Viaje al centro de la Tierra (25 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Moví la brújula y la examiné con todo detenimiento, cerciorándome de que no había sufrido el menor desperfecto. En cualquier posición que se colocase, la aguja volvía a tomar en seguida la inesperada dirección.

Así, pues, no había duda posible. Durante le tempestad se había rolado el viento sin que nos diésemos cuente de ello, y había empujado la balsa hacia las playas que mi tío creía haber dejado a su espalda.

Capítulo XXXVII

Imposible me sería describir la serie de sentimientos que agitaron al profesor Lidenbrock: la estupefacción, primero, la incredulidad, después, y, por último, la cólera. Jamás había visto un hombre tan chasqueado al principio, tan irritado después. Las fatigas de la travesía, los peligros corridos en ella, todo resultaba inútil; era preciso empezar de nuevo. ¡Habíamos retrocedido un punto de partida!

Pero mi tío se sobrepuso enseguida.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Conque la fatalidad me juega tales trastadas! ¡Conque los elementos conspiran contra mí! ¡Conque el aire, el fuego y el agua combinan sus esfuerzos para oponerse a mi paso! Pues bien, ya se verá de lo que mi voluntad es capaz. ¡No cederé, no retrocederé una línea, y veremos quién puede más, si la Naturaleza o el hombre!

De pie sobre la roca, amenazador, colérico, Otto Lidenbrock, a semejanza del indomable Ajax, parecía desafiar a los dioses. Mas yo creí oportuno intervenir y refrenar aquel ardor insensato.

—Escúcheme usted, tío —le dije con voz enérgica—; existe en la tierra un límite para todas las ambiciones, y no se debe luchar en contra de lo imposible. No estamos bien preparados para un viaje por mar: quinientas leguas no se recorren fácilmente sobre una mala balsa, con una manta por vela y mi débil bastón por mástil y teniendo que luchar contra los vientos desencadenados. No podemos gobernar nuestra balsa, somos juguete de las tempestades, y sólo se le puede ocurrir a unos locos el intentar por segunda vez esta travesía imposible.

Por espacio de diez minutos pude desarrollar esta serie de razonamientos todos ellos refutables, sin ser interrumpido: pero esto se debió a que, absorbido por otras ideas, no oyó mi tío ni una palabra de mi argumentación.

—¡A la balsa! —exclamó de improviso.

Y ésta fue la única respuesta que obtuve. Por más que supliqué y me exasperé, me estrellé contra su voluntad, más firme que el granito.

Hans acababa entonces de reparar la balsa. Perecía enteramente que este extraño individuo adivinaba los pensamientos de mi tío. Con algunos trazos
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había consolidado el artefacto, el cual ostentaba ya una vela con cuyos flotantes pliegues jugueteaba la brisa.

Dijo el profesor algunas palabras al guía, y éste comenzó enseguida a embarcar la impedimenta y a disponerlo todo para la partida. La atmósfera se hallaba despejada y el viento se sostenía del Nordeste.

¿Qué podría yo hacer? ¿Luchar solo contra dos? ¡Si al menos Hans se hubiera puesto de mi parte! Pero no; parecía como si el islandés se hubiese despojado de todo rasgo de voluntad personal y hecho voto de consagración a mi tío. Nada podía obtener de un servidor tan adicto a su amo. Era preciso seguirles. Me disponía ya a ocupar en la balsa mi sitio acostumbrado, cuando me detuvo el profesor con la mano.

—No partiremos hasta mañana —me dijo.

Yo adopté la actitud de indiferencia del hombre que se resignó a todo.

—No debo olvidar nada —añadió—, y puesto que la fatalidad me ha empujado a esta parte de la costa, no la abandonaré sin haberla reconocido.

Para que se comprenda esta observación será bueno advertir que habíamos vuelto a las costas septentrionales; pero no al mismo lugar de nuestra primera partida. Puerto-Graüben debía estar situado más al Oeste. Nada más razonable, por tanto, que examinar con cuidado los alrededores de aquel nuevo punto de recalada.

