Viaje al centro de la Tierra (18 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Capítulo XXVI

Preciso es confesar que hasta entonces todo había marchado bien, no existiendo el menor motivo de queja. Si las dificultades no aumentaban, era seguro que alcanzaríamos nuestro objeto. ¡Qué gloria para todos en el caso afortunado! ¡Ya me iba habituando a raciocinar por el sistema Lidenbrock! ¿Sería debido al extraño medio en que vivía? ¡Quién sabe!

Durante algunos días, pendientes mucho más rápidas, algunas de ellas de aterrador declive, nos internaron profundamente en el macizo de granito llegando algunas jornadas a avanzar legua y media o dos leguas hacia el centro. En algunas bajadas peligrosas, la destreza de Hans y su maravillosa sangre fría nos fueron de utilidad suma. El flemático islandés se sacrificaba con una indiferencia incomprensible, y, gracias a él, franqueamos más de un paso difícil del cual no habríamos salido nosotros solos.

Su mutismo aumentaba de un día en otro, y hasta creo que nos contagiaba a nosotros. Los objetos exteriores ejercen una acción real sobre el cerebro. El que se encierra entre cuatro paredes acaba por perder la facultad de asociar las ideas y las palabras. ¡Cuántos presos encerrados en estrechos calabozos se han vuelto imbéciles o locos por la imposibilidad de ejercitar las facultades mentales!

Durante las dos semanas que siguieron a nuestra última conversación no ocurrió ningún incidente digno de ser mencionado. No encuentro en ninguna memoria más que un solo acontecimiento de suma gravedad, cuyos más insignificantes detalles me sería imposible olvidar.

El 7 de agosto, nuestros sucesivos descensos nos habían conducido a una profundidad de treinta leguas; es decir, que teníamos sobre nuestras cabezas treinta leguas de rocas, de mares, de continentes y de ciudades. Debíamos, a la sazón, encontrarnos a doscientas leguas de Islandia.

Aquel día seguía el túnel un plano poco inclinado.

Yo marchaba delante; mi tío llevaba uno de los aparatos Ruhmhorff, y yo el otro, y con él me entretenía en examinar las capas de granito.

De repente, al volverme, vi que me encontraba solo.

—Bueno —dije para mí—, he caminado demasiado de prisa, o tal vez sea que el profesor y Hans se han detenido en algún sitio. Voy a reunirme con ellos. Afortunadamente, el camino no tiene aquí mucho declive.

Volví a desandar lo andado. Caminé durante un cuarto de hora sin encontrar a nadie. Llamé, y no me respondieron, perdiéndose mi voz en medio de los cavernosos ecos que ella misma despertaba.

Empecé a sentir inquietud. Un fuerte escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

—¡Calma! —me dije en voz alta—. Tengo la seguridad de encontrar a mis compañeros. ¡No hay más que un solo camino! Y puesto que me había adelantado, procede retroceder.

Subí por espacio de media hora, escuchando atentamente si me llamaban, que de bien lejos se oía en aquella atmósfera tan densa. Un silencio extraordinario reinaba en la inmensa galería.

Me detuve sin atreverme a creer en mi aislamiento. Deseaba estar extraviado, no perdido. Extraviado, aún pueden encontrarle a uno.

—Veamos —repetía—; puesto que no existe más que un camino, que es el mismo que siguen ellos, por fuerza he de encontrarlos. Bastará con seguir retrocediendo. Al menos que, no viéndome, y olvidando que yo les precedía, se les haya ocurrido la idea de retroceder… Pero aun en este caso, apresurando el paso, me reuniré con ellos. ¡Es evidente!

Y repetía las últimas palabras como si no estuviera realmente convencido. Por otra parte, para asociar estas ideas tan sencillas y darles la forma de un raciocinio, tuve que emplear mucho tiempo.

Entonces me asaltó una duda. ¿Iba yo por delante de ellos? Ciertamente. Me seguía Hans, precediendo a mi tío. Hasta recordaba que se había detenido unos instantes, para asegurarse sobre las espaldas el fardo. Entonces debí proseguir solo el camino, separándome de ellos.

—Además —pensaba yo—, tengo un medio seguro de no extraviarme, un hilo que me guíe en este laberinto, y que no puede romperse: este hilo es mi fiel arroyo. Bastará que remonte su curso para dar con las huellas de mis compañeros.

Este razonamiento me infundió nuevos bríos, y resolví reanudar mi marcha ascendente sin pérdida de momento.

¡Cómo bendije entonces la previsión de mi tío, impidiendo que el cazador taponase el orificio practicado en la pared de granito! De esta suerte, aquel bienhechor manantial, después de satisfacer nuestra sed durante todo el camino, iba a guiarme ahora a través de las sinuosidades de la corteza terrestre.

Antes de ponerme en marcha, pensé que una ablución me haría provecho.

Me agaché para sumergir mi frente en el agua del Hans-Bach, y, ¡júzguese de mi estupor! En vez del agua tibia y cristalino, encontraron mis dedos un suelo seco y áspero.

¡El arroyo no corría ya a mis pies!

Capítulo XXVII

Imposible pintar mi desesperación. No hay palabras en ningún idioma del mundo para expresar mis sentimientos. Me hallaba enterrado vivo, con la perspectiva de morir de hambre y de sed.

Maquinalmente, paseé por el suelo mis manos calenturientas. ¡Qué seca me pareció aquella roca!

