Viaje a un planeta Wu-Wei (27 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

En varias ocasiones, Sergio pudo sentir como los ardientes ojos de Marta di Jorse se fijaban en ellos dos, que aun permanecían juntos en una esquina de la mesa, escuchando las atropelladas explicaciones del Capitán Grotton… La mirada de Marta di Jorse, aparte de intensa, parecía mostrar una peculiar curiosidad, y una singular penetración, como si les llegase al fondo del alma…

Sergio cogió la mano de Edy, y la mantuvo asida mientras el Capitán Grotton seguía perorando. Ya se habían olvidado de la invasión de África, y ahora todos, embaulando trozos de pernil y buenos tragos de licor, que Edy apenas tenía tiempo de servirles, recordaban tiempos pasados, batallas lejanas y expediciones a lugares de los que sólo había regresado la mitad de los que partieran. Entre el humo del tabaco, el vapor de la cerveza y el visqui y los puñetazos en la mesa, rostros barbudos sonreían, juraban y se las prometían muy felices.

Una vez más, mientras permanecían silenciosos, y un poco retirados, Sergio sorprendió fija en ellos la penetrante mirada de Marta di Jorse. Como decidiéndose de una vez, la mujer se dio un latigazo en las botas con la fusta, enderezó la pistola y el largo cuchillo que llevaba en la faja y se acercó a ellos.

—Tienes una casa muy bonita, Edy —dijo— aunque esta pandilla de cerdos te la está dejando hecha un asco —señaló al rayado suelo—. ¿Quieres enseñarme el piso de arriba? Tú, Sergio, a ver si consigues que no se coman ni beban todo lo que tenéis…

—En aquellos tiempos —decía el Capitán Grotton— vivías una semana con un céntimo, y la gente era trabajadora y honesta, como yo. No hacían como ahora, que en cuanto quieres algo, hala, al médico y a sacar sangre… y menos mal que está limitada a un año. Pues recuerdo al viejo Broxton… ¿te acuerdas tú del viejo Broxton, Juana Stone? Ese sí que era un tío bragado y echado palante… Cuando le dimos la batida a los bandoleros de Mac Cara de Palo, se enfrentó él solo con tres tíos… A uno le abrió la barriga en canal, echándole las tripas fuera… A otro lo mató de un tiro. El tercero le clavó el cuchillo en el hombro… «¿Esas tenemos?» dijo el viejo Broxton… Y le agarró por el cuello. Los dos se quedaron en el sitio; el viejo Broxton abierto como un jurel y el otro con el cuello roto…

—¿Y cuando te dio por ir al Norte, Capitán Grotton? —intervino Illona Gómez—. Aquello sí que era frío… allí no había gente, sino unos bichos bien grandes, como mamuts, pero blancos, llenos de pelo…

—Sí; y que chillaban que helaba la sangre en las venas oírlos. ¿Recuerdas, Capitán, que cortamos árboles, hicimos una hoguera como una montaña, y luego empujamos los palos ardiendo en la madriguera de uno de los bichos? ¡Cómo chillaba! Salió de allí ardiendo como una antorcha, y se frió en su propia grasa… A las crías las abrimos en dos, les quitamos la piel, y nos cubrimos con ella… Lo malo fue cuando vino otro, al olor del bicho quemado y de los que habíamos matado, la emprendió con nosotros… Se cargó a Billy el peluquero, a Oscar Cartwright… ¿os acordáis de él? Era bizco y tenía un bigote rojizo… y muy mal genio… y también a la Abuela Marcos, a Vodka Smith, qué horror, muchachos, qué carnicería…

—Pero nos divertimos —dijo el Capitán Grotton, enarbolando un jarro vacío—. Sergio, muchacho… tengo la garganta seca…

—Deja a Sergio en paz, que tiene que acompañarme… —dijo la ronca voz de Marta di Jorse, desde la escalera…— Mira, Edy, guapa; sírvele por última vez, pero no les des nada más… Tú Sergio, haz el favor de venir conmigo… ayúdame con el caballo, tiene una herradura floja…

—A Vodka Smith no lo mataron los bichos —dijo Amílcar Stone—. Eso es una mentira, Zacarías. Lo maté yo mismo en las cercanías de Moscú, cuando se pasó a la partida del caballero Tauler… Yo mismo le metí un buen plomo entre las cejas, y saltó como un conejo cuando lo degüellan… Llevaba encima tres céntimos, y el sello del doctor La Valeria, a quien había robado y asesinado dos días antes…

Mientras salían al frío exterior, Marta di Jorse, confianzudamente, cogió a Sergio por el brazo.

