Viaje a un planeta Wu-Wei (28 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Del bosque vino un alarido suave y prolongado, como el de un animal recién nacido al que se martiriza. Sergio tuvo un sobresalto; por un segundo le había parecido ver un resplandor repentino que iluminaba la noche. Edy se despertó…

—¿Te pasa algo?

—No; nada, cariño. Duerme.

Durante unos momentos Sergio aguzó el oído. Edy dormía plácidamente, con un brazo sobre el cuello de él, los juveniles pechos apoyados contra su costado… y un nuevo quejido, a la vez desgarrador y suave, casi inaudible, vino del bosque, fue aumentando, sumándosele otros, hasta formar un coro de dolor casi insoportable… Los caballos patearon en el exterior, hubo un espantado relincho, y el silencio de nuevo.

El sol entraba por la ventana cuando Sergio volvió a despertarse. Se había acostumbrado a calcular la hora por la altura del disco solar, y se dio cuenta de que era muy tarde. Aun aturdido, vio que Edy, al lado suyo, dejaba sobre la mesita un jarro de café y unas galletas.

—¿Por qué no me has despertado?

—Dormías tan a gusto… Anda, desayuna. Hoy no trabajarás… tienes que estar conmigo.

—Buenos días —dijo Marta, entrando, sin ceremonias—. Ahí está todo esto.

Y dejó a los pies de la cama el rifle magnético, la mochila, la roñosa Bessie y el sombrero de cazador africano.

—¿Qué? ¿Fue bien?

—Muy bien… gracias, Marta.

—A mí no me las deis; si no organizo esto, a ver donde iba a dormir yo. Marta di Jorse duerme en el suelo si hace falta, pero, habiendo una buena cama, no. Y no podía echar al niño ni a Edy de su casa, con que… tú dirás.

—Ni tú misma te crees eso…

—Bueno, bueno. ¿Dónde puedo enganchar algo de comer?

—Abajo, si es queda algo de anoche…

—Lo dudo, pero…

Marta di Jorse salió, dejándolos a solas.

—¿Sabes —dijo Sergio, comiéndose una galleta— que eres mucho más animada de lo que yo creía? No esperaba esto; tan tranquila y modosa se te ve…

—Bueno —contestó Edy, riéndose— hay cosas que no se saben, ¿verdad? ¿Sabes tú que roncas, cariño?

—¿Yo?

—Sí, tú. Pareces un aserradero…

—Pues vaya… no lo sabía.

Cuando Sergio salió al campo, armado con la vieja Bessie y con ánimo de practicar un poco, vio que el grupo del Capitán Grotton había engrosado con dos hombres más. Se habían marchado a un centenar de metros, organizando un desordenado campamento, de donde llegaban discusiones y relinchar de caballos.

Había alguna nube en el cielo, enturbiando el limpio azul de los últimos días. A veces, el disco solar quedaba oculto tras un espeso nubarrón plomizo, y algo como una sensación de oscuridad y tristeza descendía sobre los campos. A lo lejos, humeaban las chimeneas del laboratorio de Mansour, y a Sergio le pareció ver que un pequeño grupo de guerrilleros, con jarras en las manos, encabezados por el Capitán Grotton, un Capitán Grotton diminuto, trastabillante, como un hombre que anduviese a ciegas por el fondo del mar, se aproximaban al laboratorio.

«Buena acogida os espera», pensó, y un recuerdo vivido vino a su memoria… «Edy, Edy». Sentía deseos de volver a la casa de piedra y verla de nuevo… Se dio cuenta de que se encontraba molesto sin tenerla cerca, sin ver aquellos ojos tan extraordinariamente expresivos.

