Viaje a un planeta Wu-Wei (14 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Es por eso?

—La verdad… creo que sí… Pero no me disgustas… Sin embargo… O, no; mira, tienes razón. Tenía curiosidad por ti… por eso. Lo siento…

—No; mujer. Tampoco es para tomarlo así…

—Sí, sí. Realmente… Te he mirado toda la tarde como un bicho raro; una cosa nueva que acaba de caer del cielo… y he pensado para mí: «Debe ser distinto. Vamos a ver qué hace…» Ha sido cruel… Lo siento; de verdad. Dime que me perdonas.

—No hay nada que perdonar… Y ahora que eso ha quedado claro… ¿te molestaría que te besara?

—Desde luego que no.

Sergio le dio un ligero beso, apenas un roce, en los labios, y la miró después, sonriendo. Ella volvió a poner la mano en la suya, y silenciosamente, emprendieron el camino de regreso. Tras ellos, un mamífero leonado, con largas y agudas orejas coronadas por un pincel de pelos ágiles y potentes patas musculadas, un lince, se deslizó silenciosamente en la espesura, mirándolos de soslayo con sus hipnóticos ojos verdosos, como si les comprendiera en algo.

Cuando el automotor, a toda presión, con su tripulación a bordo, estuvo preparado para partir, muy de mañana, con el sol apenas emergiendo por encima de las copas de los árboles, Leonor se acercó a la ventanilla.

—Puedes volver cuando quieras…

—Me gustaría mucho hacerlo…

Después, el carromato lanzó un potente silbido, y comenzó a alejarse del caserío de Morris.

—Manchurri… ¿Cómo podría convencerte para que me llevases a Herder?

—De ninguna manera, pardiez, que no quiero ir a verlo… bien sabe el Huesos por qué… y eso que los dos le debemos el ser… pero a mí me causan pavor todos estos negocios de andar con el diablo o los diablos de por medio y las humaredas de colores, y los sátiros esos apareciendo… y la moza esa que tiene los colmillos como agujas… Dentro de poco pasaremos por Toledo, ciudad hermosa, al borde de un lago… donde tomaremos buena carga de pescado salado y quizá cambiemos algún rifle de Morris, verdellón, telas, calcetines, y un barril de pólvora, y si a mano viene, tomaremos unas copas, que nunca está de más refrescar el gaznate… pero al castillo de Herder no voy, y además te digo, que si quieres, que de Toledo se puede ir, a pie o andando, a elegir, en una semana, todo lo más, hasta Abilene, y si allí los trasgos te ayudan encontrarás abierto el camino hacia el Castillo… porque si no te ayudan, ni los de Abilene te lo sabrán decir… y eso que en una tasca de allí hay una moza, llamada Lola, con una cabellera larga como cola de caballo, abundosa, negra y profunda, con la que he tenido mis buenos escarceos y que me recibe a gusto, no más que con invitarla a unas pocas botellas para animar la cosa, y no me importaría verla. Pero al castillo de Herder, no voy.

El resto del viaje, hasta el anochecer, fue bastante silencioso. El automotor caminó pesadamente, ayudado de cuando en cuando por los pedales, a lo largo del bosque, y teniendo al otro lado el farallón cubierto de pinos, que poco a poco iba perdiendo altura. A media tarde, después de una rápida y frugal comida, ambos, el bosque y el farallón, fueron abriéndose a los lados, sobre una extensa pradera llana, cubierta de hierba, y atravesada por pequeños arroyos invisibles, en los cuales se hundían, con gran chapoteo de barro, y evidente peligro, las ruedas macizas del carromato.

—Manchurri… ¿para qué necesitabas los bueyes teniendo la máquina de vapor…?