—Mira; no les hagas ningún caso a estos. Tan pronto son bandidos como se enredan en la primera expedición que se presenta. Somos siempre los mismos, créeme… Bueno; vamos a dar un paseo…

—¿Y tu caballo?

—Deja mi caballo en paz, que no le pasa nada. Yo lo que quiero es hablar contigo… Pero, ¿no llevas el rifle, ni nada? Menos mal que llevo la pistola… ¿cómo se te ocurre salir sin armas? Claro que eres un novatillo, un ternero de leche, y te acaban de sacar de la teta hace poco… y no sólo en esto; en todo, encanto, en todo.

—¿Qué estás diciendo?

—Venga, hombre, venga. Camina.

Llegaron hasta una de las pequeñas agrupaciones de árboles frutales, a no mucha distancia del arroyuelo. La melena rojiza y los ojos de Marta brillaban bajo la helada luz de la luna.

—Pero, ¿tú no te has dado cuenta de que esa chica está enamorada de ti como… como… una acémila, con perdón? ¿Cuánto tiempo lleváis ahí viviendo los dos juntos?

—Unas tres semanas. Pero, ¿cómo…?

—Cállate. Desde luego, tienes algo tú, ¿eh? Tan modosito y tan callado… y a causa de ti, Grotton ha revolucionado a todo el mundo. En Nueva Estoril le quisieron matar cuando rechazó a los hombres que le sobraban… ¡Tres semanas! Supongo que la habrás besado.

—Una vez.

—¿Y no te has herniado? Dime… ¿tú la quieres? Sergio movió la cabeza, nervioso. Podía haberle, contestado a la llameante Marta di Jorse que eso no le importaba, que quién era ella para meterse… pero…

—Sí —dijo—. Sí. Pero, ¿para qué iba a decirle nada? Dentro de poco nos marcharemos a África, y quién sabe si volveré… y si vuelvo, no sé qué será de mí después…

—Pues tú conoces a las mujeres tanto como yo soy virgen, vaya. ¿Es que no te das cuenta, pedazo de animal, de que eso a ella no le importa? Ella sería feliz viviendo contigo estos días que te quedan… Si la quieres, volverás, y si te matan… ¿qué habréis salido ganando los dos con tanta miradita triste, tanto cogerse la mano, y tanto lagrimón?

—¿Qué lagrimón?

—Los que ha soltado ella cuando le he sacado todo… O casi todo, en el piso de arriba. Vamos, que estabais enamorados se veía más claro que una rana en un vaso de leche… Pero, ¿qué se puede esperar de un mocito a quien ese sinvergüenza de Grotton le ha endilgado la vieja Bessie? Anda, que ya te puedes buscar otro chisme, que con eso… La vieja Bessie tiene el anima desviada, y no se puede acertar con ella a una vaca a tres pasos… Cuatro años lleva Grotton queriendo endosársela a alguien… Hala, vamos, p'allá y ahora mismo se lo dices…

—¿Tú crees que…?

—Que sí, hombre, que. sí. Que me lo ha dicho a mí… Está deseando, como tú, que eres más parao que el penco de Grotton… No tengas tanto miedo, encanto, que no es como yo. Ella es una mujer de veras… A mí todo eso me da igual; yo no siento nada. Un poco de peting, bueno, pues sí, pero como se me acerque uno con ganas de jaleo, le meto un culatazo en los morros que… Vamos, que yo me encargo de echar a esa pandilla de gorrones. Y esa es otra… ¿cómo habéis aguantado a semejante manada de cerdos?

