Velodromo De Invierno (5 page)

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Authors: Juana Salabert

—Las mayores felonías se cometen casi siempre en nombre de las malditas raíces —insistí.

—Creía que fuiste un militante de la causa sefardí... el regreso a la patria perdida y todo eso...

—He sido un militante de muchas causas —me encogí de hombros—, pero no puedo, en rigor, afirmar que a los movimientos sefarditas nos guiase exactamente una causa común. Nos separaban muchas cosas, a los miembros de esas organizaciones, comprendes. Negociábamos con el gobierno republicano español una reparación histórica, nada más, cuando el golpe de estado del 36 nos enfrentó a todos, incluidos aquellos que empezaban a arrimarse a las posiciones sionistas, entonces muy exóticas dentro de nuestras comunidades, con problemas mayores y más acuciantes.

Me pregunté qué habría dejado escrito Ilse acerca de mí, cómo me entrevieron sus ojos de muchacha angustiada que lo ha perdido todo en aquel momento en que me vi obligado a decirle que ya no disponíamos de más tiempo que perder. Que secase sus lágrimas y tratase de dormir un poco, ordené sin mirarla, no podíamos, ninguno de los dos, hacer
nada
por su madre ni por su hermano, del velódromo estaban empezando a sacar por tandas a muchos de los detenidos para conducirlos a las estaciones de Austerlitz y Orléans, según sus propias palabras y mis últimos datos, obtenidos apenas hacía un par de horas, París entero era un hervidero de rumores, ni soñar con acercarnos a la calle Nélaton, irnos a rondar por sus proximidades, tal y como acababa de insinuarme, con acento más imperioso que suplicante, constituiría no sólo una locura, también una completa estupidez, no quería volver a oírle proferir necedades semejantes. «Tu madre vino a verme, confió en mí para que os sacase de Francia», corté, «y tú harás paso a paso lo que ella quiso que hicieras. Que hicierais los dos. Ha habido mala suerte y tendrás que marchar sola, sin tu hermano. Esto no es ningún juego. Te espera un largo viaje hacia la frontera y la dura prueba de los pasos de montaña. Piensa que ésta es tu manera de ayudarlos, porque ya no disponemos de otras. Lo siento, Ilse».