—Mejores son los bueyes… se puede hablar con ellos, insultarlos, darles de comer… son como personas más grandotas, y que además no hablan… La máquina de vapor es eso, una máquina molesta, ruidosa, y que no te hace compañía…

El carromato se inclinó peligrosamente a la derecha, al tiempo que se hundía una de las ruedas en un charco disimulado. Toda aquella pradera era una extensión de agua que se filtraba y corría por todas partes, haciendo que las escasas rocas visibles estuvieran cubiertas de espeso musgo esponjoso.

Algo se movía a lo lejos, entre una lejana neblina azul. El vehículo, exhalando vapor, y gimiendo como si estuviera vivo, luchando tenazmente por vencer los desniveles de las charcas y los arroyos, se aproximó a un ingente rebaño de bestias en marcha, en las que Sergio reconoció un característico rebaño de búfalos, con sus tres cuernos marfileños y rectos en el testuz, y también los flancos cubiertos de espesa pelambre castaña, las colas azotando el aire, las patas moviéndose el unísono, asentando, entre salpicaduras, los poderosos cascos sobre la chorreante tierra…

El transporte se paró a unos metros de la reata de animales, que pasaban ciegamente, sin hacerle caso, ramoneando la hierba y en alguna ocasión peleando entre sí brevemente.

—Cuando pasen los últimos —dijo el Manchurri—, podríamos matar uno… No tenemos carne fresca… y la piel podría ser útil.

—Puedo hacerlo yo ahora —contestó Sergio—. Mi rifle no hace ruido… no les espantaría… y si es preciso podría matar más…

Un silencio embarazoso siguió a sus palabras. Los otros tres se miraron entre sí, sin decir nada. Durante unos segundos sólo se oyó el pataleo húmedo de las reses y el sordo resonar de la caldera…

—¿Qué pasa? ¿Ya he dicho algo malo otra vez?

—Pienso —contestó el Vikingo, suavemente— que no nos hace falta más que uno… y que, según como se mire, es preferible disparar con un rifle que haga ruido… es mejor wu-wei.

—Pero… ¿cómo podré saber si lo que hago es wu-wei o no si nadie quiere explicármelo? ¿Qué es wu-wei?

—Digamos —respondió el Vikingo, comenzando a cargar con el frasco de pólvora su plateado rifle— que es la no acción… el no hacer nada. El wu-wei ideal sería la inmovilidad absoluta.

—Pero tú luchaste con los bandidos… disparaste… eso no es inmovilidad… no es wu-wei…

—Aún no lo comprendes. Mi lucha con los bandidos es indiferente… no tiene nada que ver con ello. Además… tú aún no sientes el wu-wei. Cuando lleves tiempo aquí lo sentirás… y lo comprenderás. De nada serviría explicártelo sin que lo entendieras.

El Vikingo colocó un taco de fieltro y una redonda bala de plomo. Después levantó el percutor, y hundió una pequeña cápsula de cobre en el oído. A continuación esperó, en silencio, a que la manada de búfalos concluyese su paso.

Dos horas más tarde los claros entre las bestias eran tan grandes que el carromato pudo adelantar lentamente hasta situarse cerca de ellos. El Vikingo alzó el rifle, lo encaró y disparó. A sesenta metros, un macho joven dio un salto en el aire y comenzó a correr en círculo, mugiendo lastimosamente…

—Ahora puedes usar tu arma, si quieres.

—¿Ahora no es mal wu-wei?

—Ahora ya no. Está herido de muerte… puedes rematarlo.

Uno de los potentes proyectiles del rifle magnético atravesó de lado a lado el cráneo huesudo del búfalo, haciendo saltar en pedazos uno de los marfileños cuernos. El animal levantó la cabeza al cielo, aulló, con los ojos vueltos; exhaló un chorro de espesa sangre negra por la boca y cayó redondo.

Mientras el Huesos esperaba, vigilando la temible caldera, desollaron el bicho entre los tres y cortaron los mejores pedazos de carne; los muslos traseros, la jiba, y un buen sector de costillas… En el cielo, como si hubieran captado la escena por radio, un espiral de grandes aves negras daba vueltas… Sergio se las apañó con bastante torpeza, pero sus esfuerzos, poco hábiles, fueron acogidos con sonrisas.

