Viaje a un planeta Wu-Wei (49 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

—Son estos, ¿verdad, sargento? —dijo el capitán, descendiendo del vehículo acorazado—. A ver, ¿quién es el del papel…?

—Yo, señor… yo lo tengo…

—¿Estás seguro de que sólo se lo puedes dar a Su Excelencia?

—El hombre dijo que lo que había escrito sólo lo podía leer ese hombre… y que me mataría si no se lo daba…

—¿Cómo era ese hombre?

—No lo sé; hasta que no le dé el papel no lo sabré… El capitán se golpeó las brillantes botas, con la fusta, impaciente.

—Digo el que te dio el papel, burro.

—¡Ah, ése! Bajo, con barba en punta, con una cicatriz en la cara, desde aquí… hasta aquí… Llevaba un traje negro, con unas borlas rojas…

—A mí me parece que miente, mi capitán —siseó el sargento.

—Cállese, Schwartz… Este hombre es un salvaje ignorante, y no ha podido inventarse una historia así… Está claro que dice la verdad…

—¿Y qué hacemos, mi capitán?

—Está claro, y usted se debería haber dado cuenta de ello… Si ese mensaje está dirigido a Su Excelencia, yo no tengo ningún interés en leerlo, y hasta podría ser que a Su Excelencia no le gustase mucho que yo me enterase de sus cosas… ¿No se le habrá ocurrido exigírselo brutalmente a este desgraciado?

—¡De ninguna manera, mi capitán… yo soy incapaz de…!

—Sé de lo que es usted capaz, Schwartz… Atento, Jolivet; comunique a la comandancia la descripción dada por el salvaje, y póngame directamente con el Mayor Vierbein…

—¡Sí, mi capitán! ¡De inmediato…!

Durante la siguiente hora, mientras la tarde iba cayendo y las columnas blindadas de la Ciudad continuaban sus furioso examen de los alrededores, el capitán se puso en contacto con el Mayor Vierbein; éste, a su vez, con el jefe de la división, y este último con la Alta Jefatura de la Guardia Personal de Su Alteza el Presidente Hereditario de la Ciudad, Jorge III de Belloc-Bainville. Los cuatro amigos fueron llevados de un lado para otro, interrogados, examinados, y hubo un par de nuevas intentonas por parte de distintos jefes para que Sergio entregase el mensaje en cuestión. Pero Sergio se aferró a su papel de salvaje casi irracional, en el que prontamente fue secundado por el Vikingo y el Manchurri, con alguna exageración por parte de este último. El Huesos se limitó a callar, y a emitir sonidos roncos sin sentido…

Más tarde, a punto de ponerse el sol, un gran vehículo plateado, con la sigla GPIII en los costados, en grandes caracteres escarlata, aterrizó junto al mando de la división. Fueron arreados dentro de él sin grandes ceremonias, y Sergio se cuidó perfectamente de mostrar su espanto y su miedo ante aquel artilugio extraño que era capaz de volar. Se tiró al suelo, ocultó el rostro entre las manos, gimió y lloró. El Manchurri hizo lo mismo, aunque lanzando tales alaridos, que se ganó un par de culatazos de los guardias a quienes habían encomendado su custodia. La postura del Vikingo fue algo más digna; sin embargo, en numerosas ocasiones pudo observar Sergio cómo el rostro de su amigo se hallaba descompuesto, a causa de lo que observaba a su lado.

—¿Mal wu-wei? —le preguntó, en un momento en que los guardias no les atendían.

—Pésimo —respondió el Vikingo, muy preocupado, al parecer—. Todo esto es de lo peor que he visto nunca… y empeora a cada momento, Sergio.

—Todo se arreglará…

—¡Vosotros, los salvajes, a ver si calláis, o veréis lo que es bueno!

El vehículo plateado se elevó silenciosamente. A través de la gran claraboya de cristal templado vieron cómo las patrullas acorazadas, las vedettes mineras, y los diversos puntos de enlace se iban haciendo más pequeños a cada momento… El Huesos lanzó un alarido de terror, y se tiró al suelo, con la cabeza entre las manos… El Manchurri temblaba a ojos vistas, aunque trataba de mostrar una apariencia de cierta tranquilidad…

Unos minutos más tarde, la aeronave tomó tierra en la meseta del Palacio presidencial, no lejos del abandonado trono, aun con manchas de sangre en uno de sus lados.

