Viaje al centro de la Tierra (21 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

—Evidentemente, y siendo así, no hay nada que se oponga a la existencia de mares o de campiñas en el interior del globo.

—Sin duda, pero inhabitados.

—Pero, ¿por qué estas aguas no han de poder albergar algunos peces de especies desconocidas?

—Sea de ello lo que quiera, hasta el momento actual no hemos visto ni uno solo.

—Podemos improvisar algunos aparejos, y ver si los anzuelos obtienen aquí abajo tan buen éxito como en los océanos sublunares.

—Lo ensayaremos, Axel porque es preciso penetrar todos los secretos de estas regiones nuevas.

—Pero, ¿dónde estamos tío? Porque no le he dirigido hasta ahora esta pregunta que sus instrumentos de usted han debido contestar.

—Horizontalmente, a trescientas cincuenta leguas de Islandia.

—¿Tan lejos?

—Tengo la seguridad de no haberme equivocado en quinientas toesas.

—¿Y la brújula sigue indicando el Sudeste?

—Sí, con una inclinación occidental de diecinueve grados y cuarenta y dos minutos, exactamente igual que en la superficie de la tierra. Respecto a su inclinación ocurre un hecho curioso que he observado con la mayor escrupulosidad.

—¿Qué hecho?

—Que la aguja, en vez de inclinarse hacia el polo, como ocurre en el hemisferio boreal, se levanta, por el contrario.

—Eso parece indicar que el centro de atracción magnética se encuentra comprendido entra la superficie del globo y el lugar donde nos hallamos.

—Exacto; y, probablemente, si llegásemos bajo las regiones polares, hacia el grado 70 en que Jacobo Ross descubrió el polo magnético, veríamos la aguja en posición vertical. Así, pues, este misterioso centro de atracción no se halla situado a una gran profundidad.

—Cierto, y éste es un hecho que la ciencia no ha sospechado siquiera.

—La ciencia, hijo mío, está llena de errores; pero de errores que conviene conocer, porque conducen poco a poco a la verdad.

—Y, ¿a qué profundidad nos hallamos?

—A una profundidad de treinta y cinco leguas.

—De esta suerte —observé—, estudiando atentamente el mapa, tenemos sobre nuestras cabezas la parte montañosa de Escocia, donde están los montes Grampianos, cuyas cimas cubiertas de nieve se elevan a una altura prodigiosa.

—Sí —respondió el profesor sonriendo—, la carga es algo pesada; pero la bóveda es sólida. El sabio arquitecto, autor del universo, la construyó con buenos materiales, y jamás hubieran podido los hombres darle dimensiones tan grandes. ¿Qué son los arcos de los puentes y las bóvedas de las catedrales al lado de esta nave de tres leguas de radio, bajo la cual puede desarrollarse libremente un océano con todas sus tempestades?

—¡Oh! No temo por cierto, que el cielo pueda caérseme encima de la cabeza. Y, ahora, dígame, tío, ¿cuáles son sus proyectos de usted? ¿No piensa usted regresar a la superficie del globo?

—¿Regresar? ¡Qué disparate! Por el contrario, proseguir nuestro viaje, ya que todo, hasta ahora, nos ha salido tan bien.

—Sin embargo, no veo el medio de penetrar por debajo de esta llanura líquida.

—No te imagines que pienso arrojarme a ella de cabeza. Pero si los océanos no son, propiamente hablando, más que lagos, puesto que se hallan rodeados de tierra, con mayor razón lo es este mar interior que se halla circunscrito por el macizo de granito.

—Eso no cabe duda.

—Pues bien, en la orilla opuesta tengo la seguridad de encontrar nuevas salidas.

—¿Qué longitud le calcula usted a este océano?

—Treinta o cuarenta leguas.

—¡Ah! —exclamé yo, sospechando que este cálculo bien podía ser inexacto.

—De manera que no tenemos tiempo que perder, y mañana nos haremos a la mar.

Involuntariamente, busqué con los ojos el barco que habría de transportarnos.