—¡Vamos a practicar la descubierta! —exclamé.

Y partimos los dos, dejando a Hans entregado a sus quehaceres.

El espacio comprendido ante la línea donde expiraban las olas y las estribaciones del acantilado era bastante ancho, pudiéndose calcular en una media hora el tiempo necesario para recorrerla. Nuestros pies trituraban innumerables conchillas de todas formas y tamaños, pertenecientes a los animales de las épocas primitivas. Encontrábamos también enormes carapachos, cuyo diámetro era superior, con frecuencia, a quince pies, que habían pertenecido a los gigantescas gliptodonios del período pliocénico, de los que la moderna tortuga es sólo una pequeña reducción. El suelo se hallaba sembrado, además de una gran cantidad de despojos pétreos, especies de guijarros redondeados por el trabajo de las olas y dispuestos en líneas sucesivas, lo que me hizo deducir que el mar debió, en otro tiempo ocupar aquel espacio. Sobre las rocas esparcidas y actualmente situadas fuera de su alcance, habían dejado las olas señales evidentes de su paso.

Esto podía explicar, hasta cierto punto, la existencia de aquel océano a cuarenta leguas debajo de la superficie del globo. Pero, en mi opinión, aquella masa de agua debía perderse poco a poco en las entrañas de la tierra, y provenía, evidentemente, de las aguas del Océano que se abrieron paso hasta allí a través de alguna fenda. Sin embargo, era preciso admitir que esta fenda estaba en la actualidad taponada, porque, de lo contrario, toda aquella inmensa caverna se habría llenado en un plazo muy corto. Tal vez esta misma agua, habiendo tenido que luchar contra los fuegos subterráneos, se había evaporado en parte. Y ésta era la explicación de aquellas nubes suspendidas sobre nuestras cabezas y de la producción de la electricidad que creaba tan violentas tempestades en el interior del macizo terrestre.

Esta explicación de los fenómenos que habíamos presenciado me parecía satisfactoria porque, por grandes que sean las maravillas de la Naturaleza, hay siempre razones físicas que puedan explicarlas.

Caminábamos, pues, sobre una especie de terreno sedimentario, formado por las aguas, como todos los terrenos de este período, tan ampliamente distribuidas por toda la superficie del globo. El profesor examinaba atentamente todos los intersticios de las rocas, sondeando con marcado interés la profundidad de cuantas aberturas encontraba.

Habíamos costeado por espacio de una milla las playas del mar de Lidenbrock, cuando el suelo cambió súbitamente de aspecto. Parecía removido, trastornado por una sacudida violenta de las capas inferiores. En muchos puntos, los hundimientos y protuberancias delataban una dislocación poderosa del macizo terrestre.

Avanzábamos con dificultad sobre aquellas fragosidades de granito, mezclado con sílice, cuarzo y depósitos aluvionarios, cuando descubrió nuestra vista una vasta llanura cubierta de osamentas. Parecía un inmenso cementerio donde se confundían los eternos despojos de las generaciones de veinte siglos. Elevados montones de restos se extendían, cual mar ondulado, hasta los últimos límites del horizonte, perdiéndose entre las brumas. Se acumulaba allí, en un espacio de unas tres millas cuadradas, toda la vida de la historia animal, que apenas si ha empezado a escribirse en los demasiado recientes terrenos del mundo habitado.

Una curiosidad impaciente nos atraía sin embargo. Nuestros pies trituraban con un ruido seco los restos de aquellos animales prehistóricos; aquellos fósiles cuyos raros a interesantes despojos se disputarían los museos de las grandes ciudades. Las vidas de un millar de Cuvieres no hubieran bastado para reconstruir los esqueletos de los seres orgánicos hacinados en aquel magnífico osario.

