Viaje a un planeta Wu-Wei (50 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Al ver la renuencia de sus amigos, evidentemente aterrados ante aquel aparato desmesurado, y ante algo que sólo podría describirse como las aterradoras miradas que el zumo topacio les dirigía, Sergio abrió el camino, adelantándose. Al hacerlo, tropezó con las ramas de un arbusto situado junto a la entrada; un arbusto de tronco cilíndrico, excrecencias en ángulo recto, y follaje verde botella. Con un sonido seco, las ramas se quebraron, mostrando un haz de tubos de metal, chorreantes de líquido negro, y algo como una red de plástico envolviéndolos; el arbusto gimió, se arrugó sobre sí mismo, y desapareció.

—PASAD, PASAD, PASAD… —cantó el licor de color topacio.

Y lo hicieron. Tras ellos se cerró la cortina de líquido, dejándoles a solas en el gran salón, ante las figuras indistintas del fondo.

—Acercaos, salvajes… No intentéis nada malo. Esta habitación es una trampa mortal para cualquiera… Acercaos a mí… os escucho.

No era cierto; las figuras confusas no estaban tan lejanas como pareciera, ni sus formas eran confusas, ni la estructura roja era indistinguible… Todo eso estaba casi a su lado, y era perfectamente claro.

Las estructuras rojas constituían una gran mesa, de extensión desmesurada, con tableros a distintos niveles, pero sin hueco alguno, como hecha de varias piezas gigantes y macizas de madera o plástico rojo. Una de las figuras, la de un hombre joven, con débil cabello castaño, los ojos de igual color, y la tez pálida, que vestía el uniforme verde oscuro de coronel de la guardia, con los cordones y la placa esmaltada, así como una corona de oro bordada al lado izquierdo del pecho, estaba sentado en el centro de esta mesa elefantina. Las otras dos figuras eran dos hombres pálidos, serios, vestidos severamente de oscuro, y solamente con las escasas notas de color de unos adornos alrededor del cuello…

No parecía haber paredes, sino que una cosa similar a un conjunto de hojas muertas, de un yerde mineral, veteadas de amarillo, temblorosas bajo una escondida brisa, les cercaba a todos a unos metros de distancia…

—El mensaje —dijo el hombre sentado, con voz helada, fijando en ellos sus ojos castaños—. Yo soy Alberto de Belloc… Veámoslo primero, y después hablaremos de otras cosas…

Sin una palabra, Sergio, inclinando mucho su rostro, como si se sintiera abrumado por la presencia del noble, se adelantó unos pasos, apartándose del desvalido grupo formado por sus amigos, y extrajo de su bolsillo el papel que él mismo escribiera unas horas antes. Uno de los hombres vestidos de oscuro, con gesto taciturno, se deslizó suavemente a su lado, interponiéndose en su camino, y tendió la mano. Sergio levantó la vista, y la bajó después, al tropezar con los ojos amarillos y casi sin expresión del silencioso ser. Entregó el papel y retrocedió. El hombre taciturno, como ensimismado, sin una palabra, lo entregó al que estaba sentado tras la mesa.

Este permaneció quieto, con el mensaje entre las manos, mirando curiosamente, de la misma forma que si examinase unos animales salvajes entre rejas, a sus cuatro astrosos visitantes. Los dos hombres tristes, sin haber variado hasta ahora su melancólica expresión, sólo les dirigían una fugaz mirada de cuando en cuando, barriéndolos los ojos amarillos y lucientes del uno, los ojos grises y como podridos del otro, como si les tuvieran cuidadosamente encañonados.

