Viaje a un planeta Wu-Wei (40 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Había dejado a Marta poco antes, cómodamente acostada en el interior de la carreta. La fiebre había descendido bastante, y la herida presentaba mejor aspecto, pero la mujer no había recobrado aún el conocimiento. Permanecía en la yacija con los ojos cerrados, respirando lentamente, aún enflaquecida, a pesar de los múltiples cuidados de Sergio. Durante estos pocos días que había costado construir la balsa y descender la rubicunda corriente, Sergio se había ocupado de ella totalmente, sin permitir que lo hiciera otra persona. La había limpiado, lavado, vestido, e incluso alimentado con lo único que podía darle; alimentos líquidos, fundamentalmente, a base de densos caldos bien cocinados.

Se encontraba bien. Incluso le parecía mentira lo rápidamente que había recuperado las fuerzas, en virtud de un par de buenas comidas y dos días de descanso. Pero el Capitán Grotton había sido más rápido que él. Nada más terminar la última batalla con los mandriles, había comenzado a dar órdenes, y a disponer el regreso. Seis hombres hacia Halfaya Pass, para hacer retroceder a Trekopoulos y a los que esperaban en el río Negro…

Más tarde, mucho más tarde, sabrían que en el río Negro no esperaba nadie, pues los dos mensajeros que el Capitán envió desde el interior de la selva, no llegaron nunca a Halfaya Pass…

—Y los restantes a construir una balsa… —dijo el capitán Grotton—. Es la única manera de llegar rápidamente a la costa.

Gran Hombre en Un Mundo Cruel, pensó Sergio. Si no hubiera sido por la enfermedad de Marta, se habría sentido feliz, pensando en que pronto acabaría todo; en que podría regresar con Edy, posiblemente para siempre, y reorganizar de una vez lo que había sido una vida llena de dolores y sufrimientos… la suya.

—Es bonito —dijo una cascada voz a su lado.

—Sí.

Parecía como si los rayos del rojo sol poniente se mezclasen con las lentas ondas escarlatas del río, marcando en el infinito horizonte un crepúsculo sangriento, que se extendía por momentos sobre la lejana línea de las montañas.

—Llegaremos a Hangoe —musitó el viejo Jones, tocándose el blanco vendaje que le cubría el hombro—. Y cambiaremos o venderemos todo lo que ha sobrado de la expedición… Lo repartiremos entre los supervivientes… y aquí se acabó todo, por ahora.

Sergio no contestó. Se había apoyado en la rugosa rama que hacía de borda, llenándose los ojos del paisaje sin fin. Sentía dentro de sí, como cosa propia, el mundo entero, el enorme planeta que le rodeaba. Lo sentía girar en los espacios, atravesando el cielo profundo, surcando el infinito entre los racimos de estrellas… Sentía que todo lo que había a su alrededor era algo vivo, y no sólo los hombres o las mujeres… Todo. Quizás eso fuera el wu-wei… pero algo, en su interior, le decía que no. Que faltaba todavía un paso más; aquel paso o comprensión indefinible que no había llegado a alcanzar aún…

—Abuelo Jones…

—Sí; ya lo sé —respondió el viejo—. Ahora te sientes como vacío… Todo ha concluido… por ahora. Y lo peor va a ser para mí, que tendré que volver al lado de mi hija… ¡Maldita Hepzibah…!

—¿Te recibirá?

—¿No lo ha de hacer? No tiene más padre que yo… Habrá escándalo, lloros, lagrimones y reniegos… Creo que hubiera preferido morir ahí, con el rifle en la mano, entre el humo de la pólvora… bajo la luz de las estrellas… Míralas.

