Viaje a un planeta Wu-Wei (11 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Puedo hacer la primera?

El Vikingo afirmó con la cabeza, y después se acostó al lado de las ruedas del carro, dejando el plateado rifle a su lado. Sergio se quedó solo, bajo la noche estrellada, con la caja de alarma a su lado. Se sentía un poco ridículo allí, sentado cerca de la moribunda hoguera, en la gigante oscuridad de la noche, dependiendo de un aparato electrónico, grande como una cajetilla de cigarrillos… Miró hacia las montañas, sombras proyectadas hacia el infinito, enormes masas de donde continuaba surgiendo un hálito de miedo… Después, sin saber por qué, en un impulso, desconectó la alarma electrónica y se acuclilló junto a la hoguera, con el rifle magnético entre las rodillas.

IV
UNA ALEGRE REUNIÓN

Le despertaron un sinfín de ruidos mezclándose los unos con los otros. El primero de ellos era un resoplar rítmico, alternado con sonidos metálicos y algún juramento. Otro, el canturrear de una canción incomprensible, entonada por la pastosa voz del Huesos. El tercero, el de una pala al hundirse en la tierra, y el rumor de ésta al caer en un montón.

Se levantó, pasándose las manos por los ojos. Vio que el sol estaba bastante alto en el horizonte; miró el reloj; eran las once y media. Mientras miraba a su alrededor, un nubarrón plomizo ocultó el disco del sol. Era un día triste, con poca luz, con el cielo muy cubierto.

El carromato arrojaba al cielo, desde su parte delantera, un torrente de humo, acompañado de los resoplidos y los sonidos metálicos que oyera. Los dos bueyes permanecían inmóviles en donde cayeran, ya cubiertos de moscas, que zumbaban ominosamente. En las alturas, varios pajarracos grandes, de aspecto dañino, planeaban ávidamente, esperando que las dos bestias muertas quedasen abandonadas.

—¿Te han molestado las bestias siniestras, joven? —preguntó el Manchurri, asomando la greñuda cabeza por una de las ventanas delanteras.

—¿El qué?

—Las bestias siniestras. Son unos pajarracos bastante robustos que bajan de las montañas… Alguna vez los he visto… y la verdad, no me apetecería que me cogieran a solas… Las bestias siniestras de la noche… ¡puaf!

A cincuenta metros estaban apilados los cadáveres de los bandidos, y el Vikingo, pausadamente, al parecer sin esfuerzo alguno, cavaba una fosa.

—Quería decirte una cosa, Manchurri…

—Me lo imagino fácilmente, joven… Tú lo que quieres es venir con nosotros. Como quiera que… y perdona que hable así, pero resulta que hombre leído soy, y no me queda otro remedio que expresarme de forma poco sucinta, o si no… ¿Qué decía?

—Yo…

—¡Ah, sí!… Claro. Por mí no hay inconveniente. Ahora que han muerto William y Pepito ¡y que buenos bueyes eran los dos! Tenían sus manías, eso sí, pero no he conocido mejores personas que ellos… Pero, acércate, y te enseñaré esto; luego, cada uno que haga lo que quiera, y que todos hagan lo que les dé la gana, que nadie se meta con ninguno… Veamos… Te llamas Sergio, y eres joven, más que ninguno de nosotros…

—El Vikingo es más joven que yo.

—Y un cuerno de pato. Es más viejo que nadie, y constituye motivo de orgullo y pro para mí el llevarle en mi bituminoso carromato, que desde que salió de los infiernos… Lo que yo decía es que ahora que me han matado a William y a Pepito. Pero, ¡acércate, concho!

Con cierta renuencia, Sergio se aproximó a la parte delantera del vehículo; pudo observar, entonces, que los costados de éste estaban hechos con chapa de hierro, con estrechas ventanas, como aspilleras, abiertas en toda su longitud. Esto explicaba los escasos daños que habían sufrido los tres hombres. En cuanto a la parte delantera, había dos grandes ventanales a los lados, y uno delante. Algo como un tubo ennegrecido, semiinclinado, sujeto de cualquier manera al techo del carromato con alambres y cuerdas, se levantaba desde allí, exhalando rítmicas bocanadas de humo blanco.

