Viaje a un planeta Wu-Wei (19 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Sergio ocupó un pesado sillón de madera, mientras Herder, antes de sentarse, efectuaba el mismo rito con el agua.

—Has bajado de arriba —dijo el mago—. Eres un hombre civilizado, y quizás estas ceremonias te causen risa. Puedo asegurarte que son necesarias; ellos las requieren…

Lo cierto era que Sergio no sentía ningún deseo de reír. La opresiva sensación de la nave se hallaba cargada de algo como presencias extrañas, situadas en los extremos oscuros, tal que si alguna entidad amenazadora, agazapada allí, esperase tan sólo un descuido para lanzarse sobre él. Por el contrario, Herder no le inspiraba temor alguno; el temor, la opresión, la sensación de algo extraño y amenazador se hallaba fuera; en la nave misma, bajo el suelo, a los lados, y sobre todo, en la figura femenina que acababa de visitarles…

—¿Por qué has venido a verme?

Sergio tragó saliva antes de hablar. Sentía la garganta seca y hubiese deseado un buen trago de licor; pero recordaba la prohibición de Herder.

—Necesito una información —dijo, con una voz que casi no reconoció como la suya; tal trabajo le costó pronunciar las palabras.

—¿Sobre qué?

—Quiero saber dónde está el Pilón de Alba. Me han dicho que tú has recorrido todas las columnas… y que sabes cuál es… Necesito saberlo. Yo te pido que me digas dónde está.

—Todo el que pide, recibe —contestó Herder— y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. Yo te he abierto, porque has llamado; si me pides una información, quizá te la dé. Buscarla y encontrarla, puede ser que lo consigas. Pero son muchos años solo… ¿podrías pensar en que yo te pidiera algo a cambio de mi información? ¿Podrías pensar en decirme para qué necesitas saber cuál de las columnas es el Pilón del Alba?

—¿Es necesario?

—Quizá sí. Pero no ahora mismo… no ahora mismo. Podemos empezar por algo más sencillo; por ejemplo, por tu verdadero nombre. El mío, según sabes, es Simón Herder… Una prueba de confianza por tu parte, sería decirme el tuyo…

En la voz de Herder había un leve resquicio de amenaza.

—Me llamo Sergio Armstrong…

—Con mucha facilidad lo has pronunciado, y en voz demasiado alta. Habla siempre en voz baja en este lugar, joven sin experiencia ni conocimientos. Yo puedo ser desobedecido o engañado, pero ellos no.

—¿Quiénes son ellos?

—Acabas de ver un ejemplo… ¿Crees que ella era un ser humano?

Sergio, silenciosamente, negó con la cabeza. Aquella… mujer… sería lo que fuese, pero humana, no.

—Es de noche, y hay luna creciente —dijo Herder, y Sergio se preguntó cómo lo sabía, en esta enorme sala sin ventanas—. Es una buena noche para prepararse… Si tu cuerpo tiene necesidades de alimento, te las daré… yo he de ayunar.

Quiero saber si tú puedes servirme para lograr la unión… Si es así, sabrás por mí cuál es el Pilón del Alba, a cambio de tus servicios; si no eres útil, y eso es difícil, a no ser que hayas sido utilizado antes por ellos, te lo diré sin pedirte nada a cambio. Airunesia te servirá ahora…

En las paredes, las antorchas seguían ardiendo con su luz filiginosa, derramando negras gotas de resina sobre el pulido suelo; los hornos silbaban y chispeaban, lanzando columnas de vapor los recipientes colocados sobre ellos… Herder permanecía inmóvil, sumido en sus pensamientos…

Airunesia apareció de nuevo, llevando en las manos una bandeja de metal amarillo con un plato y un tazón de barro. Sus ojos estaban abiertos, derramando sobre Sergio una luminosidad obscena. Ya no llevaba la túnica parda, sino una tela transparente sobre el pecho y otra cubriéndole la cintura. Su piel blanca relucía malsanamente bajo las antorchas, contrastando con la gran masa negra de pelo encrespado. Se movió salazmente al acercarse a Sergio, ondulando las caderas de forma groseramente provocativa… A través del transparente tejido se adivinaban dos grandes pechos, coronados por pezones de un vivido rojo, y la mancha negra del pubis…

—¡Retrocede, retrocede! —ordenó Simón Herder, poniéndose en pie-… Retrocede y cúbrete… Por el poder de Bileto, tu amo, yo te lo ordeno… ¡Retrocede!