Puntas de diamante comenzaban a atravesar el firmamento casi negro, trazando las conocidas constelaciones: el Surco, el Alce, el Can Mayor, la Espiral…

—Mira ésa, Sergio; brilla mucho…

—Es Gabkar, de la constelación de Centauro… Es curioso; ha aumentado de magnitud… Brilla mucho más que antes…

Una lenta saloma, entonada en voz baja por los timoneles, comenzó a llegar desde la popa de la almadía. Las ondas se rompían suavemente en la chata proa, mojando a veces los troncos sin descortezar. En el centro de la balsa, Aneberg piafó, golpeando con su casco sobre las maderas… El aire era límpido, transparente, quieto… El ligero calor del día, compensado por el río, dejó paso a una leve brisa cargada de sal marina.

—Abuelo Jones…

—¿Qué pasa?

—¿Qué es el Wu-Wei?

El abuelo Jones le contempló un momento, pasándose la mano por la rala barba gris. Después hizo un gesto con la cabeza, entornando los vivos ojuelos.

—El silencio —contestó.

Hacía calor en Hangoe. La población (115 habitantes, instrumentos musicales, molino, seda, azúcar, salinas. — Doctor Mabuti Tao) constaba casi fundamentalmente de cuevas, excavadas en la roca caliza de un par de colinas…

Sergio pasó por la puerta del Bar-Saloon, y se detuvo un momento. Aún le dolían las manos de colocar lengüetas en las concertinas que fabricaba el joven Ame Turleson, descendiente de uno de los fundadores de la Ciudad. Había intentado construir violines; pero no se le daba bien… Tenía mucha más habilidad para los instrumentos de viento; eso, y un cierto oído musical, habían hecho que el joven Turleson le aceptase de buen grado.

—Fue horrible —decía desde dentro del Bar-Saloon la voz de Zacarías Gómez—. ¿Para qué os voy a contar? Lástima que tenga la garganta tan seca… Pues bien… Muchas gracias, Snorre… eres un buen chico. A tu salud… Cuando íbamos a marchar de allí a todos se les olvidó que Sergio había ido por la Piedra de Luna… Tenían tanto miedo y tantas ganas de irse, que nos hubiéramos marchado sin que el muchacho se la llevase… Pues bien, gracias a que yo tuve la voluntad de decir: «No, no señor. Hemos venido por la Piedra de Luna, Capitán Grotton, y no nos iremos sin ella». Así es; como lo oís… Yo mismo fui, la tomé del altar, y la entregué al muchacho… Podéis imaginar lo agradecido que me está… Y eso que no sé para qué la quiere… pero…

La voz murió en los labios de Zacarías Gómez cuando vio el rostro de Sergio, con los ojos fijos en él, por encima de las batientes hojas de entrada del Bar-Saloon.

—Hola —dijo, débilmente.

—Hola —contestó Sergio, y siguió su camino.

Marta se hallaba en una de las habitaciones que el doctor Mabuti Tao tenía habilitadas para casos graves. La fiebre había desaparecido, y la pierna estaba en vías de completa curación pero no había recobrado el conocimiento. Según manifestó el doctor, no se trataba precisamente de un estado cataléptico, o de perdida de funciones cerebrales. Era simplemente un sopor producido con toda probabilidad por algún tipo de veneno vegetal o animal completamente desconocido para él. Igual podía suceder que nunca volviese a la vida consciente, o que sin previo aviso, se despertase.

—Buenas tardes, doctor.

—Buenas tardes, Sergio.

El doctor Mabuti Tao levantó su rostro amarillo del microscopio en el que estaba observando algo. Ante él había una gran mesa alargada, cubierta de preparaciones, frascos, probetas. Un frigorífico zumbaba suavemente en un rincón, accionado por una pequeña máquina de vapor… En la pared estaba el título, y en un rincón, un pequeño horno, un par de lingotes de plata, y el molde. La habitación estaba separada del exterior por ventanas hechas de láminas de madera, a través de las cuales entraba el luminoso sol del mediodía…

—Diría que está mejor aún… Ha hablado en sueños, y se ha quejado… No me extrañaría nada que despertarse…

—Ojalá, doctor. Voy con ella…

La habitación, más al interior de la cueva, era fresca, agradablemente amueblada con una gran cama de madera pulida, cortinas de cretona floreada en la única y pequeña ventana, un par de sillas rústicas, un armario de teca tallada y un espejo mediano, muy deteriorado y con grandes manchas pardo-rojizas.