El Manchurri abrió una puerta e hizo una seña cariñosa a Sergio. Este, lleno de desconfianza, subió a la parte delantera. Había varios asientos de madera basta, llenos de grasa, y en el centro una especie de caldera ventruda y llena de hollín, de donde surgía el negro tubo, atravesando el techo. Un conjunto de bielas, piñones y cilindros, a uno de los lados, desaparecía bajo el suelo del vehículo, posiblemente conectado con las ruedas… El Manchurri arrojaba tacos de madera en un hornillo, bajo aquella máquina, que temblaba y expelía un calor inaguantable… Si a eso se sumaban los hedores indescriptibles procedentes del Manchurri y de los mugrientos bancos y paredes, el lugar era capaz de privar del olfato a cualquiera en breves minutos…

—Antes —dijo el Manchurri— tenía un mecanismo de pedales de bicicleta… y le llamaba a esto el autociclo, porque cuando el bicho o lo que fuese que tiraba del asunto se moría o lo mataban, me veía obligado a mover la cosa a base de fuerza humano-animal, o sea a base de pedal y pie limpio…

Y exhibió un pie calloso y juanetudo cubierto por capas de mugre y varias estaciones de antigüedad. «No serán esos —se dijo Sergio— los pies limpios…»

—De manera que quieres venir con nosotros, conmigo y con el Huesos… Te estamos agradecidos por habernos echado una mano ayer contra los bandoleros… pero ¡eso sí! si vienes, que quede claro que el carricoche es mío… Cuando quieras te vas, y si no, pues no. Además, no viene mal un hombre que tire tan bien como tú…

—¿Qué eres exactamente, Manchurri?

—Ya te lo dije ayer… Hago de todo, y viajo por todas partes. Cojo cosas aquí, y las cambio allá… arreglo todo lo que hay que arreglar, sepa o no sepa, y a veces, si no sé, me corren a cantazos de donde sea… Capo puercos y pollos, preparo pócimas con hierbas que lo mismo curan el flato, que la diarrea, que el mal de ríñones… también suministro antiabórticos…

—¿El qué?

—Antiabórticos, ignorante. Esas inyecciones que se ponen para curar la pulmonía y las cuartanas…

—Será antibióticos…

—Eso he dicho, y no otra cosa ¡pardiez!… Arreglo paredes, pulo mortero y cemento, si a mano viene… pongo una mano de tejas, hago bonitas soldaduras… limpio y reparo toda clase de herramientas, grabo cucharas con las iniciales de quien le dé por esa pijada… y sobre todo, soy el editor y periodista del único periódico de este país: «El clarinazo matinal y avisador irregular de la gran región europea», lo cual, todo hay que decirlo, porque si no se dice, no se escucha, me ha costado más de un estacazo… Vamos a dejar la olla esta en paz, que si no, no habrá presión, y te enseñaré lo de atrás…

—¿No explotará?

—Podría ser, pero si explota… no creo que nos dé tiempo a enterarnos. Sírvate eso, ¡oh, joven que me escuchas, de consuelo… Ven conmigo.

Dieron la vuelta al carromato, y se acercaron a la parte trasera, en la cual las puertas continuaban abiertas. La plomiza luz del día entraba hasta el fondo, revelando un amplio sector separado por un tabique de la parte delantera, y lleno de estantes cubiertos de las cosas más diversas. Al fondo había un ingenio de metal, de metro treinta de altura, con una gran rueda pintada de negro…

—La prensa —dijo el Manchurri—. Ahí edito el periódico. Bien que echo de menos alguien de pro que me sirva de redactor, porque yo no puedo con el pelo…