Con un sibilar confuso, que se escapaba de sus semicerrados labios, el ser alzó las manos, con los dedos engarfiados, como amenazando. Rápidamente, Herder extrajo de sus vestiduras un pequeño medallón, que Sergio no logró ver claramente. Lo alzó ante los ojos de Airunesia… Hubo como un infernal silbido de vapor, y de los ojos y las narices del ser surgieron chispas blancas…

—Por tres veces te lo ordeno, retrocede —murmuró Herder, avanzando hacia ella—. Cúbrete con lo que debes llevar, provocadora… o invocaré esta noche a tu amo…

Un gruñido que parecía surgir de todas partes llenó la pieza. Pero Airunesia retrocedió, sin abandonar su postura amenazadora, y con los ojos brillantes como brasas, fijos continuamente en Sergio… Hizo un gesto obsceno con las manos, colocándolas sobre su sexo, y después pareció disolverse en la oscuridad tenebrosa de la caverna.

Cuando Sergio intentó tomar en sus manos la bandeja, que yacía sobre el tablero de la mesa, se quemó. Era imposible que un ser humano hubiese soportado en las manos aquel objeto candente. Sin embargo, el tazón de barro con agua y el plato con legumbres cocidas sin sal estaban tibios…

El corazón parecía querer salírsele del pecho. Se sentía desmadejado, sin fuerzas… y terriblemente asustado.

—¿Qué era eso… qué era?

—Es uno de los elementos inmateriales… vagamente femenino… pero traicionero, vil, y procaz sin límites —respondió Herder, mirándole con cierta tristeza—. Obedece las órdenes de Bileto, que es uno de los más poderosos, y se halla aquí por mi deseo, como mi sirviente…

—Pero ¿puede…? vamos… quiero decir…

—Puede fornicar… si es eso lo que piensas. No tiene otro deseo que eso… Pero no para mí. Yo nunca he conocido mujer ni la conoceré… mi trabajo es demasiado importante para que permita distracciones… Esta noche tendré que establecer una cuidadosa barrera ante tu puerta para que no se acerque… por eso, no debes salir de tu habitación en absoluto…

—¿Podría pasarme algo?

—Airunesia es el menor de los peligros que existen aquí. Solamente yo puedo actuar sin miedo, y aún así, eso me cuesta un trabajo ímprobo… Pero necesito a Airunesia; sin ella no tendría ni alimentos, ni agua… ni siquiera los pocos aparatos que no he de manejar yo personalmente podrían estar limpios y preparados… Normalmente obedece sin problemas; pero esta noche, tu visita la ha excitado… Lo mismo hubiera sido que hubiese venido una mujer. Airunesia no tiene sexo preciso; es descendiente de Bitru, una descendiente espuria, y Bitru tiene el sexo que elige en cada momento… aunque se te apareciera como hombre, y aunque tú no fueras invertido, sentirías deseos por él, tan intensos si revistiera la forma de mujer como la de hombre…

—Pero ¿qué son estos seres? —preguntó Sergio, tomando una cucharada del soso caldo vegetal. La cuchara era, al parecer, de oro, con el mango torcido, terminado en una garra de ave que asía una esfera.

—Hay tiempo —dijo Herder, fatigadamente—. Por esto trataré de explicarte… Hasta que la luna esté en el cuarto medio no puedo iniciar nada… Escucha, escucha. Aparte de nosotros, los hombres, sobre la tierra y bajo ella, en el aire, y en las esferas que la rodean, hay otros seres. Son seres, o elementos, sin materia… que toman formas diversas cuando se les puede ver. Hay algunos que tienen un asomo de materia; con los que se hallan en la superficie, los silfos, los elfos…

—Yo vi uno… un elfo. —¿Dónde lo viste?

