus padres eran apátridas, alsacianos y loreneses desprovistos, de la noche a la mañana, por orden de los vencedores, de su nacionalidad francesa, o de origen alemán, austríaco, checo, polaco y ruso.
Ellos y sus familiares constituían, en aquella tórrida jornada de julio planificada minuciosamente desde tiempo atrás mediante la elaboración, a cargo de los servicios policiales franceses, de un completo fichero redactado por André Tulard, con nombres y datos extraídos del censo municipal, el primer objetivo de una vasta y escalonada operación de exterminio bautizada «Viento Primaveral» en el oeste y «Espuma de Mar» en el este.
La gran redada, iniciada a las tres de la madrugada del jueves 16, llegó a su fin hacia el mediodía. Pero hasta última hora de aquella tarde apenas estremecida por una corta tormenta siguieron llegando a las puertas del Velódromo de Invierno, desde las comisarías de distrito y las escuelas primarias reabiertas como centros de agrupamiento, los autobuses pintados de verde y crema con su carga de arrestados.
Más de siete mil personas (los cinco mil detenidos restantes, contabilizados dentro de la categoría de «adultos sin hijos u otros menores a su cargo», fueron conducidos directamente a Drancy), encerradas en el viejo pabellón deportivo, se aprestaban a pasar su primera noche de angustia y reclusión bajo las recalentadas cristaleras.
De ellas, 4.051 eran niños. Niños menores de dieciséis años.
El «Viento Primaveral» soplaba ya desde París hacia su destino final de fuego y humo dispersando humanas cenizas sobre el cielo mártir de Polonia.
Muy pocos (ni las mujeres ni los niños deportados sobrevivieron) regresaron de aquella partida al infierno llamado Auschwitz-Birkenau, con, como etapas intermedias del viaje, breves estancias de una o dos semanas en los siniestros campos franceses de Drancy, Pithiviers, Beaune-la-Rolande. Apenas una veintena de hombres.
Y aún menos, de entre los que trataron de evadirse aprovechando un mínimo descuido del cambio de guardia en las puertas, fueron quienes lograron escapar, burlando el cerco policial y la estrecha vigilancia a que durante siete días fue sometido el enorme Velódromo de Invierno convertido en caótica antesala del espanto repleta de familias enteras sin agua, alimentos, ni medicinas para los enfermos, los moribundos y los convalecientes de las mesas de operaciones del hospital Rothschild sacados de sus casas a punta de pistolas y metralletas. Su número no alcanza la decena. Cinco de entre ellos eran niños.
Annelies miró el rostro dormido de su hijo y por enésima vez a lo largo de aquella espantosa jornada se felicitó por haber obligado, absurda pero viva e instintivamente, a su primogénita a echarse sobre los hombros el abrigo azul de paño minutos antes de abandonar para siempre su domicilio de exiliados. Al menos, se dijo, el sobretodo algo informe (al principio de la guerra había puesto todo su empeño en aprender unos rudimentos de corte y confección, pero los resultados distaban mucho de ser un éxito) que ella misma había cosido ese invierno en la máquina Singer de su vecina, la tímida señora Bloch, les serviría de almohada. Su hija, tan díscola en los últimos meses, ni siquiera había protestado... Claro que no era momento para enzarzarse en vanas disputas, y se estremeció al recordar los golpes en la puerta a las cuatro y pico de una madrugada de insomnio -había últimamente tantos y tan inquietantes rumores de
razzias
en las calles del cuarto distrito-, el estrépito de las botas sobre el rellano de la escalera, los gritos que urgían, intimidatorios: «¡Policía, abran!» Justo antes de descorrer el pestillo escuchó un rumor de motores sobre la calzada y divisó en el espejo del diminuto recibidor la expresión sobresaltada de sus dos hijos, salidos de sus camas a toda prisa. «Vaya, hoy sí que no se os han pegado las sábanas... pero bueno, no pongáis esas caras, no oís que son franceses... Policías franceses, no alemanes», trató de tranquilizarles... en alemán. Siempre que estaba nerviosa regresaba a su idioma natal. Esa lengua que el pequeño, llegado a París a los tres años, estaba empezando a perder, y que la mayor se negaba hoscamente a utilizar... De todos modos, estaba segura de que no la habían entendido, porque mientras hablaba arreciaron los golpes en su puerta y en otras puertas del n.° 1 de la calle Roi-de-Sicile, y en cualquier caso qué podía importar un detalle semejante allá dentro, entremedias de ese desconcierto de lloros infantiles y conversaciones ansiosas, con ese polvo acre que irritaba las gargantas y los ojos, y ese agrio y creciente olor a miedo expandiéndose a su alrededor como bacilos de epidemia... Su reloj de pulsera marcaba las ocho y veinte. Habían comido el pan, las galletas y el queso en silencio, sentados en una rampa contigua a la pista, a unos metros de los palcos donde yacían los enfermos, junto a la menuda señora Bloch y su nuera, sus tres nietos huérfanos huidos de Estrasburgo durante el éxodo del 39, y los Vaisberg, cuyo padre, aquel imprentero políglota y bien humorado que tanto les ayudó a su llegada a París, llevaba más de un año recluido en Drancy... También Arvid estaba allí internado. Desde el 15 de marzo. Lo habían detenido a la salida del metro St. Paul, durante un rutinario control de identidad efectuado por alemanes. Sus dedos rozaron en el bolsillo del vestido los bien doblados pliegos de su última carta. Tenía fecha del 22 de junio, y conocía el escueto empiece de memoria. «Querida Lies: pronto me resultará difícil comunicarme contigo. Nos envían a Alemania, aunque hay quien asegura que a Polonia, se dice que quieren
hacerle sitio en este
campo a las mujeres.
Pienso a todas horas
en los niños.
Y me figuro que tú harás lo mismo.» Era una advertencia, una señal que ella entendió de inmediato. Como casi todos los habitantes del barrio, no tenía dinero ni bienes con los que procurarse papeles falsos. Los pasadores de la línea de demarcación o de las vigiladísimas e inseguras fronteras con Suiza y España, cobraban mucho y eran, en demasiadas ocasiones, tan poco fiables... Caviló durante toda una noche y sólo al alba pensó en el pequeño grabado a buril de la sirena. Al dueño del Lutèce, un cine de Clichy donde Arvid trabajó de acomodador justo antes del estallido de la guerra, le había encandilado aquel antiguo grabado que perteneció a su familia durante generaciones, le había propuesto incluso comprárselo la primera vez que lo invitaron a cenar. «Es lo único que me queda de Lübeck, Maurice», se excusó ella entonces -pero
entonces
era el 2 de enero de 1939-, callándose, por pudor, la legendaria superstición familiar que erigió a la diminuta figura de aguafuerte en protectora de los Blumenthal frente a toda una memoria ancestral de pogromos, persecuciones y reveses de fortuna. Le había prometido solemnemente a su madre, como ésta le prometió a su abuela y esta otra a la suya propia, no desprenderse jamás del grabadito donde la mujer pez alzaba sobre sí los brazos, con el gesto reflexivo de quien se dispone a cobrar impulso y a elevarse hacia la luminosa superficie fronteriza entre el agua y el viento, el mar y el cielo. «Ocurra lo que ocurra, vayas donde vayas, y por muchas vueltas que dé tu vida, no te deshagas nunca de la sirena que heredará tu primera hija, como yo, la mayor de entre las muchas hijas de tu pobre abuela, la heredé de ella para que protegiese a mi descendencia de la adversidad y de los irse a pique del destino», le había repetido su madre, una y mil veces, en la Konprinzstrasse, en los días de su infancia.