Perezosamente, entró en el bosque, y se detuvo junto a un manzano silvestre para cargar a Bessie, con todo el lento proceso de la pólvora, el taco, la bala, y el pistón. Estaba introduciendo la oxidada baqueta en su alveolo cuando vio algo que yacía en el suelo, más al interior… Se aproximó, y pudo contemplar disgustado y asqueado, el cadáver retorcido de un elfo. El pobre ser yacía sobre la espalda, con el cuerpo de color ceniza, y las alas arrugadas y cubiertas de escamas negruzcas. Mientras lo miraba, hubo como una lenta explosión en el interior del inmóvil cuerpecillo, una disgregación cada vez más rápida, hasta que en forma de escamas de un repugnante tono gris, sólo quedó un polvoriento residuo.

Disgustado, Sergio concluyó de introducir la baqueta y continuó caminando hacia la parte más espesa del bosque y hacia el lago. A pocos pasos, pudo ver el cadáver de otro elfo, y también una bola de pelos blancos y negros, con un rostro deformado caído sobre la hierba. Le costó trabajo reconocer un chester, ya que el sedoso y sonriente animal que viera unas semanas antes era ahora sólo una masa húmeda y casi sin forma.

Estaba comenzando a recordar los suaves alaridos de muerte que oyera la noche anterior, cuando llegó al lago. Los bordes de éste estaban cubiertos de una repugnante nata marrón, que las leves ondas acunaban contra la orilla, sedimentándolas lentamente en los pequeños guijarros. Con un hediondo ¡plop! surgió del centro del lago una masa castaña, groseramente circular, reticulada, con un color muerto, que se deshizo en círculos de podredumbre. Solamente los radios transversales y los restos de reticulado permitieron a Sergio reconocer el cadáver descompuesto de una náyade… De pronto, su mente empezó a funcionar velozmente. Los pobres animales muertos, la electricidad, un brillo repentino entre los arbustos más lejanos… Se tiró al suelo, y en ese mismo momento, algo, con un ruido seco se empotró en la corteza del roble que había estado tras él. Rodó rápidamente a un lado, intentando encontrar refugio tras un tronco caído, y nuevamente se hundió algo en el suelo, a un palmo de su cabeza, levantando un surtidor de tierra… Escalofriado, Sergio se dio cuenta de que estaban disparando contra él con un rifle magnético…

Trató de distinguir algo entre el follaje lejano, y alzó un poco la cabeza. En rápida sucesión, y con el más absoluto silencio, como era característica del arma que disparaba, tres proyectiles se hundieron profundamente en el tronco carcomido que le protegía, y otro pasó silbando a poca altura. Era inútil pensar en defenderse con la sucia Bessie; la roñosa arma no podía competir con un rifle magnético ni en alcance, ni en potencia, ni en rapidez de tiro…

La única solución era huir. Totalmente aterrado, Sergio intentó deslizarse detrás del tronco, tratando de alcanzar un macizo de flores escarlatas a corta distancia. Sintió como si le arrancasen la piel de la frente, y durante unos segundos perdió el sentido… Cuando volvió a darse cuenta de las cosas, un líquido espeso y caliente chorreaba por su rostro; levantó una mano, y casi no pudo contener un grito al sentir la profunda rozadura que tenía en una sien… La sangre, muy despacio, latiendo profundamente en la herida, continuaba manando. Sergio permaneció inmóvil, durante unos segundos más, durante unos minutos… quizá durante horas.

El rifle magnético no había vuelto a disparar. Sin embargo, en el silencio del bosque, oyó claramente el crujir de pequeñas ramitas. De algo había de servirle el llevar más de un mes en la tierra. Conocía bastante bien los ruidos del bosque, y aquel sisear lento, como un arrastre, alternado con ligeros chasquidos, no podía ser más que una cosa: una persona acercándose lentamente, con muchas precauciones. Muy despacio, sintiendo que la vida le iba en ello, comenzó a alzar el pesado cañón de Bessie, apuntándolo ante él. Tenía el dedo en el gatillo, y ¡maldición! no recordaba ahora si había colocado o no el pistón en el oído… Se hubiera movido tratando de ver si la pequeña capsulita de cobre brillaba bajo el percutor, sobre el mugriento cañón del arma, pero no se atrevió. Los pasos sonaban cada vez más cerca, más cautelosos, si cabía. Una figura alta, vestida con un traje de goma negra, se cernió sobre él; oyó una respiración ansiosa; vio el cañón estriado y el gran cargador gris de un rifle magnético similar al suyo, y alzando la mano con la vieja Bessie, apretó el gatillo… El estampido le ensordeció, y la culata se clavó en la tierra… «Sí tenía pistón —pensó histéricamente—, sí puse el pistón…». La figura negra había caído hacia atrás, catapultada por el enorme proyectil casi a quemarropa, y yacía sobre la hierba, con los brazos abiertos, el rifle magnético a un par de metros de distancia…