—En el caserío de Morris. Estaba hablando con el Vikingo, uno que iba conmigo, un Profe Wu-Wei.

—Esos Wu-Wei… creen tener la llave de la tierra, el secreto de la unión con el mundo. Dicen que su doctrina no es para explicarla; que no se dice con palabras; que solamente se siente. Y sin embargo es sencilla: unificación del hombre con la tierra; solamente eso. Pero están equivocados… equivocados. Yo soy un Profe-Wu-Wei también, y sin embargo, nunca me admitieron como tal…

—Yo no entiendo el Wu-Wei. Las cosas parecen ser buenas o malas sin lógica alguna.

Herder no contestó, pero sus ojos se abrieron un poco y se clavaron en él. Una de las alargadas manos acarició un poco, con fatiga, la espesa barba oscura.

—Eso es una buena señal… —respondió, en un susurro—. Una buena señal, sí. Quizá sirvas. Y digo que es una buena señal porque los que se llaman a sí mismos Profe-Wu-Wei sólo aceptan una parte de la Tierra; a saber: el mundo, como tal, y los elementos inmateriales que ellos designan como «buenos» o como «amables». Los elfos, los silfos, las náyades o espíritus del agua, las dríadas en los bosques… Olvidan los elementos que designan como «malos» o «aterradores»: las lamias, los espíritus de la profundidad, y sobre todo los más poderosos: las potencias. Airunesia es una simple lamia, casi sin inteligencia, traicionera y mentirosa. No habla apenas; no tiene inteligencia suficiente para ello… Pero Bileto o Bitru, y el mismo Eudorion son potencias… Los elfos y los silfos requieren unas condiciones especiales para ser tratados: hablar sólo con los niños o los Profes Wu-Wei, una oferta de leche o de miel, palabras suaves, etc. Los espíritus de las profundidades y las potencias requieren un ceremonial más complicado, puesto que son más fuertes… es preciso invocarles mediante palabras determinadas, y estableciendo una oportuna protección. Algunos de ellos son dañinos sin pensar, sólo desean hacer mal… otros lo son si se les ofende. Algunos son inofensivos y pasan su vida en el fondo de la tierra clasificando cristales, buscando cursos de agua, o vetas de mineral… excepto de hierro, al que temen profundamente. Pero hay unas diferencias de forma y de fondo entre unos y otros elementos…

Sergio concluyó la insípida sopa vegetal, quedándose con el mismo hambre que antes. Parecía como si se hubiera acostumbrado a las opresivas sensaciones de amenaza y de proximidad de seres peligrosos; a pesar de ello, su cuerpo seguía tenso, vigilante. Constantemente notaba como si hubiera algo a su espalda; por tres veces se volvió, sin ver nada…

—No lo verás —dijo Herder—. No lograrás verlo si yo no quiero. Pero no debe preocuparte; es un simple familiar, totalmente inofensivo… Aparece con la forma de un hombre sin cabeza, con una serpiente en la mano. No piensa más que en hallar cavernas enterradas en las profundidades, sin salida ni entrada, y aposentarse en ellas… Se llama Galeoro, y carece de utilidad.

Desde luego, la invisible presencia no era amenazadora. Emanaba de ella una ligera sensación de curiosidad; nada más. Al cabo de un tiempo, dejó de sentirse.

—Se ha ido— continuó Herder—. No le resultas interesante. He dicho antes que carecía de utilidad… y por lo menos es así, para mí… ¿Quién sabe si antes la tenía? Lo cierto es que todos estos elementos inmateriales nos odian profundamente, con un odio atroz, interminable, sin límites… Conservan en su memoria el recuerdo de una catástrofe pasada, perdida en la noche de los tiempos, de la que parece ser que el hombre es el responsable total. Nuestros placeres les molestan… por eso tengo establecidas estas prohibiciones: no beber, no fumar, no hablar en voz alta… es una forma de sufrimiento que ellos imponen…

—¿Y los aparatos eléctricos?