—¡Ah! —dije—. ¿Nos vamos a embarcar? Me parece muy bien. Y, ¿en qué buque tomaremos pasaje?

—No será en ningún buque, hijo mío, sino en una sólida balsa.

—Una balsa —exclamé—; una balsa es casi tan difícil de construir como un buque: y, por más que miro, no veo…

—Cierto que no ves, Axel; pero si escuchases, oirías.

—¿Oír?

—Sí, ciertos martillazos que te demostrarían que Hans no está con los brazos cruzados.

—¿Está construyendo una balsa?

—Sí.

—Cómo ¿Ha derribado ya algunos árboles con el hacha?

—¡Oh! los árboles estaban ya derribados. Ven y verás su obra.

Después de un cuarto de hora de marcha, descubrí a Hans trabajando, al otro lado del promontorio que formaba el puerto natural; y unos momentos después, me hallaba a su lado. Con gran sorpresa mía, contemplé sobre la arena una balsa, ya medio terminada, construida con vigas de una madera especial: y un gran número de maderos de curvas y de ligaduras de toda especie cubrían materialmente el suelo. Había allí para construir una flota entera.

—Tío —dije—, ¿qué madera es esta?

—Son pinos, abetos, abedules y todas las especies de coníferas de los países septentrionales, mineralizadas por la acción del agua del mar.

—¿Es posible?

—Esto es lo que se llama
surtarbrandr
, o madera fósil.

—Pero entonces deberán tener, como lignitos, la dureza de la piedra, y no podrán flotar.

—A veces ocurre eso. Hay maderas de éstas que se convierten en verdaderas antracitas; pero otras, como las que ves, no han experimentado aún más que un principio de fosilización. Ya verás.

Y acompañando la acción a la palabra, anegó al mar uno de aquellos trozos de madera, el cual, después de sumergirse, volvió a subir a la superficie del agua, donde flotó mecido por las olas.

—¿Te has convencido? —me preguntó mi tío.

—Convencido principalmente de que todo lo que veo es increíble.

Al anochecer del siguiente día, gracias a la habilidad de Hans, estaba terminada la balsa, que medía diez pies de longitud por cinco de ancho. Las vigas de
surtarbrandr
, amarradas unas a otras con resistentes cuerdas, ofrecían una superficie bien sólida, y una vez lanzada al agua, la improvisada embarcación flotó tranquilamente sobre las olas del mar de Lidenbrock.

Capítulo XXXII

El 13 de agosto nos levantamos muy de mañana. Se trataba de inaugurar un nuevo género de locomoción rápida y poco fatigosa.

Un mástil hecho con dos palos jimelgados, una verga formada por una tercera percha y una vela improvisada con nuestras mantas, componían el aparejo de nuestra balsa. Las cuerdas no escaseaban, y el conjunto ofrecía bastante solidez.

A las seis, dio el profesor la señal de embarcar. Los víveres, los equipajes, los instrumentos, las arenas y una gran cantidad de agua dulce habían sido de antemano acomodados encima de la balsa. Largué la amarra que nos sujetaba a la orilla, orientamos la vela y nos alejamos con rapidez.

En el momento de salir del pequeño puerto, mi tío, que asignaba una gran importancia a la nomenclatura geográfica, quiso darle mi nombre.

—A fe mía —dije yo—, que tengo otro mejor que proponer a usted.

—¿Cuál?

—El nombre de Graüben: Puerto-Graüben; creo que es bastante sonoro.

—Pues vaya por Puerto-Graüben.

Y he aquí de qué manera hubo de vincularse a nuestra feliz expedición el nombre de mi amada curlandesa.

La brisa soplaba del Nordeste, lo cual nos permitió navegar viento en popa a una gran velocidad. Aquellas capas tan densas de la atmósfera poseían una considerable fuerza impulsiva, y obraban sobre la vela como un potente ventilador.

Al cabo de una hora, pudo mi tío darse cuenta de la velocidad que llevábamos.