Marta respiraba tranquilamente, con los colores recuperados, el pelo cuidadosamente ordenado sobre la blanca almohada, los brazos extendidos sobre la sábana… Sergio depositó en una repisa la comida que había traído. Era fácil darle de comer; la mujer lo hacía automáticamente, sin abrir los ojos. Pero era preciso atenderla en todo; parecía una gran muñeca de carne.

Sin embargo, había habido un claro cambio desde el día anterior, tal como le indicase el doctor. Marta se movía intranquila, y de sus labios surgían palabras inconexas, como de un durmiente que está a punto de volver a la realidad. Sergio la besó suavemente en los labios, procurando apenas rozarla, y se sentó en una silla, sin querer pensar en nada. Lo que le tocase en el reparto de los bienes de la expedición se había ido en conseguir ropas nuevas para Marta (estaban allí, en el armario) y para él, así como algún alimento, y en satisfacer las atenciones del doctor, y la intensa medicación necesaria. Desde su punto de vista, estaba prácticamente en quiebra. Debía un mes de trabajo en las minas de mercurio, si bien, como le había dicho el doctor, no era preciso que lo efectuase inmediatamente… y había podido elegir entre varias ocupaciones para subsistir. La de Ame Turleson había resultado ser la más interesante.

Aún le quedaba tiempo, pero cada vez menos. Las noches interminables, tendido junto al inmóvil cuerpo de Marta, con el ventanuco abierto, viendo brillar en el firmamento la cada vez más esplendente Gabkar, de la constelación de Centauro, eran una tortura hasta que el sueño le liberaba de sus pensamientos y del recuerdo de Edy…

Haciendo cálculos sobre los días que aún le quedaban, se situó junto al espejo y comenzó a quitarse la ropa. Le dolía algo la última herida que le infligiera un mandril; a pesar de que se la habían atendido en seguida, la mordedura del hombro tardaba en cerrarse. Se situó frente al espejo, desnudo, mirando y remirando las huellas con que aquel mundo le había marcado, como si quisiera hacerle más suyo. Las rojas y alargadas cicatrices de la paliza que le diera la Princesa de los Mandriles, con la espada… (por cierto que la había conservado, y la tenía en el armario, junto con el resto de sus pertenencias). La mordedura en el tobillo, los golpes en la cabeza, las marcas de las ligaduras en los tobillos y las muñecas… Por el contrario, su tórax se había ensanchado, y el delgado cuerpo que descendiese de la Ciudad estaba cubierto ahora de nudosos músculos…

—Tienes los hombros más anchos —dijo una voz femenina, detrás de él.

—¡Marta!

Estaba mirándole con los ojos abiertos, y una expresión de mofa en el semblante. Se había sentado en la cama, con la sábana cogida con las manos, y la pierna herida, aún cubierta por un ligero vendaje, salía por uno de los lados.

—Llevo una hora despierta —dijo ella, sonriendo—. Quería darte una sorpresa cuando… cuando te acostases conmigo. Pero no he podido aguantarme…

—Marta… —dijo Sergio, acercándose a la cama, y arrodillándose en el suelo, al lado de ella—. Por fin… No sabes tú lo que he sufrido…

—¿Cuánto llevo así?

—Casi diez días… ¿Te acuerdas de algo?

—Muy poco… La lucha con los mandriles —se estremeció— algo como ruido de agua… pinchazos… de vez en cuando te veía, a mi lado, o estaba sola, era de noche, o de día… pero no podía hablar…

—Voy a llamar al doctor…

—No hace falta. Me encuentro perfectamente, Sergio. Ven.