Sólo se detuvieron una vez en un valle amplio, en el que había dos casas, una en cada cresta, separadas entre sí por más de un kilómetro. El vehículo se detuvo en la parte central, y tocó el silbato repetidamente. A poco, de una de las casas, hecha toda ella con troncos asegurados mediante fuertes columnas de piedra unida con argamasa, y con el techo cubierto de hierbas, bajó un grupo de personas, llevando diversas mercancías, de las que destacaban un cesto con libros, media docena de jamones, y dos cajas de huevos cuidadosamente empaquetados entre paja. El Manchurri, entre bromas, y algún que otro azote cariñoso en las posaderas de una robusta moza (parecía ser que sus predilecciones femeninas se inclinaban por el tipo más bien abundante), les hizo la cuenta, y les entregó a cambio pólvora, dos rifles, verdellones, una pieza de tela, y un surtido de clavos y herramientas. Cuando este primer grupo de personas se retiró bajó otro de la casa opuesta; se trataba de un edificio bajo, hecho exclusivamente de piedra caliza, con un tejado en rampa, hasta tocar el suelo, sobre el que había extendida una espesa capa de tierra semicubierta con rocas de forma natural. Estos entregaron tres canastas de pimientos, una jaula con conejos, varios lingotes de hierro y dos piezas de fieltro. Se llevaron huevos (de los mismos que habían entregado los otros), verdellones, jamones, una pistola, y unos frascos de cristal vacíos para conservas. De la misma manera que antes, el Manchurri, muy zalamero, quiso enseñarle algo en el interior del vehículo a una mujer alta y hombruna llamada Florita, y después de pasar un rato allí dentro se oyeron un par de gritos, retembló el vehículo sobre sus ejes, y salieron los dos; Florita iracunda y echando chispas por los ojos, y el Manchurri desternillándose de risa, y con las huellas de cinco dedos marcadas en la cara…

—¡Espera, Manchurri! —gritó una voz desde la primera casa—. ¡Hay un telegrama para ti!

A este grito, y al ver un hombre que bajaba apresuradamente la ladera, los de la segunda casa se retiraron rápidamente con sus compras.

—Llegó esta mañana, de Toledo —dijo el hombre, acercándose—. Dicen que han detenido a los bandidos que os asaltaron; que los juzgan mañana; que si quieres ir, que os deis prisa…

—Ya lo creo que iremos… Ten, un ejemplar gratuito del «Clarinazo» ¿Tienes alguna noticia para mí?

El hombre cuchicheó algo, en voz baja, a los oídos del Manchurri, y este, de pronto, rompió a reír a carcajadas, cogiéndose los ijares con las manos… El hombre se marchó, y el Manchurri, aún riéndose, puso en marcha el vehículo… No hubo manera de que explicase lo que le habían contado.

—¿Por qué no se cambian las cosas entre sí? —preguntó Sergio—. He visto que lo que daba el uno se lo llevaba el otro…

—Están a matar… Los Iribarren y los Yoshioka están a matar, joven creyente. No se hablan ni para darse las buenas tardes. Sólo cuando los Yoshioka tienen que poner un telegrama, y eso no pasa nunca, se acercan a casa de los Iribarren…

—¿Dónde está el telégrafo?

—Ahí, bajo esos zarzales va el hilo… Así los bichos no lo tocan…

—¿Y los bandidos?

—Para esos igual daba ponerlo en la punta de un monte… El Morris está ahorrando alambre para conectar con la estación de Iribarren, pero aún le falta mucho…

—¿Quién administra el telégrafo? ¿Con qué funciona?