Pausadamente, Alberto de Belloc, con una mano larga y blanca, rozó la superficie de la mesa. Un alto vaso tallado, conteniendo un líquido rosa, se materializó entre sus dedos. Tomó un pequeño sorbo, y lo dejó ante él. Después, con la misma pausa, que quizá no fuese calma y meditación, sino falta de ímpetu vital, leyó el mensaje. El efecto de esta lectura fue tan instantáneo y violento que los dos hombres de oscuro se aproximaron instintivamente a él, ondulando las manos, como en una tentativa de protegerlo con armas que no se veían, cuando el noble se alzó apresuradamente, caminó, abriéndose en dos la mesa de madera roja a su paso, y se plantó ante los salvajes, separadas las piernas, los ojos castaños centelleantes, las manos tendidas hacia el frente, el sable con gran dragona de hilos dorados oscilando en su cintura…

—¿Quién… quién te dio esto?

El vaso de licor rosado había caído sobre el tablero, vertiendo su líquido en lentas ondas. La mesa de madera roja lanzó un chasquido y engulló vaso y líquido, que desaparecieron sin dejar rastro. Por primera vez Sergio alzó el rostro.

—Nadie me lo dio —dijo, con voz alta e inesperadamente potente—. Yo mismo lo escribí; yo mismo… Pero, Alberto… Pero, Alberto, a pesar de que estoy sucio y llevo otro traje… ¿es posible que no me reconozcas?

Alberto de Belloc retrocedió un poco, desencajado, mientras los dos hombres de oscuro se situaban a su lado, con las manos pálidas y amenazadoras tendidas hacia Sergio… Este parecía haber crecido; con un par de manotazos trató de sacarse el polvo de la cara…

—Sí; soy yo —dijo—. Yo mismo. Lo que dice ese papel no lo sabíamos más que tú y yo… No era preciso, como verás ahora… digamos que es una broma; he adquirido un curioso sentido del humor ahí abajo… Me acuerdo de cuando hablábamos de lo que ahí pone… y cuidábamos tu perro «Cosa», el que te subieron de la tierra, no pudo aguantar la Ciudad, y murió a los pocos días… No me mires con esa cara, Alberto… es verdad, soy yo.

—No puede ser… —dijo el noble, con el rostro cada vez más pálido—. No puede ser…

—¿Qué dice el mensaje. Alberto? ¿Qué dice? Vamos a ver… ¿No es la letra de Jorge III? Y dice así:

«SUPONGO, ALBERTO, QUE MI LETRA TE RECORDARÁ MUCHAS COSAS; SOBRE TODO SI TE DIGO QUE CREO SER EL ÚNICO QUE CONOCE TUS ILUSIONES DE MONTAR UNA FABRICA DE ROPA INTERIOR FEMENINA… CLARO, QUE ESO FUE ANTES DE QUE LLEGASES A SER CORONEL JEFE DE MI GUARDIA PERSONAL. DADO EN LA TIERRA, UNAS HORAS DESPUÉS DE MI MUERTE OFICIAL. JORGE III DE BELLOC-BAINVILLE, PRESIDENTE HEREDITARIO DE LA CIUDAD, SEÑOR DE LA RUEDA, ELECTOR INDISCUTIDO DEL ORBE, PROTECTOR DE LOS DIVERSOS NIVELES…»

Alberto de Belloc enrojeció. Agitaba las manos ante sí, como si hubiera visto un espectro, y causaba una penosa impresión de debilidad congénita.

—¡Inmundo salvaje! —gruñó—. ¿Cómo te atreves a profanar la memoria de un gran hombre? ¡Áspides! ¡Acabad con él!

Los dos hombres tristes se acercaron un poco a Sergio, ondulando ante sí sus blancas manos. De ellos emanaba un aura de aterradora peligrosidad…

—No pueden —dijo Sergio, tranquilamente. Los dos hombres se detuvieron a un metro de distancia.

Los ojos grises y los ojos amarillos se fijaron con precisa atención en el rostro de Sergio, recorriendo su figura de arriba a abajo, disecándolo, cuadriculándolo centímetro a centímetro.

—Con permiso, señor —dijo el de los ojos amarillos, aproximándose un poco más. Su voz sonaba como una maquinaria vieja, como si no la utilizase casi nunca.