—¡Venga, adelante! —gritó uno de los guardias. Ante ellos se alzaban los altos minaretes del palacio, surcados entre sí por pasarelas cubiertas de cristal, entrelazados y unidos por cables, conducciones y pasadizos de los que aún pendían, laciamente, banderolas y pabellones. No había una sola persona en la enorme extensión de la meseta, salvo una patrulla de diez hombres, mandada por un alférez, a quienes acompañaba un coronel, con el cordón blanco y la placa esmaltada de la Alta Jefatura de la Guardia Personal. Sobre el uniforme verde oscuro relucían los correajes de gala, y en el pomo de su sable destellaban las últimas luces del sol poniente.

—Acompáñenme… ¿Hablan ustedes mi idioma?

—Sí, señor… —musitó Sergio—. Sí, señor, lo hablamos.

—He de llevarles hasta Su Excelencia… Cuando se encuentren ante él, deben tratarle de Vuecencia, y no acercarse demasiado… ¿No se lavan ustedes? ¡Huelen a demonios! Alférez, cuando guste…

—¡A sus órdenes, mi coronel! ¡Atentos! ¡En columna de vigilancia… ar!

Hubo una momentánea confusión cuando la columna se separó a ambos lados, intentando encuadrar a los prisioneros, y éstos, al no saber qué hacer, permanecieron donde estaban. Después de unas cuantas explicaciones pudo hacérseles comprender que debían caminar en el interior de las filas, sin salir de ellas, bajo pena de que se disparase inmediatamente.

—Pues también es gana de complicar… —dijo el Manchurri—. ¿Es que no podíamos ir andando, por las buenas?

—¡Silencio!

Caminaron en silencio, tal como había ordenado el coronel, encuadrados por las dos hileras de Guardias Personales, que les dirigían, de reojo, curiosas miradas. Uno de ellos, quizá tratando de tranquilizarles, dirigió una sonrisa a Sergio, y este bastante divertido en el fondo, le contestó con otra. Se acercaron a una de las alas laterales, cuyo enorme tamaño no habían podido imaginar al verla desde el bosque… Las torres y los contrafuertes anaranjados se alzaban sobre ellos como si no tuviesen fin, pero quedaban empequeñecidos por los formidables planos negros del Pilón del Alba, y por la gran oquedad cuadrada, en la cual hubieran cabido perfectamente varias de las edificaciones del palacio…

Pero no fueron introducidos a través de la gran puerta principal, cuyos altos arcos ojivales se perdían en medio de protuberantes salientes color naranja, semiborrados por una nube violácea. Pasaron de largo ante ella, pisando quedamente las desgastadas losas del patio, caminando con las cabezas bajas entre las dos hileras de callados guardias. Un silencio casi absoluto reinaba en los alrededores del palacio, formando un contraste todavía más intenso con las bulliciosas músicas y exclamaciones de unas horas antes… A lo lejos, casi oculto por la monumental mole del Pilón del Alba, el sol se ponía tras los árboles intensamente verdes del bosque sin límites, entre un abigarrado conjunto de nubes escarlatas, y sepultándose poco a poco en un mar de oro sólido. Por última vez, por última vez antes de introducirse en la masa fría e inhospitalaria del palacio a través de una pequeña puerta accesoria, Sergio dirigió sus ojos hacia aquel espectáculo inigualable, pensando que sentía miedo, un profundo miedo, y que no estaba nada seguro de volver a salir con vida de allí.

La pequeña y escondida puerta accesoria giró silenciosamente sobre sus goznes autolubricados, descubriendo un pasadizo no muy ancho, de donde descendía hacia las profundidades una escalera de anchos peldaños de metal gris cubiertos de polvo. El Manchurri y el Huesos lanzaron un pequeño resoplido cuando un anuncio en espesos tonos azul eléctrico se deslizó como una serpiente desde una de las enmohecidas paredes, y serpeó por el enrarecido aire hasta desaparecer, en un diluvio de chispas azules, a través de la pared frontera.