—Bueno, pues como iban a ayudarme, yo…

—¡Otra que tal! ¡Como que si no les gustase, te iban a ayudar! Vamos, que como me cayera a mí un hombre como tú, iba dada. Y no te apures, que de esos, dentro de dos minutos… no ves ni las sombras…

Al mismo tiempo que entraba en la casa, de donde salían un ruido y unas carcajadas cada vez mayores, Marta di Jorse se quitó el ancho cinturón de cuero que llevaba, fuertemente adornado con cuadradas cabezas de clavo… El Capitán Grotton se quedó como una estatua, con la boca abierta, cuando el cinturón, con un estampido, restalló sobre la mesa, arrojando vasos al suelo, y casi rompiendo la mano de Andrés Ribaldi. Pero los juramentos de este último se vieron sobradamente sobrepasados por la tonante voz de la mujer.

—¡Venga, camada de marranos, todos fuera! Y tú. Capitán Grotton, ya vale de gorronear y de chupar ginebra a costa de los demás! ¡Ya les chuparás lo que quieras a los mandriles cuando estés en África!

—Oye, Marta, no seas bruta, que nosotros…

—Al que me conteste, o esté aquí cuando cuente tres, le abro la cabeza con el cinturón… Todos sabéis quien es Marta di Jorse… Ya vale de comer y beber como cerdos a costa de estos chicos, que lo que quieren es dormir… Además de que arriba hay un niño durmiendo, y mira, si algo me molesta es despertar a un niño…

—Marta —dijo Illona Gómez, con voz aguardentosa. No le dio tiempo a seguir. Sin más comentarios. Marta di Jorse empezó a utilizar el cinturón a diestro y siniestro. Entre gemidos, protestas, alguna carcajada, y gruñidos en tono bajo, un alud de gente aterrorizada, atropellándose entre ellos, se precipitó hacia la puerta… Al Capitán Grotton lo sacaron arrastrando entre dos, mientras alzaba débilmente una mano y pronunciaba palabras que no lograron oírse. Alguno tropezó en la veranda y los demás pasaron sobre él como una manada de caballos salvajes, jurando y amenazando a Marta, pero huyendo como si les persiguieran las furias…

La mujer, de un empellón, cerró las pesadas hojas de la puerta. Corrió los cerrojos con la misma maña que si estuviera prensando las tripas del Capitán Grotton, y se volvió hacia los dos, con los ojos como carbunclos.

—Y ahora a dormir —dijo—. Ya os podéis marchar p'arriba, que esto… lo han dejado como una cuadra, valiente pandilla de golfos, lo arreglo yo… Vosotros a descansar, que ya es hora… Y no me despertéis al niño…

—¿Decías de verdad lo del niño?

—Mira… para mí el sueño es sagrado. Y cuando era niña, vivía con una vieja, a mis padres los mataron, casi nada más nacer, que no me dejaba dormir… de manera que… ¡Arriba, u os doy a vosotros con el cinturón también! Claro que os gustaría tener una temporada de tranquilidad, para pensároslo bien, pero no tenéis tiempo…

Edy, con los ojos brillantes, cogió una de las velas y subió al piso de arriba, seguida por Sergio. Se detuvieron los dos en la puerta de la alcoba de ella, mientras desde abajo llegaba el rápido trastear de Marta, y algún juramento muy poco edificante.

—¿Tú quieres? —preguntó Sergio, cogiéndola por los hombros, y mirándola a los ojos.

—¿Y tú?

—Claro que sí, Edy… pero sabes… no lo he hecho nunca antes… yo…

Ella le puso un dedo sobre los labios, e hizo un mohín burlón.

—Pasa, y no seas tonto.

Edy cerró la puerta y depositó la palmatoria sobre una pequeña mesa. Había un amplio lecho, cubierto por una colcha de retazos, un suelo de color manteca, brillante, como engrasado, y un pequeño armario de madera roja. A través de la reja de la ventana, entreabierta, llegaba del exterior un vaho cálido, algunos lejanos reniegos, y el confuso pataleo de los caballos.