Yo estaba estupefacto. Mi tío había elevado sus descomunales brazos hacia la espesa bóveda que nos servía de cielo. Su boca desmesuradamente abierta, sus ojos que fulguraban bajo los cristales de sus gafas, su cabeza que se movía en todas direcciones, toda su actitud, en fin, demostraba un asombro sin límites. Se veía ante una inapreciable colección de lepoterios, mericoterios, mastodontes, protopitecos, pterodáctilos y de todos los monstruos antediluvianos acumulados allí para su satisfacción personal. Imaginaos a un apasionado bibliómano transportado de repente a la famosa biblioteca de Alejandría, incendiada por Omar, y que un portentoso milagro hubiera hecho renacer de sus cenizas, y tendréis una idea del estado de ánimo del profesor Lidenbrock.

Pero mayor fue su asombro cuando, corriendo a través de aquel polvo volcánico, levantó un cráneo del suelo, y exclamó con voz temblorosa.

—¡Axel! ¡Axel! ¡Una cabeza humana!

—¡Una cabeza humana, tío! —respondí, no menos sorprendido.

—¡Sí, sobrino! ¡Ah, señor Milne-Edwards! ¡Ah, señor de Quatrefages! ¡Qué lástima que no os encontréis aquí donde me encuentro yo, el humilde Otto Lidenbrock!

Capítulo XXXVIII

Para comprender esta evocación dirigida por mi tío a los ilustres sabios franceses, es preciso saber que, poco antes de nuestra partida, había tenido lugar un hecho de trascendental importancia para la paleontología.

El 28 de marzo de 1863, unos trabajadores, haciendo excavaciones en las canteras de Moulin-Quignon, cerca de Abbeville, en el departamento del Soma de Francia, bajo la dirección del señor Boucher de Perthes, encontraron una mandíbula humana a catorce pies de profundidad. Era el primer fósil de esta clase sacado a la luz del día. Junto a él, fueron halladas hachas de piedra y sílices tallados, coloreados y revestidos por el tiempo de una especie de barniz uniforme.

Este descubrimiento produjo gran ruido, no solamente en Francia, sino en Alemania e Inglaterra también. Varios sabios de Instituto francés, los señores de Quatrefages y Milne-Edwards entre otros, tomaron el asunto muy a pecho, demostraron la incontestable autenticidad de la osamenta en cuestión, y fueran los más ardientes defensores del
proceso de la quijada
, según la expresión inglesa.

A los geólogos del Reino Unido señores Falconer, Busk, Carpenter, etc., que admitieron el hecho como cierto, se sumaron los sabios alemanes, destacándose entre ellos por su calor y entusiasmo mi tío Lidenbrock.

La autenticidad de un fósil humano de la época cuaternaria parecía, por consiguiente, incontestablemente demostrada y admitida.

Cierto es que este sistema había tenido un adversario encarnizado en el señor Elías de Beaumont, sabio de autoridad bien sentada, quien sostenía que el terreno de Moulin-Quignon no pertenecía al
diluvium
, sino a una capa menos antigua, y, de acuerdo en este particular con Cuvier, no admitía que la especie humana hubiese sido contemporánea de los animales de la época cuaternaria. Mi tío Lidenbrock, de acuerdo con la gran mayoría de los geólogos, se había mantenido en sus trece, sosteniendo numerosas controversias y disputas, en tanto que el señor Elías de Beaumont se quedó casi solo en el bando opuesto.

Conocíamos todos los detalles del asunto, pero ignorábamos que, desde nuestra partida, había hecho la cuestión nuevos progresos. Otras mandíbulas idénticas, aunque pertenecientes a individuos de tipos diversos y de naciones diferentes, fueron halladas, en las tierras livianas y grises de ciertas grutas, en Francia, Suiza y Bélgica, como asimismo armas, herramientas, utensilios y osamentas de niños, adolescentes, adultos y ancianos. La existencia del hombre cuaternario se afirmaba, pues, más cada día.