¡COMPRA LA JOYA CANTARINA! ¿O ES QUE TU AMOR NO ES PURO? SI ES HONESTO, CÓMPRALA O PÍDELE A ÉL O A ELLA, O A QUIEN SEA QUE TE LA COMPRE… (LA JOYA CANTARINA DE LA JOYERÍA NERÓN, LA MÁS CHIC DE LA CIUDAD! PÓNTELA, Y ANTE LOS MALOS PENSAMIENTOS ¡VERÁS QUE GRITOS DA!

Los soldados, acostumbrados a aquello, no hicieron caso alguno, e incluso el mismo Sergio, aunque un tanto molesto por esta aparición eléctrica que ahora encontraba de un abundante mal gusto, no se impresionó demasiado, pero el Manchurri y el Huesos ostentaban en sus rostros algo parecido a la expresión que tenían cuando la visita a Herder, y en cuanto al Vikingo… La expresión del Vikingo era una mezcla de asco, de preocupación y de deseos de volver el rostro a otro lado. Mal wu-wei… muy mal wu-wei, desde luego.

Con el corazón en un puño, y pensando que sus compañeros debían sentirlo así también, Sergio continuó aquel nuevo descenso (como el que realizase cuando su proceso, como el que hubo de llevar a cabo cuando Herder quiso mostrarle al monstruoso BILETO) hacia profundidades tal vez desconocidas. Se trataba, evidentemente, de uno de los accesos secundarios del palacio, y por esto no lo conocía. Pero el lento golpear de los pies en las escaleras de metal, y la ligera nube de polvo grasiento que se levantaba hacia los perezosos ventiladores no duró mucho. Se alzó ante ellos un tabique de metal semicubierto de óxido en algunos lugares, donde las escaleras terminaban bruscamente…

En la semioscuridad, a la escasa luz de focos polvorientos, uno de los soldados trasteaba en una palanca. El tabique de metal se corrió a un lado con la velocidad del obturador de una cámara fotográfica, y un ramalazo de luz y color hirió los ojos de los prisioneros, haciendo que se llevasen las manos al rostro y lo volvieran a otro lado. Gritos y empujones les hicieron adelantar unos pasos, y cuando sus ojos se acostumbraron al deslumbrador foco de luz vieron como el tabique descubría una extensión, al parecer sin límites, cubierta de un espeso y cuidado bosque. Pero no era un bosque como los de la tierra. Los árboles tenían copas en forma de bola, de pirámide, de tronco de cono o de reloj de arena… y sus colores eran cualquier cosa menos naturales…

¿ERES JOVEN? ¿SUFRES PORQUE LA LEY Y LA MORAL CIUDADANA TE PROHIBEN HACER ESO? ¡NO TE LA SAJES! ¡NO FRECUENTES MERETRICES! TOMA UNA DOSIS DIARIA DE HIPNOSEXMAS-67 Y VERÁS… ¡LOS MEJORES Y MÁS ABUNDANTE SUEÑOS NOCTURNOS! ¡DESPIÉRTATE SATISFECHO! ¡CONSÉRVATE PURO!

Esta vez había sido en un intenso color blanco destellante que contrastaba con el fondo de mil colores. Porque los árboles de horripilantes copas tenían éstas formadas por plumajes dorados, por grumos de algodón (o algo semejante) de un azul intenso, por bandas amarillas y negras, y en algunos lugares se cubrían con flores de pétalos cuadrados o triangulares, exhibían frutas de forma geométricamente elipsoidal, de un amarillo vivo… Y entre los grupos de disformes árboles, cascadas y arroyuelos de agua carmesí, negra, blanca o morada, corrían lamiendo los troncos cilíndricos, todos exactamente iguales, de un tono pardo y liso, como hechos a máquina…