El Huesos, vestido con una camiseta a rayas amarillas y verdes (parecía un lagarto gigante) se ocupaba de amontonar cajas contra las paredes. Estas, por otra parte, estaban cubiertas de estanterías llenas de materiales diversos, rollos de alambre, herramientas hechas toscamente (tenazas, martillos, alicates, etc.) y atadas en fajos… frascos de conserva de cristal, paquetes de hierbas, montones de prendas de vestir… En uno de los lados había un armero, con media docena de rifles, al otro varios sacos abiertos con patatas y dos barriles con el letrero «POLVORA» bien visible… También rimeros de papel, botellas de tinta, frascos vacíos, zapatos en ringleras, y en un armario, al fondo, casi un centenar de libros… Igualmente lechugas apiladas de cualquier forma, una canasta de tomates y otra de pimientos, jamones y embutidos colgados del techo, y hasta una jaula con tres gallinas blancas, que cacareaban apresuradamente…

—Yo lo que quiero… —comenzó Sergio.

—Desde luego, no estaría de más que supieras escribir algún artículo… Así podrías encargarte del artículo del fondo, que, como su propio nombre indica, es el que va al final… o del informe sobre noticias de sociedad… Todo lo tengo que hacer yo, todo, Señor, qué desgracia. Porque este Huesos, si bien hombre fuerte para el trabajo, y que no le pide a la vida, como yo, más que la comida y algo de vino, muy poco… Por cierto. Huesos, pásate para acá una botella de fresco, que el amigo y yo pasemos algo por la garganta…

El Huesos extrajo de un anaquel una botella sin etiqueta, le quitó el corcho, se echó al cuerpo un trago más bien largo, y la tendió después, cortésmente, haciendo una espantosa mueca con su cara de trasgo, a Sergio. Este, por no despreciarla, después de limpiar disimuladamente el gollete con la mano, echó un breve trago. Le encontró mejor sabor que el día anterior (o era otro líquido diferente), y después de pensarlo un momento, repitió. Sabía intensamente a cosa natural, a una clase de fruta que no conocía… el contenido alcohólico era ligero, pero reconfortante.

—¿Es lo mismo que bebimos ayer?

El Huesos exhaló unos sonidos extrañísimos, mezcla de sierra mecánica y animal al que degüellan, que, después de pensárselo mucho, pudo Sergio identificar como una risa. El Manchurri también se reía, en un tono más bajo y discreto.

—No, por favor… no. El bicho este —señaló al enano— se confundió y sacó una botella de colonia de la peor… con el susto que llevábamos los dos en el cuerpo, y los nervios que nos entraron, no nos dimos ni cuenta, y a mí me parece que nos sentó mal.

—Y tan mal…

—Claro. Se lo he dicho muchas veces a este horrendo y menopáusico esperpento. «No confundas los frascos, condenao, que un día tendremos un disgusto…» Un día, le dimos a un leñador de Dakar un bote de laxante en vez de lo contrario, porque el hombre tenía unas diarreas que se iba por el arroyo él solo… Fue un error inocente de este animal que no sabe leer… ¡Pues nada! El tío se lo tomó a mal, y nos persiguió durante tres días… Menos mal que no nos cogió, que si no…

A lo lejos, el Vikingo, con un ritmo lento, pero incesante, seguía extrayendo tierra de la fosa.

—¿Quién es él? —preguntó Enrique.

—¿El Vikingo? —contestó el Manchurri, y se quedó silencioso un rato, como pensando—. Es un Profe Wu-Wei… Hace unas semanas que viene con nosotros. Es un gran hombre…

—¿Qué es un Profe Wu-Wei?

—Ese, el Vikingo.

—Pero, ¿qué significa Profe?

—Bueno… el que sabe, el que enseña, el maestro o algo así. Yo no lo sé muy bien… me basta con saber que estoy donde debo estar y que hago lo que debo… nada más.

—¿Y Wu-Wei? ¿Qué significa?