Me he odiado muchas veces, pero pocas con la intensidad de aquella tarde... cuando me prohibí ceder al impulso de consolar a la hija de mi amigo, de prodigarle torpes mentiras, de urdirle, en el vano de un abrazo, prometedoras esperanzas, improvisándole una quimera de cuentos disparatados acerca de la inmediata llegada de los suyos a la tierra de promisión de los finales felices, una sarta de falsedades revestidas de una piedad de limosna. Ella necesitaba, iba a
necesitarla
con urgencia, toda su rabia. Y esa misma audacia que la indujo a situarse junto a esa puerta de uno de los pasillos laterales de entrada al
Vel d'Hiv,
a tirarle de la guerrera al gendarme -a ése, y no a otro, gracias al caprichoso valor de cambio que a veces cursa el azar en medio del espanto- de ojos bovinos cuyo uniforme impecable no lograba esconder del todo una parsimonia campesina de origen, y a lanzarle un seco y perentorio «déjeme pasar» que lo sobresaltó como una estridente orden de mando venida a interrumpir una cabezada clandestina en mitad de unas maniobras de instrucción. «Le juro, monsieur Miranda, que aún no entiendo por qué lo hice, no fue en absoluto premeditado, fui abajo en busca de las enfermeras de la UGIF o de la Cruz Roja, uno de los niños Wiesen tenía algo de calentura, su madre se negaba a llevarlo a los palcos de los enfermos, a separarse de él, toda la gente lloraba y gritaba a la vez, si permanecía allí quieta iba a volverme loca, y pensé que a lo mejor a esas mujeres les quedaba alguna aspirina, las había visto bajar hacia los corredores de salida, se marchaban mucho antes del toque de queda nocturno y, oh, por favor, créame, tengo que regresar, tiene que ayudarme a volver, le prometí a mi madre que no tardaría, y antes siquiera de darme cuenta le dije esa frase al guardia, "déjeme pasar", y él me observó de soslayo, entonces le solté esa mentira, lo hice sin querer, no entiendo qué se apoderó de mi lengua,
soy francesa,
dije, y no sé si me creyó, cómo iba a creerme, por qué iba a creerme, monsieur Miranda, de repente se apartó unos centímetros y vi a su espalda, de refilón, esa puerta entreabierta, y créame, es horrible, pero es que en ese instante no pensé en nada, de repente yo estaba fuera, caminando muy deprisa por la calle Nocard hacia las escaleras del metro de Passy, me pareció distinguir a lo lejos los capotes azules de los uniformes de las enfermeras, y hasta sus cofias, pero no sé, tal vez estuviera imaginándomelo, el corazón me latía como un tambor, entonces un hombre muy nervioso me interceptó el paso y me empujó, chillándome que circulase, estaba prohibido quedarse allí, aulló, permanecer allí y merodear por los alrededores del
Vel d'Hiv,
era un policía, pero aunque parezca increíble no me prestaba atención, no reclamaba a gritos mis papeles, no se llevaba un silbato a los labios para alertar a sus compañeros. Sólo al meterme en el metro me di cuenta de que no había visto la estrella del vestido, no sé en qué momento pude abrocharme de arriba abajo la chaqueta que me tejió Mme Bloch para mi cumpleaños, pero le juro que debió de ser ya fuera, y después ni siquiera me metí en el vagón de los judíos, y todo eso iba haciéndolo sin haber planeado nada, yo no lo hice aposta, tiene que creerme, monsieur Miranda», había sollozado, la cara hundida en mi hombro. «Cálmate, chica, cálmate», al principio no logré captar el desbordado sentido de sus palabras inconexas... Un rato después (la había hecho subir al dos piezas del piso situado sobre el garaje como quien acarrea un fardo muerto, pues cuando dejó de llorar se desmadejó entre mis brazos igual que una muñeca algodonosa de las rifadas en casetas del tiro al blanco en las ferias pueblerinas) le aseguré con vehemencia que había actuado de forma admirable, Arvid, y por supuesto su madre, se sentirían muy orgullosos de su inteligente sangre fría, eso no debía ni dudarlo... Asintió, pero naturalmente no me escuchaba. Su rostro, que había heredado la monocorde belleza de los rasgos paternos, pero no su calmosa y meditabunda expresión soñadora, ostentaba una lividez de enfermo. Mordisqueaba a la rusa el terrón de azúcar por encima del vaso de té, atendía al hilo narcótico de mis palabras elegidas desde una prudencia timorata (me asaltó fugaz la idea de que hubiera sido un horrendo redactor de esos telegramas de pésame que enviaban, durante la campaña de las Ardenas y la retirada hacia Dunkerque, los estados mayores franco-británicos a viudas casi niñas, y a madres que en pocos meses aprendieron a temerle al uniforme de los empleados de correos más aún que al de los temibles, e inminentes, invasores que los sobrios partes de guerra aliados del 40, con sus parcos anuncios de unas derrotas jamás calificadas de tales, permitían ya imaginar manchando de verde los bulevares de París), con obediencia sospechosa, pero tiritaba de forma ostensible, pese al calor de la tarde concentrándose en la habitación de persianas a medio echar donde flotaba, a la altura de nuestros ojos, un polvillo dorado como de estropeada cosecha de trigo. Comprendí que su desarmante tranquilidad y la dilatación de sus pupilas anunciaban un ataque de histeria, o algo similar, y me removí inquieto, y por un instante añoré el mundo de Salónica, y la anticuada costumbre, reinante entre los míos, que obligaba a las mujeres a consolarse de los duelos entre sí, con profusión de llantos, y gritos donde el dolor rozaba a veces cierta impostura escénica a salvo, no obstante, de veleidades hipócritas, y a los hombres los limitaba a velar sin alharacas esas mismas penas en el umbroso silencio de los cuartos abiertos, no sobre los íntimos patios con pozos y fuentes ni sobre el intrincamiento de los callejones, sino sobre cuadras, trastiendas y tenderías; en aquellas habitaciones traseras de techos bajos y aire enranciado por el humo del tabaco
(cuartos de penas,
como se les llamaba en nuestro dulce español antiguo de expulsados), con encendidos braseros de cobre reavivados sin cesar por vecinos, acudidos tras de alguna desgracia, que se ocupaban de llenar una y otra vez las panzudas copas de
ouzo
y de
raki
y los vasos de moscatel para los viejos y los aquejados de males digestivos, yo había aprendido muy temprano, auspiciado por los hábitos casi inmutables de aquella peculiarísima y envolvente confraternización masculina, a dominar las manifestaciones del quebranto propio y a sufrir en un silencio hosco. Pero esa tarde de julio sentí, frente a la niña que retorcía entre sus dedos los restos de un pañuelo desgarrado, un desvalimiento atroz y un pánico mortal y temí no ser capaz de ocultárselos. No ser capaz, tampoco, de acallar dentro de mí a esa muda voz insidiosa empeñada en convencerme de que todo esfuerzo iba a revelarse inútil porque el mundo entero se había convertido en un inmenso cuarto de la pena, pero un cuarto donde nadie acompañaba a nadie en duelo alguno, pues en su interior todos estábamos ya muertos. Durante un momento aniquilador me sobrecogió una paralizadora impotencia. Volví a mirarla, con una insistencia aterrada, porque ella tenía trece años y era la hija del templado y bondadoso Landerman, y acababa de escapar del Velódromo de Invierno, y en ese instante le amilanaba más el haberse fugado de allí que todas las amenazas nazis juntas; me vislumbré a su misma edad rondando por un puerto de tabernas olientes a frituras de calamar, frecuentadas por mujeres tardías y marinos de permiso, me recordé saltando acequias de huertas de extrarradio, mordiendo calientes sandías, de corazones sajados a navaja y robadas en grupo y entre risas, casi sentí resbalar su jugo por mi barbilla de chico que sueña oscuramente con empezar muy pronto a afeitarse... y traté después de no
imaginar
qué podía estar siendo de Arvid en ese día y a esa hora precisos, y en el hecho de que tal vez si a su mujer se le hubiese ocurrido buscarme
antes...
Pero uno no puede, o no debe, vivir vertiginosamente inclinado sobre los fatídicos
tal vez, y
por otra parte quizá él nunca llegase a resumirle a Annelies nuestras andanzas de aquellos años, quién alcanza a rescatar lo intenso de una amistad de juventud sin que sus palabras la desmientan en el momento exacto en que las profiere; era muy posible que hubiese preferido no hablarle a su mujer de Klara Linen, que hubiera optado por silenciar el dolor y la fiel pasión de antaño, las fútiles disensiones políticas que nos separaron, y no llegaron, sin embargo, a enfriar del todo el entusiasmo que nos unió. Yo había admirado, en mi primer año de estudiante extranjero y pobre, su elegante desenvoltura, el azul distraído de sus ojos inteligentes, mucho antes de conocerlo al fondo de un café berlinés que en nada se parecía a los delirantes antros de artistas descritos por la Wolff en la época en que al porvenir que yo anhelaba sólo lo colonizaban mis sueños de impaciencia y mis mitos de adolescente. Su hija era físicamente un calco suyo, pero no se asemejaba
realmente
a él, o es que su irreflexivo gesto de audacia, ese instinto de supervivencia que ella calificaría más tarde, y durante el resto de su vida, de «egoísmo», me la tornaban extrañamente próxima, dictaminé en mi fuero interno, cuando estaba a punto de derrumbarme, vencido por la más peligrosa de las compasiones. La culpa es la única diana donde rebotan todos los tiros, pensé, y a mí me doblegaba esa culpa abismándose en su mirada de niña a quien acaban de asesinarle la infancia. Pero entonces sonó abajo el timbre del garaje, y de su cara inmóvil desapareció la aguda fijeza de conmocionado. Su piel cobró una blancura de tiza. «Tranquila, Ilse, son sólo los niños. Los otros niños», hablé con suavidad, mientras mi mente le rogaba increíblemente, no al Dios lejano de mi niñez, sino a su padre. «Arvid, Arvid, ayúdala, ayúdanos, por favor, Arvid.» Esperé al segundo y escueto timbrazo de rigor, luchando por controlar el temblor de mis manos. «Los niños», susurró ella, «los niños, monsieur Miranda...». «Sí», dije absurdamente, «los niños que vienen y se van».