El rostro del Vikingo estaba lleno de desagrado mientras continuaban su camino a través de aquellas horrendas formas geométricas. Por el contrario, el Manchurri y el Huesos parecían muy admirados, como niños, e incluso el Huesos se atrevió a extender una de sus peludas zarpas y tomar de una rama pendiente una flor, que era algo mixto de caléndula y calculadora electrónica… Cuando la tuvo en sus manos, y mientras la miraba, el engendro abrió sus pétalos de terciopelo verde, extrajo una larga lengua roja, y dijo en voz alta y clara, con un ligero deje chillón:

—DIÓSELE A UN HOMBRE LA SABIDURÍA

El Huesos, asustado, soltó aquello, que cayó sobre el suelo de grava (de una grava cuyos cantos eran todos exactamente iguales en tamaño y en color) y continuó hablando:

Y MENOSPRECIÓ A LOS DEMÁS… ¡NO LEAS! ¿APROVECHAS BIEN TU TV? Y COMPRA OBLIGACIONES DEL TESORO PRESIDENCIAL.

Una orla negra y una triste música subrayaron esta última orden…

A veces, entre los árboles, mientras continuaban cansinamente su camino, se abría una rotonda o un hueco, donde había una edificación, de tamaño variable, construida con los materiales más inesperados. Generalmente estaban hechas de unas chapas onduladas de metal gris, que reflejaban la luz con un variar tornasolado… Los arroyuelos y las cascadas de colorines, desafiando las leyes de la gravedad, subían por las paredes de estos edificios, se remansaban en el techo y se dejaban caer, borboteando, por el lado opuesto… Pero ni siquiera el sonido de estos cauces repletos de líquidos que no eran agua, cosa que denotaba su espesura en algunos casos, o su extrema fluidez, en otros, era el rumor corriente del agua cantarina de un arroyuelo de la tierra… No rumoreaban, ni cantaban, ni sonaban con el limpio glú-glú del agua contra las piedras… Algunos de ellos producían sonidos metálicos; otros emitían sordos murmullos, propios de una bandada de aves enzarzada en pelea; los últimos eran similares a densa grasa al derramarse de un cubo, desde gran altura, sobre una plancha de bronce…

Un edificio más grande que los otros, construido de un enrejado de hilos de plata entre los que surgían gruesas piezas de cristal azul oscuro, cortado como si lo hubieran roto a martillazos, se alzó en el centro de un rotonda… Los prisioneros pudieron ver el cielo (o lo que aquello fuera) oculto hasta ahora por las copas de los árboles… Era de un verde frutal y tres soles anaranjados giraban velozmente siguiendo misteriosas órbitas… Los soldados parecían contentos y muy felices de visitar aquel, al parecer, lugar de delicias… No así Sergio, al que un océano de recuerdos y de temor sumergía por completo, haciéndole sentir como si estuviera hundido hasta el cuello en algún líquido dañino y consistente…

Una ancha banda de licor topacio descendía a saltos sobre la fachada del edificio, rugiendo al encontrarse con los trozos de cristal azul y lanzando una risa sardónica al sobrepasarlos y vencerlos… Esta faja de líquido se abrió en la base en una amplia abertura triangular, revelando un profundo salón, en cuyo fondo había tres figuras confusas junto a unas estructuras rojas que no se distinguían bien…

—¿Los prisioneros? —dijo una voz fría.

—Sí, Alteza —contestó el oficial, sin saber muy bien donde mirar, pues la voz parecía salir del mismo curso de zumo topacio.

—¿Están armados?

—De ninguna manera… Alteza. Sólo tenían cuchillos… y se les quitaron.

—Que pasen. Usted retírese, coronel… Ni una palabra de esto a nadie…

—Si su Alteza lo desea, puedo permanecer aquí con mis hombres… por si acaso.

No hubo respuesta alguna; sólo el más absoluto silencio, y algo como un reír débil del licor ambarino. Durante unos segundos el coronel permaneció esperando algo; una palabra, una frase de ánimo, un signo de agradecimiento… Nada. Ni un sonido. Por fin, con las mejillas sonrojadas, y bajando la cabeza, el coronel hizo a los prisioneros un seco y desabrido gesto para que atravesaran la abertura triangular…

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