—Ese es su principal temor. La electricidad los mata, y creo que de forma horrible e inmediata. Esa es la causa de la prohibición, y puede ser que fuera la causa de esa desgracia pasada, de la que conservan un ancestral recuerdo…

Hubo un momento de silencio. Sergio bebió un sorbo de agua del tazón; tenía un ligero sabor carbanoso.

—Quizá su especialización anterior obedecía a algún motivo —continuó Herder—. No hay que olvidar que el hombre es un elemento extraño a la Tierra… casi no tiene conexión con ningún animal conocido. A mí me temen, me temen… pero no por mí. Todos temen lo que me rodea… y eso lo han formado ellos, para gozar con las sensaciones de terror y miedo… Ellos no han perdonado aquella horrenda catástrofe pasada; los otros, los elfos, los silvanos… sí. Son como niños, y han olvidado. Pero las potencias sobre todo, no olvidan, ni olvidarán nunca, a menos que…

Se detuvo, como si le costase trabajo hablar… Sergio le miró, en silencio.

—A menos que se consiga una unión más perfecta entre ellos y los hombres… Pero por ahora, ¡cuesta tanto trabajo hacer que vengan! Tienen tal miedo, que resultan peligrosos… porque su vigor, sus poderes y sus facultades no han disminuido desde aquellos días en que casi todos murieron… Son influidos por las palabras, las formas, los lenguajes… El latín sirve, y el griego también… Parece como si encajasen en una misteriosa pieza; cuando consigues que aparezcan, sientes una sensación de triunfo, porque has conseguido dominarlos, y establecer la forma y el lenguaje exacto… Toda mi vida se ha dedicado a eso. Pero todos ellos, o al menos los más importantes, piden un pacto escrito… no se fían. Exigen requisitos para ese pacto… y yo, Simón Herder no sólo los he cumplido, sino que los he redactado y suscrito. Unas veces con mi sangre; otras con la tinta especial: hígado, hiel, orines. Si tú sirves para la unión… yo te diré cuál es el Pilón del Alba…

—Puedo renunciar, y visitarlas yo —contestó Sergio, trabajosamente.

—Seis años me costó a mí visitar todas las columnas —respondió Herder, con los ojos cerrados—. ¿Tienes tú seis años?

—No… Sólo algunos meses.

—Entonces deberás aceptar mis condiciones, por muy duras que sean. Pero piensa, además, que el perfecto wu-wei, la perfecta y maravillosa unión del hombre con todo, ¿oyes?, todo lo de esta tierra, se logrará así… Ellos lo intentaron, en tiempos pasados, si, e incluso llegaron a elaborar cierto objeto que…

Herder se calló repentinamente, como si hubiera hablado de más. Se puso en pie e hizo seña a Sergio para que le imitara.

—Sé tu nombre… —dijo—. Pero si vas a servir para la unión, y a obedecerme en ella, necesitas una divisa… Ellos lo exigirán así. Elige una…

—Sonríe ante la adversidad —dijo Sergio, después de dudar un momento.

—Es una buena divisa; es noble —contestó Herder—. Ahora deposita tu rifle, y tu licor, ahí, al pie de ese recipiente. No temas nada; sólo quiero que no lo uses. Veo que es eléctrico, y no quiero que arruines en un momento una labor de años… En cuanto al licor, no quiero que bebas… Puedes conservar tu cuchillo de caza y tu comida… y comer de ella, si es tu gusto. O negarte a lo que te pido, y marchar. Nada te sucederá.

Silenciosamente, lleno de dudas, Sergio depositó su rifle y las dos botellas que le quedaban sobre el tablero de madera, debajo de un dibujo que representaba un círculo con una estrella de siete puntas inscrita en él. Tuvo un súbito pensamiento.

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