—Si seguimos caminando de este modo —dijo—, avanzaremos lo menos treinta leguas cada veinticuatro horas, y no tardaremos en ver la orilla opuesta.

Sin responder, fui a sentarme en la parte delantera de la balsa. Ya la costa septentrional se esfumaba en el horizonte; los dos brazos del golfo se abrían ampliamente como para facilitar nuestra salida. Delante de mis ojos se extendía un mar inmenso; grandes nubes paseaban rápidamente sus sombras gigantescas sobre la superficie del agua. Los rayos argentados de la luz eléctrica, reflejados acá y allá por algunas grietas, hacían brotar puntos luminosos sobre los costados de la embarcación.

No tardamos en perder de vista la tierra, desapareciendo así todo punto de referencia; y, a no ser por la estela espumosa que tras sí dejaba la balsa, hubiera podido creer que permanecía en una inmovilidad perfecta.

A eso del mediodía, vimos flotar sobre la superficie del agua algas inmensas. Me era conocido el poder vegetativo de estas plantas, que se arrastran, a una profundidad de más de 12.000 pies, sobre el fondo de los mares, se reproducen bajo una presión de cerca de 400 atmósferas y forman a menudo bancos bastante considerables para detener la marcha de los buques; pero creo que jamás hubo algas tan gigantescas como las del mar de Lidenbrock.

Nuestra balsa pasó al lado de ovas de 3.000 y 4.000 pies de longitud, inmensas serpientes que se prolongaban hasta perderse de vista. Me entretenía en seguir con la mirada sus cintas infinitas, con la esperanza de descubrir su extremidad; mas, después de algunas horas, se cansaba mi impaciencia, aunque no mi admiración.

¿Qué fuerza natural podía producir tales plantas? ¡Qué fantástico aspecto debió presentar la tierra en los primeros siglos de su formación, cuando, bajo la acción del calor y la humedad, el reino vegetal sólo se desarrollaba en su superficie!

Llegó la noche, y, como había observado la víspera la luz no disminuyó. Era un fenómeno constante con cuya duración indefinida se podía contar.

Después de la cena, me tendí al pie del mástil, y no tardé en dormirme, arrullado por mágicos sueños.

Hans, inmóvil, con la caña del timón en la mano, dejaba deslizarse la balsa, que, impelida por el viento en popa cerrada, no necesitaba siquiera ser dirigida.

Desde nuestra ida de Puerto-Graüben, me había confiado el profesor Lidenbrock la tarea de llevar el
Diario de Navegación
, anotando en él las menores observaciones, y consignando los fenómenos más interesantes, como la dirección del viento, la velocidad de la marcha, el camino recorrido, en una palabra, todos los incidentes de aquella extraña navegación.

Me limitaré, pues, a reproducir aquí estas notas cotidianas, dictadas, por decirlo así, por los mismos acontecimientos, a fin de que resulte más exacta la narración de nuestra travesía.

Viernes 14 de agosto.

Brisa igual de NO. La balsa se desliza en línea recta y a gran velocidad. Queda la costa a 30 leguas a sotavento. Sin novedad en la descubierta de horizontes. La intensidad de la luz no varía. Buen tiempo, es decir, que las nubes son altas, poco espesas y bañadas en una atmósfera blanca que parece de plata fundida.

Termómetro: +32° centígrados.

A mediodía, prepara Hans un anzuelo en la extremidad de una cuerda, le ceba con un poco de carne y lo echa al mar. Pasan dos horas sin que pique ningún pez. ¿Estarán deshabitadas estas aguas? No. Se siente una sacudida, Hans cobra el aparejo y saca del agua un pez que pugna con vigor por escapar.

—¡Un pez! —exclama mi tío.

—¡Es un sollo! —exclamo a mi vez—, ¡un sollo pequeñito!