Pero no era esto sólo. Nuevos despojos exhumados del terreno terciario plioceno habían permitido a otros sabios más audaces aún asignar a la raza humana una antigüedad muy remota. Cierto que estos despojos no eran osamentas del hombre, sino productos de su industria, como tibias y fémures de animales fósiles, estriados de un modo regular, esculpidos, por decirlo así, y que ostentaban señales evidentes del trabajo humano.

El hombre, pues, subió de un solo salto en la escala de los tiempos un gran número de siglos; era anterior al mastodonte y contemporáneo del
elephas meridionalis
; tenía, en una palabra, cien mil años de existencia, toda vez que ésta es la antigüedad asignada por los más afamados geólogos a la formación de los terrenos pliocénicos.

Tal era a la sazón el estado de la ciencia paleontológica, y lo que conocíamos de ella bastaba para explicar nuestra actitud en presencia de aquel osario del mar de Lidenbrock. Se comprenderán, pues, fácilmente el júbilo y la estupefacción de mi tío, sobre todo cuando, veinte pasos más adelante, encontró frente a sí un ejemplar del hombre cuaternario.

Era un cuerpo humano perfectamente reconocible. ¿Había sido conservado durante tantos siglos por un suelo de naturaleza especial, como el del cementerio de San Miguel, de Burdeos? No sabría decirlo. Pero aquel cadáver de piel tersa y apergaminada, con los miembros aún jugosos —por lo menos a la vista—, con los dientes intactos, la cabellera abundante y las uñas de los pies y de las manos prodigiosamente largas, se presentaba ante nuestros ojos tal como había vivido.

Quedé sin hablar ante aquella aparición de un ser de otra edad tan remota. Mi tío, tan locuaz y discutidor de costumbre, enmudeció también. Levantamos aquel cadáver, lo enderezamos después; palpábamos su torso sonoro, y él parecía mirarnos con sus órbitas vacías.

Tras algunos instantes de silencio, el catedrático se sobrepuso al tío. Otto Lidenbrock, dejándose llevar de su temperamento, olvidó las circunstancias de nuestro viaje, el medio en que nos hallábamos, la inmensa caverna que nos cobijaba; y, creyéndose sin duda en el Johannaeum, dando una conferencia a sus discípulos, dijo en tono doctoral, dirigiéndose a un auditorio imaginario:

—Señores: tengo el honor de presentaros un hombre de la época cuaternaria. Grandes sabios han negado su existencia, y otros, no menos ilustres, la han afirmado y defendido. Si se hallasen aquí los Santo Tomás de la paleontología lo tocarían con el dedo y se verían obligados a reconocer su error. Sé muy bien que la ciencia debe ponerse en guardia contra estos descubrimientos. No ignoro la inicua explotación que han hecho de los hombres fósiles los Barnum y otros charlatanes de su misma ralea. Conozco perfectamente la historia de la rótula de Ajax, del supuesto cadáver de Orestes, hallado por los esparteros, y del cadáver de Asterio, de diez codos de largo de que nos habla Pausanias. He leído las memorias relativas al esqueleto de Trapani, descubierto en el siglo XIV, en el cual se creyó reconocer a Polifemo, y la historia del gigante desterrado durante el siglo XVI en los alrededores de Palermo. Conocéis, lo mismo que yo, el análisis practicado cerca de Lucerna, en 1577, de las grandes osamentas que el célebre médico Félix Plater dijo pertenecían a un gigante de diecinueve pies
[18]
. He devorado los tratados de Cassanion, y todas las memorias; folletos, discursos y contradiscursos publicados a propósito del esqueleto del rey de los cimbrios, Teutoboco, el invasor de la Galia, exhumado en 1613 de un arenal del Delfinado. En el siglo XV hubiera combatido con Pedro Campet la existencia de los preadamitas de Scheuchzer. He tenido entre mis manos el escrito titulado
Gigans

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