Viaje a un planeta Wu-Wei (18 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

—Ya estamos —dijo el Manchurri, con un hilo de voz.

El lugar causaba una sensación desagradable… todavía no era terror; sino solamente una profunda repugnancia por las ramas y las hojas deformes y cubiertas de manchas, por los peñascos agrupados de forma antinatural, tapizados de placas de esponjoso musgo de un color verde putrefacto del que se desprendía un ligero olor a descomposición…

Hubo como un movimiento en la espesa arboleda; como un imperceptible cambio en la pesada estructura del bosque. Había un paso abierto entre dos árboles cuyas ramas sinuosas parecían temblar, como animadas de una vida inesperada.

—Vamos —dijo Sergio.

El Manchurri abrió de nuevo el conducto del vapor, y trabajosamente, como si se resistiera a entrar, el vehículo se introdujo entre los dos árboles. De su amplia copa bajaba un hálito frío, húmedo, que olía a hongos y a moho. Las anchas ruedas parecían hundirse en el terreno, con un ruido de succión, como si la espesa tierra negra, rezumante de agua, tratase de detener la marcha del vehículo… No se veía el sol; y no se escuchaba ni un solo rumor… La sensación de peligro estaba aumentando claramente; Sergio se explicó, sin lugar a dudas, por qué la población más cercana, Abilene, se encontraba a casi cien kilómetros de aquel paraje, y por qué por allí no pasaba nadie.

Entre la fungosa vegetación, que había ido adoptando, a medida que penetraban en la estrecha garganta, formas más repugnantes, se entrevió durante un segundo, como si fuera una ilusión, una forma escarlata, gigantesca, de la altura de tres hombres, deslizándose silenciosamente entre las ramas… El Manchurri exhaló un gemido apenas audible…

—Comprenderás ahora, señor —dijo, en voz baja— por qué no quería yo venir aquí… Hay cosas que no me gustan… y eso que el Huesos y yo salimos de aquí… gracias a Herder. Ni este enano ni yo recordamos nada antes… Un día nos encontramos aquí en el castillo de Herder, y sólo sabemos los dos que tuvimos una vida anterior, y que morimos los dos juntos, después de muchas aventuras, de una espantosa muerte. Ríete si quieres… si es que te quedan ganas de hacerlo…

Pero Sergio no sentía ningún, deseo de reír; sólo un terror creciente, un malestar continuo, y la necesidad imperiosa de marcharse de allí… Estuvo a punto de pedirle a su compañero que retrocediera, e incluso se asomó a la ventanilla para ver el camino que dejaban atrás. No había camino; solamente el bosque ominoso e inextricable, totalmente cerrado tras ellos.

—Era una vida —continuó el Manchurri, temblorosamente—, en la que sólo había un autociclo, el mío, y no me gustaba. En cambio, en este mundo hay solamente autociclos… y me gusta mucho más, por muchas razones… Herder dijo algo así como que había querido probar su poder sobre el tiempo y el espacio… y quién sabe lo que eso quiere decir.

La gigantesca figura roja estaba otra vez allí, entre las podridas ramas… Sergio vio el relucir de unos colmillos aguzados, a seis metros sobre su cabeza, un cuerpo macizo y ancho, una cabeza desproporcionada, con dos ojos cegadores, como de acero al rojo… Luego, la ilusión se desvaneció…

Ahora, ante ellos, había un claro camino de barro negro trazado en mitad del fantasmagórico bosque, donde las llantas de hierro del vehículo continuaban atascándose y luchando, arrancando espesos grumos con un sonido viscoso.

—De manera —continuó el Manchurri, con voz cada vez más débil— que el Huesos y yo salimos de aquí… y conocimos gente… cultivamos unos campos, construimos una casa… pero nos tiraba el camino, la carretera. Acabamos construyendo este vehículo…

—Para un momento.

—Es mejor seguir hasta el final, señor, que si no…

—Un momento sólo. Quiero bajar y ver una cosa.

Apenas descendió, una sensación como la de un aliento ígneo, abrasador, que escapase de los torcidos troncos, le sobrecogió. Parecía como si el vehículo aún fuese un pequeño refugio de paz entre aquellas delirantes plantas. Caminó un instante pisando hongos de forma monstruosa, aterrado, sintiendo cómo bajo sus pies la asquerosa vegetación reventaba, derramando líquidos y esporas… En efecto; allí estaba lo que había creído ver, semienterrado en el fango, gigantesco, cubierto de orín, cayéndose a pedazos. Una masa monumental de maquinaria herrumbrosa, llena de ruedas oxidadas, con brazos y palancas ciclópeas… enormes estructuras rectangulares que sobrepasaban las copas de los árboles; algo que todavía conservaba en su destrozado conjunto la impresión de una fuerza ilimitada. A través de las conexiones, las ruedas, los brazos metálicos, las gruesas vigas corroídas, la chorreante vegetación negruzca se había abierto paso, dislocando en su crecimiento las enormes piezas…