El profesor examina atentamente al animal y no es de mi misma opinión. Este pez tiene la cabeza chata y redondeada, y la parte anterior del cuerpo cubierto de placas óseas; carece de dientes en la boca, y sus aletas pectorales, bastante desarrolladas, se ajustan a su cuerpo desprovisto de cola. Pertenece indudablemente al orden en que los naturalistas han clasificado al sollo, pero se diferencia de él en detalles bastantes esenciales.

Mi tío no se equivoca, porque, después de un corto examen, dice:

—Este pez pertenece a una familia extinguida hace ya siglos, de la cual se encuentran restos fósiles de los terrenos devonianos.

—¡Cómo! —digo yo—. ¿Habremos cogido vivo uno de esos habitantes de los mares primitivos?

—Sí —responde el profesor, reanudando sus observaciones—, y ya ves que estos peces fósiles no tienen ningún parecido con las especies actuales; de suerte que, el poseer uno de estos seres vivos, es una verdadera dicha para un naturalista.

—Pero, ¿a qué familia pertenece?

—Al orden de los ganoideos, familia de los cefalospidos, género…

—¿Lo dirá usted?

—Género de los
pterichthys
; sería capaz de jurarlo. Pero éstos ofrecen una particularidad que dicen que es privativa de los peces de las aguas subterráneas.

—¿Cuál?

—Que son ciegos.

—¡Ciegos!

—No solamente ciegos, sino que carecen en absoluto de órgano de la visión.

Miro y veo que es verdad; pero esto puede ser un caso aislado.

Ceba el guía nuevamente el anzuelo y lo echa al agua. En este océano debe abundar la pesca de un modo extraordinario, porque, en dos horas, cogemos una gran cantidad de
pterichthys
, y de otros peces pertenecientes a otra familia extinguida también, los diptéridos, mas cuyo género no puede determinar mi tío. Todos ellos carecen de órgano de la visión. Esta inesperada pesca renovó ventajosamente nuestras provisiones.

Parece, pues, demostrado que este mar solamente contiene especies fósiles, en las cuales los peces, lo mismo que los reptiles, son tanto más perfectos cuanto más antigua es su creación.

Tal vez encontremos algunos de esos saurios que la ciencia ha sabido rehacer con un fragmento de hueso o de cartílago.

Tomo el anteojo y examino el mar. Está desierto. Sin duda nos encontramos aún demasiado próximas a las costas.

Entonces miro hacia el aire. ¿Por qué no batirían con sus alas estas pesadas capas atmosféricas esas aves reconstruidas por Cuvier? Los peces les proporcionarían un excelente alimento. Examino el espacio, pero los aires están tan deshabitados como las playas.

Mi imaginación, sin embargo, me arrastra a las maravillosas hipótesis de la paleontología. Sueño despierto. Creo ver en la superficie de las aguas esos enormes quersitos, esas tortugas antediluvianas que semejan islotes flotantes. Me parece ver transitar por las sombrías playas a los grandes mamíferos de los primeros días de la creación: el leptoterio, encontrado en las cavernas del Brasil; el mericoterio, venido de las regiones heladas de Siberia. Más allá el paquidermo lofiodón, ese gigantesco tapir que se oculta detrás de las rocas para disputar su presa al anoploterio, animal extraño que participa del rinoceronte, del caballo, del hipopótamo y del camello, como si el Creador, queriendo acabar pronto en los primeros días del mundo, hubiese reunido varios animales en uno solo. El gigantesco mastodonte hace girar su trompa y tritura con sus colmillos las piedras de la orilla, en tanto que el megaterio, sostenido sobre sus enormes patas, escarba la tierra despertando con sus rugidos el eco de los sonoros granitos. Más arriba, el protopiteco, primer simio que hizo su aparición sobre la superficie del globo, se encarama a las más empinadas cumbres. Más alto todavía, el pterodáctilo, de manos aladas, se desliza como un enorme murciélago sobre el aire comprimido. Por último, en las últimas capas, inmensas aves, más potentes que el casoar, más voluminosos que el avestruz, despliegan sus amplias alas y van a dar con la cabeza contra la pared de la bóveda de granito.

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