Sergio, tratando de limpiarse la sangre con las manos, se incorporó torpemente. Sentía un dolor perforante en las sienes, como si le estuvieran clavando un clavo a través del cerebro. Tuvo tiempo de ver un gran boquete en el traje negro, y palpitantes borbotones de sangre roja saltando del taladrado torso. Algo se nubló en torno a él…

No supo cuanto rato había permanecido inconsciente. Al despertar, vio que yacía en el mismo sitio, con la vieja Bessie cruzada sobre las rodillas, y el cuerpo negro, inmóvil, en el mismo lugar. Sintiendo que todo le daba vueltas, se levantó, apoyándose en el roñoso fusil como si de un bastón se tratase, y se acercó al arroyo. Se lavó la cara, dejando que los hilos sanguinolentos de agua mezclada con sangre siguieran la corriente, y bebió un trago. Tenía la boca completamente, seca, y antes de levantarse volvió a beber con ansia…

Estaba más despejado cuando alzó la capucha negra que cubría el rostro de su enemigo. Era una mujer. Una cabellera rubia se extendió por el suelo, manchándose con el charco de sangre que había empapado la hierba. Tenía un rostro desvaído, casi sin expresión, y a través de los párpados semicerrados se adivinaban unas pupilas azules, vidriadas. Unos labios finos como cuchillas de afeitar, descoloridos, dejaban escapar un grumo de sangre casi negra.

—Ya sé de dónde vienes —dijo Sergio, en voz alta—. Te han mandado de arriba… ¿verdad? Se han dado cuenta de que no estoy allí… ¿cuánto hará de eso? Pero te ha costado encontrarme… ¡maldita seas, tú y quién te mandó!

Le sobrecogió la idea de que la muerta no hubiera venido sola, y comenzó a cargar apresuradamente a Bessie, cuando se dio cuenta de que tenía algo mejor a su disposición: el rifle magnético de la asesina.

—Y tu nave… la causa de la muerte de esos animales. ¿Dónde estará?

Una absurda asociación de ideas le hizo recordar la propuesta que hiciera al Capitán Grotton sobre la fundición de un cañón. No había vuelto a decir nada de ello, y a pesar de que no tenía las ideas muy claras, se dijo que tenía que hablar con el Capitán sobre el particular. Algo comenzaba a ver claro en ese asunto del cañón.

La herida había vuelto a manar sangre, con más lentitud aun cuando el dolor de cabeza había desaparecido. Se la vendó con el pañuelo, sintiendo como el burdo tejido se empapaba rápidamente en el rojo líquido.

Allí, más adelante, al otro lado del lago… Algo grande y plano, de color cobre, relumbraba débilmente entre los breñales. Se acercó, manteniendo el rifle ante sí. Trataba de evitar los ruidos característicos de una persona no acostumbrada a caminar por el boscaje; por ello, antes de colocar el pie en el suelo, examinaba cuidadosamente el mismo, para evitar cualquier pequeña rama o cualquier guijarro que pudiera producir un ruido. Logró deslizarse silenciosamente entre los arbustos, hasta llegar cerca del gran objeto de color cobre.