En este momento Sergio sentía dentro de sí un amor, una atracción tan profunda hacia Edy, que le causaba dolor. La acercó a sí y puso su boca sobre la de ella. La joven contestó a su beso con una energía y un deseo que Sergio no esperaba, ciñéndose a su cuerpo, pasándole las manos por el cabello.

—Hace ya días, Sergio… días. Lo he deseado mucho. No dijeron nada más. Edy se quitó la ropa bajo la chisporroteante luz de la vela, y permaneció allí de pie al lado de la cama, dejando que él admirara la belleza de sus amplios pechos, la curva de sus caderas… con un brillo sensual y divertido, mientras Sergio, un tanto torpemente, se desnudaba a su vez.

—Anda, acuéstate.

Permanecieron un rato los dos juntos, bajo la ligera sábana, sintiendo al lado el calor del cuerpo del otro. Sergio la atrajo hacia sí, y ella, con lentitud, le besó de nuevo… y condujo sus manos sobre sus senos, sobre su vientre…

Aunque me vaya, ahora, Edy, no te dejaré, volveré, te lo aseguro…

—No pienses en eso, cariño… no pienses en eso ahora. Sergio no supo en qué momento el acogedor y blanco cuerpo que había a su lado pareció estar en todas partes, ser como una cálida envoltura protectora que le libraba de todas sus preocupaciones, sumiéndole en una sensación de paz nunca antes sentida. Sólo que el mero hecho de pronunciar el nombre de ella, de sentirla a su lado, de sentirse deseado a su vez, de percibir los tibios brazos enlazados a su cuello le borraba de la mente las odiosas imágenes del pasado, la rabia, la desesperación, el rencor…

Más tarde, Edy se dio cuenta de que había lágrimas en el rostro de el.

—¡Estás llorando! ¿Qué te pasa?

—Nada, Edy, nada… Porque eres una mujer… solamente por eso…

Oyeron los pasos de Marta di Jorse al dirigirse a la otra habitación, al fondo del corredor. Por la ventana entraba un ligero frescor; en el exterior, los hombres, las mujeres y los caballos habían callado.

—Bueno; se lo debemos a ella…

—Es una extraña mujer —dijo Edy—. Me gustaría conocer su historia.

Sergio se sintió alcanzado por un pensamiento repentino.

—Oye… ¿qué pasará con el niño? ¿Tú crees que…?

—A mí me parece que nada… Lo mejor es decírselo claro, ¿no te parece? De todas formas, creo que no pasará nada. No sabes cuantas veces me ha preguntado si podía llamarte papá… A esa edad los niños olvidan… No se acuerda del pobre Hermán.

—Y tú, ¿te acuerdas de él?

—No podré olvidarle… pero no tiene que ver. Lo nuestro es distinto… es otra cosa… ¡Oh, estáte quieto, fresco!

—Bueno, antes te gustó… ¿no?

Sergio se despertó para ver que aún era de noche y que la vela, casi agotada, crepitaba, lanzando una azulada columna de humo. Iba a apagarla, cuando vio que Edy estaba despierta, con los ojos llenos de felicidad. Fijos en él…

—¿Sabes? —dijo Sergio—. No hemos comido eso…

—¿El qué?

—Verdellones.

—¡Ah, ya! ¿Acaso te importaría, si…?

—No, Edy. Te aseguro que no… Oye, ¿no te parece que hemos sido muy tontos los dos…? Sobre todo yo…

—Ahora puedes recuperar el tiempo perdido… Ella colocó la cabeza en el hueco del cuello de Sergio, y él pasó un brazo bajo su cuerpo, rodeándola. Poco después, cuando Edy se durmió, hizo un esfuerzo para retirarlo, porque aunque la postura fuese muy bonita, y agradable, se le había dormido el antebrazo. No obstante, dio media vuelta, acercándola a él en una posición más cómoda. Un grato cansancio y una ligera somnolencia volvieron a invadirle; la vela lanzó una chisporroteo final, y se extinguió. Había un silencio absoluto en la noche. Ni siquiera se movía una hoja. Se sentía invadido de una fuerza nueva, de un vigor inesperado ante la sensación potente de la felicidad que estaba proporcionando a otro ser humano.

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