Las manos de Marta le cogieron la cara y la acercaron a la suya. Durante unos segundos los ojos llameantes de la mujer se fijaron en los suyos; después la boca de Marta se juntó a la de él, apretando los jugosos labios sobre los de Sergio, que respondió al beso, sintiendo los dientes de ella como una cosa llena de vida… La atrajo contra sí poniendo sus manos en la suave espalda desnuda, y sintiendo como el cuerpo de la mujer temblaba, ciñéndose al suyo…

—Es un buen número de striptis el que has hecho hace poco, amigo —dijo ella, un instante después—. Me lo he pasado muy bien, palabra…

—Marta…

—¿Qué?

—¿Tú estás enamorada de mí?

—Creo que sí… ¿Y tú de mí?

—No lo sé… Es muy distinto de lo de Edy…

—Sigues queriéndola…

—De otra forma… totalmente diferente.

—Es natural; así pasa siempre en estos casos. ¿Vas a ir a verla?

—Ahora que tú te encuentras bien… no. Tengo que hacer unas cuantas cosas aún… preferiría que fueras a verla tú. Estaré más tranquilo si me esperas junto a ella…

—¿No puedo acompañarte?

—Lo que tengo que hacer, he de hacerlo solo, Marta.

—Está bien… en cuanto a Edy, no creo que haya problema. Llegué a conocerla bastante cuando estuve con vosotros en la alquería… Y ahora… ¿no has pensado que yo también puedo darte lo mismo que otra mujer?

—¿Lo dices de verdad?

—¡Mira, Sergio! ¡No me pongas esa cara de guasa! ¿Qué te crees que soy yo? ¡No estoy hecha de piedra, hijo de un mandril…! Además… tú tienes algo que me excita… y me parece que tú…

Y la mirada de Marta se dirigió socarronamente hacia abajo, con un gesto extraordinariamente expresivo. Dejó caer la sábana, descubriendo sus pechos, pronunciados como pequeños obuses… Sergio colocó las manos sobre ellos, sintiendo que los pezones se endurecían como fresas maduras…

—Hemos de cerrar el pacto… —dijo ella en voz baja, y ronca—. Y ya sabes la forma…

De pronto, hubo un brusco cambio de expresión en el rostro de Marta. Colocó una mano sobre el pecho de Sergio, apartándole un poco, con un gesto tan extraño en los ojos, que él no supo qué decir.

—¡Maldita sea! —dijo Marta, echando llamas por los ojos… ¡Malditos sean los perros y todo este rebordenco mundo…! ¡No estoy embarazada de un puerco mandril… no!

—Pero, ¿qué dices?

—¿Qué voy a decir, so chalao…? Que esta hija de madre tiene la peor suerte del mundo, me cisco en el virgo que perdí hace tiempo…

—Pero… ¿se puede saber qué te pasa?

—¿Qué me va a pasar, so lila? ¿Es que no lo entiendes, pedazo de animal? ¡Tengo el período!

X
HERMIONE

Las noches pasaron rápidas bajo el brillo cada vez más cegador de Gabkar, de la constelación de Centauro. Como si esto, o cualquier otra causa ignorada, empujase al salvaje Aneberg, el caballo galopaba fieramente, resistiéndose siempre a cualquier detención. Pasaban los bosques, las colinas, los lagos, las alquerías… Tal que el desbocado caballo de Mazeppa en su fiera cabalgada, Aneberg, con los ojos relumbrantes, el largo cuello tendido hacia adelante, el hocico cubierto de espuma blanca, corría sin cesar… Solamente cuando Sergio, rendido, le forzaba las bridas, haciéndole la sierra, injuriándole en voz alta, e incluso casi tirándose de él, Aneberg cesaba en su galope, relinchando con un tono de espantosa ira, y permitía que se apease. No duraba mucho el descanso. Tan pronto había comido algo y cerrado los ojos un poco, el duro casco de Aneberg comenzaba a darle golpes en las costillas, cada vez más fuertes, y a piafar violentamente echándole al dormido rostro chorros de vapor…

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