La alargada mano pálida, terminada en unas afiladas uñas de color vientre de pescado, bajo las que se adivinaban, más que verse, pequeños depósitos de líquidos translúcidos, cargados de mortal intención, tomó durante unos segundos la callosa y morena de Sergio. Después, lentamente, con una ligera reverencia, el hombre de los ojos amarillos retrocedió.

—Ni siquiera bajo una orden directa —dijo, mirando al suelo— puede un áspid atentar contra la vida de Su Alteza Jorge III, Presidente Hereditario de…

—Basta, áspid —dijo Sergio—. Es suficiente. Puedes retirarte… La vida de mi primo no corre peligro alguno…

Sin embargo, ninguno de los dos áspides le obedeció. Continuaron al lado de Alberto de Belloc, con las manos obsesivamente extendidas ante ellos.

—No has pensado en tus compañeros, primo —dijo el noble, mirando a Sergio con cierto temor—. No pueden obedecerte mientras ellos estén aquí…

—Bueno; es igual —contestó Sergio—. No vamos a hacerte nada…

—Pero… ¿cómo, cómo…?

—El conde Ratkoff —dijo Sergio, sin más explicaciones—. ¿Pueden tus áspides capturarlo y traerlo aquí?

—Pueden, pero…

—Bueno, ahora veremos… Vamos a ver, Alberto. Sillas y comida para mis amigos… y agua para mí… Y que vengan… vamos a ver… El Cirujano Presidencial… Doctor Grunthal y Walther, mi Edecán… Nadie más; no confío en nadie más.

—¡Y tus áspides, primo!

—Ni hablar… Déjame de cosas de esas… déjame en paz… Y Sergio se sentó, sintiendo que las piernas le flojeaban, en una de las cuadradas sillas que acababan de surgir del muro vegetal. Ahora que la tensión había cedido, le parecía escuchar, a través de un espeso muro, cómo Alberto de Belloc solicitaba la presencia de las personas indicadas. Cerró los ojos y quizá durmió durante unos minutos, pues cuando los abrió, estaban ante él, con expresiones desencajadas y sorprendidas, el rostro barbudo y la nariz colorada del doctor Grunthal, y las facciones un tanto aniñadas de Walther. Había lágrimas en los ojos de este último, e insistió, después de escuchar unas breves explicaciones, en que Sergio se quitase los harapos que llevaba y vistiese uno de sus antiguos trajes. Pero Sergio se negó rotundamente y se dirigió al cirujano.

—Que cierren inmediatamente la capilla ardiente. Lo que hay allí no es mi cuerpo, eso está claro, sino el de mi doble genético… Háganle la autopsia, o como diablos llamen ustedes a eso… Sólo por curiosidad, quiero saber qué aparatos le metió dentro el conde Ratkoff… Como podrá usted comprobar, doctor, es un doble, no un hombre como es debido… Le apuesto mi corona contra un irrigador a que no tiene ombligo…

Un tanto sorprendido de este extemporáneo lenguaje, el doctor Grunthal partió, rezongando, hacia la capilla ardiente…

—¿Qué es un doble genético? —dijo el Vikingo.

—Bueno… pues un doble genético es exactamente igual al original, sólo que con vida vegetativa, como si durmiera… Una toma de epidermis en el momento del nacimiento permite que crezca a la par que el donante… Para casos de trasplantes de órganos, es la solución única… Normalmente, el que puede pagárselo (es caro, vaya) lo guarda en un depósito especial, aislado, donde los nutren, los conservan, o los «usan» llegado el caso… Claro que el mío no estaba en uno de los depósitos comunes, sino en otro más privado, más selecto, de palacio… ¡Alberto!

—Dime, primo.

La expresión de Alberto de Belloc había cambiado. Perdida la altivez inicial, e incluso el temor de unos momentos antes, Sergio reconocía en él ahora, fácilmente, al compañero de juegos de toda o casi toda la vida, siempre en segundo lugar, siempre más débil…

—Hay un carricoche raro, con chimenea, en el interior del bosque… ¡Que no lo toquen!