—Bueno… eso —contestó el Manchurri. Su expresión, normalmente repleta de cierta sorna, como si no hablase en serio, se había vuelto grave. Sus ojos negros se tornaron luminosos y profundos, llenos de respeto.ólo sé que significa «No acción» y nada más. Es algo que no se aprende; se lleva dentro… lo llevo yo, lo lleva el Huesos… pero el Vikingo más que nadie…

—¿Y yo? ¿Lo llevo dentro yo también?

—Eso, amigo —respondió gravemente el Manchurri—, es algo que te tienes que contestar tú mismo. Y ahora basta de charla, que el que habla mucho, luego quiere hablar más, como decía no sé quién en una ocasión en que le preguntaron no sé qué. Así que comemos, bien inmediatamente o dentro de un rato, a elección del consumidor, y después nos ponemos en marcha hacia el caserío de Morris… que si la caldera no vuela, y la ayudamos un poco con los pedales, llegaremos al anochecer. Eso suponiendo, joven creyente, que quieras venir con nosotros, en vez de largarte tú solo…

—Bueno; sí que iré.

¿Qué otra cosa podía hacer? Lo mejor era tratar de tomar un contacto más profundo con toda esta gente, y tratar de aclarar lo que realmente había en la Tierra. Y después, si el misterioso Herder era capaz de señalarle la Columna Real, o el Pilón del Alba, o como lo llamasen, localizarlo y realizar lo que tenía que hacer. Pero lo curioso era que a ninguno de los tres hombres parecía preocuparles lo más mínimo quién era, a qué venía, o por qué preguntaba… Sin duda, la clasificación de su mente hecha por el Vikingo después de la imposición de manos, había influido mucho en que fuera aceptado… Tenía que hablar más extensamente con el Vikingo… si este quería.

La comida se desarrolló en un clima de franca camaradería. El Manchurri había recalentado lo poco que quedó de pierna fría y había desplumado una gallina, que fue asada en un eficaz fuego de leña… Igualmente había dado buena cuenta, juntamente con el Huesos, de la Botella de Vino Auténtico, gastándoles pesadas bromas sobre la horrenda mezcla que la confusión del enano le hiciera ingerir la noche anterior.

—Bebes demasiado —dijo el Vikingo.

—No, señor, sólo bebo lo justo para estar alegre.

Las tumbas estaban terminadas y cerradas, y el Vikingo no mostraba ninguna señal de fatiga. Poco a poco, en el curso de la conversación, Sergio acabó de enterarse de que el asunto de los salvajes era una invención de los habitantes de la Tierra, de que los que hacían el papel se reían a carcajadas de los serios y estirados ciudadanos, y de que algo como una civilización arcaica existía sobre el planeta. Había caseríos separados; alguna pequeña ciudad, y al parecer, nada que se semejase a un gobierno u organización central. Sin quererlo, comenzó a hablar de la potencia de la Ciudad, de sus industrias, sus costumbres, tropas, armas, y del ingente poderío que la Ciudad podía desarrollar…

El Vikingo estaba escribiendo algo en un papel. Cuando acabó, se lo tendió a Sergio.

«La ciudad es muy poderosa y fuerte.

Luego la ciudad será vencida y humillada.

La ciudad no cederá nunca ante nadie.

Luego la ciudad se romperá en mil pedazos.»

—Esto es un absurdo —dijo Sergio—. La Ciudad es muy fuerte y hacéis muy bien en disimular que aquí hay algo más que salvajes… Pero la Ciudad no puede ser vencida… por lo menos por vosotros.

—Es tarde —dijo el Manchurri— ¿Seguimos el viaje o no?

—Echémoslo a cara o cruz —contestó el Vikingo—. ¿Lleva alguien un céntimo?

El Huesos extrajo una pequeña moneda de plata. Sergio la tomó un momento para examinarla; tenía un uno grabado en uno de sus lados y en el otro las letras A — AB — O. Antes de que pudiera preguntar nada, el Huesos se la cogió rápidamente de las manos, y preguntó, con cierta alegría infantil…

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