Sus rostros eran para mí una marea de facciones intercambiables, porque ellos, en efecto, venían y se iban. Llegaban a la tapadera de ese garaje modesto, de la mano de nuestra organización «Sefarad», y eran tan pocos, podíamos salvar, cuando lo conseguíamos, a tan pocos, que a veces nos desesperábamos, y no, justamente eso no podíamos permitírnoslo... Llegaban muy serios, debidamente instruidos a toda prisa, con a los hombros sus mochilitas livianas de escolares arrancados del tiempo de sus años y ese peso terrible de las familias perdidas, de los hogares dejados atrás, de sus barrios acordonados durante los controles por el monstruo que devora presas con eficiencia militar y hambruna mecánica... Y con mucha suerte y la habilidad de nuestros contactos lograban sortear los innumerables obstáculos de un viaje sin placeres, que en nada se parecía a las excursiones y acampadas que otros chicos de su edad realizaban con las colonias
pétainistas
de vacaciones, descansando por etapas en granjas «seguras», de partisanos, a lo largo del camino, y atravesar desfiladeros de montaña burlando, en pos de antiguos contrabandistas metidos a guías de los «sin papeles» o de los poseedores de papeles «malos», pero dotados, eso sí, de ahorros pagaderos del servicio y de buenas piernas, la vigilancia patrullera alemana, para cruzar al fin, y clandestinamente, las fronteras de Valcarlos, Cerbère, Irún. Ahorros que aseguraban también, pero no siempre, los necesarios sobornos a los ávidos guardias civiles de los puestos fronterizos españoles... La organización de socorro «Sefarad» contaba con el apoyo, no sólo pecuniario, de unos cuantos católicos españoles a quienes la ferocidad del general Franco y sus decididas simpatías por sus aliados ítalo-alemanes de temprana hora, habían asqueado para siempre de su régimen de crímenes y venganzas...

Los niños que «vienen y se van», los niños del Belén, como los llamaba mi colaborador del lado español Javier Dalmases, yéndose en mitad de la noche más oscura para que no los atrapase el Herodes redivivo de sus evangelios ni el faraón brutal de nuestro Éxodo... Los niños que vienen y se van,
«por Castilla van camino de Portugal»...

Del piso bajo no provenía ruido alguno. En circunstancias normales, ese grupo variopinto de edades comprendidas entre los siete y los catorce años hubiera invadido la casa,
cualquier
casa, a empujones, chillando en griego, en francés, en el intacto español del destierro de nuestros ancestros...

También ese silencio era nuevo, producto de la guerra y de la ocupación. «Quédate callada, Ilse, y no te muevas», mandé, antes de descender la herrumbrosa escalera para enfrentarme con esas caritas malnutridas y falsamente adultas.

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