Al regresar al autociclo no pudo evitar un tropezón en una raíz nudosa, y se apoyó en el tronco de un árbol, grueso como el torso de un hombre. Con un crujido hueco, el enorme árbol se quebró por la mitad, descubriendo una carne blanca, atravesada por vasos del diámetro de una muñeca. Con un ruido pegajoso, una espesa linfa blanquecina comenzó a surgir por las aberturas, deslizándose hasta el sucio…

El vehículo volvió a ponerse en marcha tan pronto como, estremecido y asustado, estuvo de nuevo a bordo. En estos momentos la sensación de que algo dañino les acechaba era tan intensa que resultaba difícilmente soportable…

Durante los siguientes e interminables diez minutos, Sergio pudo observar otras gigantes masas de maquinaria dispersas a lo largo del camino, alzando al oscuro cielo sus ingentes ganchos de hierro y sus poleas y vigas…

Bruscamente, el bosque se terminó, dando paso a una extensión pantanosa, cubierta de fétida agua negra. Hubiera jurado que no había ningún camino sólido por donde el vehículo pudiera pasar; pero debía haberse, equivocado; allí, entre las nudosas raíces que se hundían en el burbujeante líquido, entre las plantas cuyas anchas hojas de un verde malsano se enroscaban en los deformados troncos, había una senda, de la anchura justa para que el carromato pudiera atravesar el pantano.

Y al fondo, apoyado en una colina, coronando con su mole un delirante panorama de maquinaria herrumbrosa, de hojas verdinegras, y de troncos pelados alzando al cielo casi negro sus ramas desnudas, una edificación de piedra… el castillo de Herder. Como todo lo que había allí, causaba una impresión de desagrado. Las torres eran demasiado altas en proporción a su base; las murallas, demasiado gruesas… la puerta sin hojas, desnuda, abriéndose sobre un enmohecido patio interior… Por otra parte, daba la impresión de que se había dejado a medio construir… una de las alas estaba cortada bruscamente sobre un espeso macizo de enredaderas de un rojo sangre, y una de las torres rompía toda simetría con las demás… Alguna negra oquedad, sin forma de ventana, se abría en el muro… sin cristales, sin contraventanas de madera… La impresión general no era de antigüedad, sin embargo. Las piedras eran limpias, con alguna ligera mancha de musgo, pero su color, blanco azulado, contrastaba desagradablemente con el general tono oscuro de los alrededores…

La sensación de terror no había disminuido, viéndose incrementada, además, por un atroz sentimiento de asco hacia la monstruosa construcción. Durante unos segundos, Sergio recordó la pequeña experiencia del doctor Singagong en el agujero de los demonios, y se dijo que aquello no había sido nada comparado con lo presente.

El automotor, entre crujidos, exhalando una amarillenta nube de vapor que no se levantaba en el aire, ni se disolvía en él, sino que permanecía a su alrededor, extendiéndose como una capa de niebla en la espesa atmósfera, se detuvo frente a la desnuda hoja de la puerta… Tanto el Manchurri como el Huesos parecían en estado cataléptico; miraban hacia todas partes con ojos desorbitados; las manos sucias y nudosas del primero estaban engarfiadas en el puño de la palanca de control… El vapor, con un suave silbido, se escapaba por la parte inferior del vehículo, lamiendo la esponjosa tierra…

No se oía un solo sonido. Sergio bajó, lentamente, mirando al interior del castillo… Después, tembloroso, sacó de su mochila la botella del visqui. Si había un buen momento para tomar un trago, era éste…

—No —dijo una voz.

Había un hombre parado junto a las jambas de rasposa roca blanca. Tenía el pelo negro, espeso, que se unía con una barba cuadrada, también negra, la cual le llegaba hasta la mitad del pecho. No se distinguía su boca; pero su nariz era aguda, afilada; y bajo las espesas cejas, dos ojos alucinantes, intensamente negros, con la pupila muy dilatada, estaban fijos con aterradora atención sobre Sergio.

—No —repitió—. En este lugar está prohibido beber, fumar, hablar en voz alta, o conectar aparatos eléctricos…

Y su voz, en consonancia con lo que él mismo decía, era baja, casi inaudible. A Sergio le causó una sensación molesta e inexplicable. Más adelante pensó que era porque aquel hombre hablaba en voz baja no como si lo hiciera voluntariamente; sino como si no pudiera hacerlo en tono más alto. Incluso su pronunciación tenía a veces ciertas dificultades, como si no pudiera dominar perfectamente, su lengua y sus cuerdas vocales… era casi igual a la voz de un moribundo que Sergio oyera en cierta ocasión, ya casi sin fuerzas para articular ni para levantar la voz.

Vestía una túnica oscura, de color pardo y basto tejido que le cerraba desde el cuello hasta los pies, prolongada por dos anchas mangas que colgaban a los lados…

—Soy Herder —dijo el hombre, con su voz débil—. He sabido de ti… No sé aún tu nombre… pero sé que encontraste a tus acompañantes cerca de las Montañas… Las bestias de la noche me lo dijeron… Y vosotros dos, ¿no os dije que no os acercaseis por aquí?