El Manchurri y el Huesos se hallaban en estos momentos muy atareados alrededor de una copiosa y bien servida mesa que el muro vegetal había escupido poco antes. El Vikingo, con expresión tranquila, y un tanto sonriente, permanecía al lado de ellos, pero sólo había tomado un poco de agua. En cambio, los otros dos estaban atracándose, sin saber lo que hacían, de pastas de colores, y de bebidas burbujeantes, cargadas hasta el borde de cubos de hielo.

—Eso sí —resurgió el Manchurri con la boca llena—. Que no lo toquen, o sabrán lo que es bueno…

Y después de ello, procedió a empinar un vaso de un líquido verde, probablemente muy alcohólico, a juzgar por el brillo que habían adquirido sus ojos, y a cortarse una tajada de algo redondo y sonrosado, con pequeñas vetas blancas.

Ni Alberto, ni los silenciosos áspides, ni el mismo Walther, hacían ningún caso de los tres compañeros de Sergio, procurando acercarse a ellos lo menos posible y evidentemente molestos por la familiaridad de que hacían gala con el Presidente. Sergio estaba notándolo perfectamente, pero se daba cuenta de que era imposible cambiar en unos segundos unas costumbres de siglos. Sin saber por qué, sentía unas profundas ganas de molestar a su primo y a los que eran como él.

—Pienso —dijo, con mucha calma— que debería ejercer pequeñas venganzas. Al sargento Schwartz, que se comportó brutalmente conmigo, yo lo degradaría por animal; pero lo dejaremos donde está, por ser tan listo como para darse cuenta de que mentía… Al capitán de la compañía, por creer que decía la verdad, también habría que degradarlo por tonto, pero que se quede en lo que es, por haberse comportado con corrección… ¿A que no entiendes lo que he dicho, Alberto?

—No, ni me gusta —dijo el otro, con hosquedad—. Comprendo que has debido sufrir horrorosamente en la tierra, con esos sucios salvajes…

—Algo sucios sí que son… pero no son salvajes ni he sufrido…

—Las cosas volverán donde deben volver, primo. Creo que merezco una explicación… y será preciso un trabajo aterrador…

—No tanto, hombre, no tanto.

El rostro barbudo del Doctor Grunthal emergió de la cortina vegetal, haciendo gestos afirmativos. Sí; el cadáver era el de un doble genético; sí, estaba lleno de aparatos y ágrafes robóticos… no; no tenía ombligo. Y después de esto, como si la misión le hubiera agotado, se sentó al lado del Manchurri, alcanzó una botella llena de líquido violeta, y cubrió una tajada amarilla y correosa con unos grumos purpúreos, procediendo después a dar buena cuenta de ello.

—Pero el Conde Ratkoff… —susurró Alberto.

—El tiene la culpa de todo esto… Hay que capturarlo y aprisa, primo… ¿tus áspides?

—Tengo algo mejor y más rápido… pero entrañará publicidad…

—Es igual… si es más rápido, es igual. Vamos allá… ¿Neutralizará los áspides del Conde Ratkoff?

—Desde luego… ¿Y los tuyos…? ¿Por qué no…?

—Están vendidos al conde… ¡Vamos, aprisa, ahora, como sea… quiero a ese hombre en mi poder!

Alberto de Belloc volvió a ocupar su lugar tras la gran mesa de madera roja. Suavemente, sus manos trastearon en ella. Se abrieron tableros, zonas de la mesa corrieron sobre sí descubriendo mandos y planeas…

—Siempre tan aficionado a la técnica —dijo Sergio con cierto tono burlón—. No aprendería yo a manejar eso en un siglo…

Alberto de Belloc, concentrado en los vastos cuadros de mandos que ahora se extendían ante él, no contestó. Componía diales, manejaba botones, sesgaba palancas y controles. Algo como un vahído les sobrecogió a todos; parecía como si el edificio entero se arrancase de sus cimientos; la cortina vegetal de hojas muertas osciló… y una sensación de rápido desplazamiento, apenas revelado por una inclinación del suelo, distinta de la horizontal, y por algo como una corriente de aire en los rostros, comenzó a percibirse…

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