Era un disco de unos seis metros de diámetro, que iba engrosando desde el delgado borde hasta una protuberancia en el centro, cubierta con un cockpit de cristal templado, ahora abierto y volcado a un lado, sobre el casco. Conocía aquel tipo de aparato; era una vedette de las tropas del Asteroide; un vehículo rapidísimo, para un solo tripulante. Normalmente llevaban números de serie, y un complicado utillaje externo para la extracción de muestras; pero en este caso unas raspaduras no disimuladas demostraban que los números de serie habían sido raspados, y unas placas y tirantes perforados ponían de manifiesto el lugar donde había estado el profuso conjunto de garfios, cucharas y barrenos normalmente utilizados para extraer trozos de cualquier cuerpo celeste con objeto de analizarlo, y eso sin necesidad de salir al helado espacio exterior.

A pesar de que ahora tenía la certeza casi absoluta de que en este ingenio no podía haber bajado de la Ciudad más que una sola persona, Sergio no abandonó sus precauciones. Sabía perfectamente quién había enviado a aquella pálida asesina; pero a pesar de eso, registró el interior de la vedette. No había absolutamente nada que permitiera identificar el origen exacto, o la finalidad del aparato. Un botiquín portátil, que aprovechó para colocar sobre su herida una buena capa de coágulo artificial, y una venda limpia, unos cargadores de repuesto, y provisiones carentes de identificación, ya que eran las raciones normales de una vedette de este tipo. Había también un aparato de radio, pero desde luego, no intentó siquiera conectarlo.

Tomó un par de píldoras energéticas, de las contenidas en el botiquín, y al cabo de unos segundos le pareció que una nueva fuerza irradiaba del centro de su cuerpo. Sin fiarse, volvió a donde yacía el cadáver, y lo arrastró hasta la vedette. Procedió a registrarlo, quitándole para ello toda la ropa; pero tampoco encontró nada. Ni documentos de identificación, ni órdenes escritas, ni siquiera una carta o una fotografía. Con cierto esfuerzo, arrojó al interior de la nave el traje de goma negra, la capucha y las botas… Después, inclinándose sobre el piloto automático, lo estudió cuidadosamente. Desconectó el desviador de masa, y colocó en su lugar varios limbos graduados y un par de palancas. Después, con un esfuerzo, levantó el feble cuerpo blanco que dejó un rastro de sangre oscura al resbalar sobre el caparazón metálico y lo dejó caer de cualquier manera en el asiento de pilotaje. Dio el contacto al piloto automático, que comenzó a zumbar suavemente, y cerró la semiesfera de cristal templado, que encajó en su lugar con un ruido seco.

Sabía lo que iba a pasar ahora. Durante siete horas, el aparato permanecería inmóvil en el mismo lugar, sirviendo de tumba a una mujer desconocida. Transcurrido ese tiempo, los sensibles mecanismos del piloto automático operarían sobre los motores antigrav, y el aparato se levantaría lentamente sobre el suelo, en mitad de la oscura noche que aún tardaría en caer. Poco a poco iría tomando velocidad, encaminándose rectamente hacia el sol, gastando en ello hasta el último gramo de la energía acumulada en las baterías… Desconectado el desviador de masa, no habría fuerza humana que le impidiese caer en la ígnea masa gaseosa del astro solar, desapareciendo allí para siempre…

—Buen viaje —dijo, antes de marcharse—. Y recuerdos a tu señor y amo… Espero saber cumplir con él a mi vez…

Al regresar permaneció unos instantes contemplando como la repugnante nata marrón iba disolviéndose en las ondas del lago. Los cadáveres de los elfos habían desaparecido, y de no haber él sabido donde estaban, le hubiera resultado difícil identificar el exiguo polvillo gris que una pequeña brisa arrastraba. En cuanto al chester, parecía haber ido disminuyendo de tamaño, hasta ser solamente una bolita arrugada, a la que el aire arrancaba mechones de pelaje. Le molestaba ver las manchas de sangre en la hierba, y sin saber muy bien por qué, arrojó agua sobre ellas con su cantimplora, tomándola del arroyo, hasta que fueron apenas visibles. Después, dirigió una mirada a su alrededor; de no ser por el relumbrar cobrizo que casi no se distinguía entre los brezos, podía haberse pensado perfectamente que allí no había sucedido nada.

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