—Una a la vez sólo, joven… ¿Administrar? Esa es buena… El que lo tiene, lo tiene, y lo usa… y el que no, se queda sin él… Y funcionar, con pilas… Coges cinc, cobre, ácido y un par de frascos de cristal, y a veces hasta anda y todo…

—Pero eso no es orden… habrá averías… roturas… será precisa una estación central…

—Si se rompe se arregla cuando se puede… y eso de estación central… ¡tráe la botella. Huesos! no me lo han presentado nunca… ¡Ah, ya! Tú quieres decir que en Toledo, por ejemplo, todos los mensajes lleguen al mismo sitio… Habráse oído barbaridad… Iribarren está conectado con el herrero de Toledo; por otro lado, el doctor Blanchard lo está con la paridera de Vogrom… y el uno con el uno, el otro con el otro, lo que no me llega a mí, te llega a ti, y me lo cuentas o te lo cuento…

—Pero así, los mensajes tardarán horrores…

—No, señor… ¿Un trago, joven? Me alegro de que sepas hacerle, aprecio; es un excelente caldo… No, señor; no tardan horrores, porque la mayor parte de las veces no llegan, y tampoco pasa nada.

—No comprendo que viváis así…

—¿Y de qué otra forma se puede vivir?

Sólo la autoridad del Vikingo consiguió que el Manchurri dejase tranquila la botella…

—La otra noche hicimos guardia Sergio y yo; esta os toca a vosotros; de manera que ni una gota más…

—Tienes razón… tienes razón. Guarda eso. Huesos, y no se te ocurra pedirme otra vez que beba, indecente, que tú sabes que sólo lo hago cuando tú te pones pesado y me lo exiges… A más que esta noche tengo que preparar la edición extraordinaria…

—Ten cuidado con lo que dices…

—No; si lo sé; si me costará un disgusto algún día… Pero es que no me puedo aguantar. Vikingo; es superior a mis fuerzas… el periodismo me tira… entre eso y las mujeres, yo no sabría qué elegir; bueno, o sí sabría. Que cada cosa a su tiempo; y lo uno no quita lo otro. ¡Ojalá consiguiera una redactora de buen ver y buenas hechuras! Pero me temo que acabaríamos con los tipos por el suelo, los de imprenta, digo, y la prensa tumbada en un bancal…

Aquella noche, el Manchurri no paró un momento con la prensa y la caja de composición. A pesar de su cansancio, a Sergio le costó algo dormirse, debido a los ruidos que el aparato comenzó a emitir al ponerse en marcha. A muy altas horas se despertó; de noche aún, noche clara y despejada, y el Manchurri, con un rifle colocado de cualquier modo entre las rodillas y una gran hoja de papel en las manos, se reía a pequeñas carcajadas, sordamente, siguiendo las líneas con un dedo.

Llegaron a Toledo a primeras horas de la mañana. Toledo, enclavada al borde de un lago azul cuya otra orilla no se veía, era un pequeño pueblo compuesto exactamente de doce casas. Casi todas ellas tenían la misma estructura; una masa de forma más o menos cuadrada, de ladrillo o piedra, con un amplio tejado plano saliente, formando porche. Sobre este tejado crecían plantas, arbustos e incluso en algunos casos, un árbol de cierta talla… Las casas estaban dispuestas de cualquier manera, sin ningún orden ni línea, sin formar calles… únicamente había un espacio central, despejado que podía servir de plaza. Varios muelles de madera se extendían por encima del lago, hallándose amarrados a los mismos varios pequeños botes de pesca.

Un gran letrero, a la entrada, o sea, junto a la primera casa decía en grandes letras trazadas con pintura negra:

WELCOME TOLEDO

Población: 82 personas

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No se veía alma viviente en las calles; por el contrario, de la plaza central llegaba una algarabía y un griterío continuo… Entre resoplidos, y expulsando el vapor sobrante por la parte inferior, en grandes chorros, el vehículo avanzó hasta que dos casas casi juntas no le dejaron pasar. En una de ellas un letrero informaba:

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