Sergio percibió, de soslayo, que algunos pequeños seres peludos, apenas distinguibles, se movían entre la retorcida vegetación del pantano.

—Pero no os haré nada —continuó Herder, y era casi imposible entenderle—. Él —señaló a Sergio con una mano afilada y pálida— ha venido a verme, y quizá sea el hombre que espero… Podéis marchar sin temor; mis amigos no os harán daño… porque quizás este mortal que ha venido a verme sea el que espero hace años… Marchad… marchad ahora…

Sin que del interior del vehículo viniese una sola palabra, las ruedas comenzaron a girar lentamente, y la pesada carrocería comenzó a dar la vuelta sobre la explanada contigua al castillo. Herder permaneció silencioso, con los brazos caídos a los costados, y los ojos convertidos en rendijas, vigilando intensamente la marcha del carromato. Sergio pudo ver como los pequeños seres peludos corrían a los lados del camino, y como las ramas de los árboles, temblorosas, se apartaban a su paso. El autociclo disminuía de tamaño, lanzando vapor por la negra chimenea; el bosque pareció abrirse ante él… Desapareció.

—Pasa.

Sergio siguió a Herder al interior del castillo. Atravesaron el legamoso patio, y se detuvieron ante una maciza puerta que daba sobre él. En la porosa madera había tallado un animal fabuloso, con un gran cuerpo de contornos poco definidos, con una diadema de cuernos, y un rostro plano, sin rasgos.

—Ehie, ehie —dijo Herder—. Yo soy.

Una de sus finas manos pálidas rozó la madera de la puerta, y Sergio habría jurado que el disforme ser tallado ondulaba ligeramente.

—Nadie viene aquí —dijo Herder—. Pero si vinieran, no podrían atravesar esta puerta… Pasa, pasa, pasa. Permite el paso amigo vigilante… él me acompaña.

La puerta daba sobre una gran nave, tan grande, que sus dimensiones no parecían acordes con las del castillo. Sergio pensó que si hubiera tenido una cinta métrica (y si se le hubiera permitido hacerlo) habría comprobado que la longitud de la sala superaba la longitud externa del edificio.

El suelo era de losas de piedra negra, muy pulidas y perfectamente encajadas unas con otras. Había en el centro una gran mesa de madera oscura, que causaba la impresión de estar ligeramente humedecida. No había ventanas, y a lo largo de las paredes, una docena de antorchas goteantes de resina iluminaban con su chisporroteante luz la totalidad de la nave. Al fondo, una nueva abertura, completamente a oscuras, daba paso a desconocidas profundidades: a lo largo de los muros, un alto tablero de madera, cubriendo toda la habitación, se hallaba cubierto de alambiques, retortas, hornos de tierra refractaria, pequeñas estanterías llenas de libros… Había un sinnúmero de objetos que Sergio no logró explicarse: espadas, cuchillas de hierro mate, amplios recipientes de barro cocido llenos de líquido… En las tenebrosas paredes había escritas, con letras irregulares, palabras desconocidas, que no pudo descifrar…

La puerta se cerró tras ellos. Caminaron, a través del aire espeso y de los efluvios de los hornos, hasta la pesada mesa central. Sergio vio en el tablero, como incrustada en una materia amarilla, la borrosa palabra TETRAGRAMMATON.

—Te recibo como huésped —dijo la voz casi silenciosa de Herder—. Te recibo, y te admito a mi mesa. Que lo sepan los que me oyen, y se abstengan de todo mal. Por tres veces yo lo mando a todos. Y tú, visitante, siéntate, y acepta mi agua. Accipe, accipe.

Una nueva figura apareció, procedente de la oscura boca que se abría al fondo de la sala. Sergio vio que era una mujer joven, con una enorme cabellera negra como el ébano, encrespada en torno a la cabeza. Sus rasgos eran pálidos, regulares. Tenía los ojos semicerrados, no siendo posible distinguir sus pupilas. La boca, de gruesos labios de un rojo casi artificial, resultaba protuberante, como si una dentadura grande y deformada los empujase hacia afuera. Iba descalza, y cubierta por una túnica parda, similar a la de Herder que sólo llegaba a medio muslo, descubriendo unas piernas suaves y bien formadas, aunque demasiado musculosas. Traía en las manos un recipiente de porcelana blanca, que depositó en la mesa, ante Sergio… Durante un momento, los semicerrados párpados se abrieron revelando unos ojos destellantes, ígneos, que expresaban una bestial salacidad… Después, la figura femenina, balanceando las caderas, desapareció por donde había venido…

—Toma el agua —musitó Herder—. No la bebas; tómala en los dedos y ponla en tu boca, tus oídos y tus ojos… no te hará daño.

El recipiente contenía, aparentemente, agua, con lo que parecía ser algo de ceniza en el fondo. Con ciertas precauciones Sergio introdujo los dedos de la mano derecha en el líquido, y, no sintiendo nada, obedeció las órdenes de Herder.

—Ahora puedes tomar asiento —dijo el mago—. De momento, estás a salvo. Pero no te separes de mí, ni obres en nada contra lo que yo diga. No hables aún…

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