Pero, ¿cómo había abandonado el curso del riachuelo? Porque la verdad era que el arroyo no estaba allí. Entonces comprendí la razón de aquel silencio extraño, cuando escuché la vez última con la esperanza de que a mis oídos llegase la voz de alguno de ellos. Al internarme por aquel falso camino, no había notado la ausencia del arroyuelo. Resultaba evidente que, en un cierto momento, el túnel se había bifurcado, y, mientras el Hans-Bach, obedeciendo los caprichosos mandatos de otra pendiente, había proseguido su ruta hacia profundidades desconocidas, en unión de mis compañeros, yo me había internado solo en la galería en que me hallaba.

¿Cómo regresar nuevamente al punto de partida? No había huellas, ni mis pies las dejaban grabadas en aquel suelo de granito. Me devanaba los sesos buscando una solución a tan irresoluble problema. Mi situación se resumía en una sola palabra: ¡Perdido!

¡Sí! ¡Perdido a una profundidad que me parecía inmensurable! ¡Aquellas treinta leguas de corteza terrestre gravitaban sobre mis espaldas con un peso terrible! Me sentía aplastado.

Traté de guiar mis ideas hacia las cosas de la tierra pero apenas si pude conseguirlo. Hamburgo, la casa de la König-strasse, mi pobre Graüben, todo aquel mundo bajo el cual me encontraba perdido desfiló rápidamente por delante de mi imaginación enloquecida. En mi alucinación, volví a ver los incidentes del viaje, la travesía del Atlántico, Islandia, el señor Fridriksson, el Sneffels. Pensé que si, en mi situación, aún conservaba una sombra de esperanza, sería signo evidente de locura, y que era preferible, por tanto, desesperar del todo.

En efecto, ¿qué poder humano podría conducirme de nuevo a la superficie de la tierra, y abrir las enormes bóvedas que sobre mi cabeza se cerraban? ¿Quién podría señalarme el buen camino y reunirme a mis compañeros?

—¡Oh tío! —exclamé con desesperado acento.

Esta fue la única palabra de reproche que se escapó de mis labios; porque comprendí que el pobre hombre debía padecer también buscándome sin descanso.

Cuando me vi, de esta suerte, lejos de todo socorro humano, incapaz de intentar nada para lograr mi salvación, pensé en la ayuda del Cielo. Los recuerdos de la infancia, los de mi madre, a quien sólo conocí en la época de las caricias, acudieron a mi memoria. Recurrí a la oración, por derechos que tuviese a ser escuchado por Dios, de quien me acordaba tan tarde, y le imploré con fervor.

Aquella invocación a la Providencia me devolvió algo la calma y pude llamar en mi auxilio a todas las energías de mi inteligencia.

Tenía víveres para tres días y mi calabaza estaba llena de agua. Sin embargo, no podía permanecer más de este tiempo solo. Ahora se presentaba otro problema: ¿debería descender o subir?

¡Subir sin duda alguna! ¡Subir sin descansar!

De este modo, debía necesariamente llegar al punto donde me había separado del arroyo; a la funesta bifurcación. Una vez en aquel sitio, una vez que tropezase con las aguas del Hans-Bach, bien podía regresar a la cumbre del Sneffels.

¡Cómo no se me había ocurrido esto antes! Había evidentemente una probabilidad de salvación. Lo más apremiante era, pues, volver a encontrar el cauce de las aguas.

Me levanté decidido, y, apoyándome en mi bastón herrado, empecé a subir la pendiente de la galería, que era bastante rápida. Caminaba lleno de esperanza y sin titubear, toda vez que no había otro camino que elegir.

Por espacio de media hora no me detuvo obstáculo alguno. Trataba de reconocer el camino por la forma del túnel, por los picos salientes de las rocas, por la disposición de las fragosidades: pero ninguna señal especial me llamó la atención, y pronto me convencí de que aquella galería no podía conducirme a la bifurcación. Era un callejón sin salida, y, al llegar a su extremidad, tropecé contra un muro impenetrable y caí sobre la roca.

Imposible expresar el espanto, la desesperación que se apoderó de mí entonces. Mi postrera esperanza acababa de estrellarse contra aquella muralla de granito, dejándome anonadado.

Perdido en aquel laberinto cuyas sinuosidades se cruzaban en todos sentidos, era inútil volver a intentar una evasión imposible. ¡Era preciso morir de la más espantosa de las muertes! Y, cosa extraña, pensé que si se encontraba algún día mi cuerpo en estado fósil, su aparición en las entrañas de la tierra, a treinta leguas de su superficie, suscitaría graves cuestiones científicas.

Quise hablar en alta voz, pero sólo enronquecidos acentos salieron de mis labios ardorosos. Jadeaba.

En medio de mis angustias, vino un nuevo terror a apoderarse de mi espíritu. Mi lámpara, en mi caída, se había estropeado, y no tenía manera de repararla. Su luz palidecía por momentos e iba a faltarme del todo.

Veía debilitarse la corriente luminosa dentro del serpentín del aparato. Una procesión fatídica de sombras movedizas se desfiló a lo largo de las obscuras paredes, y no me atreví ni a pestañear, temiendo perder el menor átomo de la fugitiva claridad. Por instantes creía se iba a extinguir y que la obscuridad me circundaba.

Por fin lució en la lámpara un último resplandor. Lo seguí, lo aspiré con la mirada, reconcentré sobre él todo el poder de mis ojos, cual si fuese la última sensación de luz que les fuera dado gozar, y quedé sumergido en las más espantosas tinieblas.

¡Qué grito tan terrible se escapó de mi pecho! Sobre la superficie de la tierra, en las noches más tenebrosas, la luz no abandona jamás sus derechos por completo; se difunde, se sutiliza, pero, por poca que quede, acaba por percibirla la retina. Allí, nada. La obscuridad absoluta hacía de mí un ciego en toda la acepción de la palabra.

Entonces perdí la cabeza. Me levanté con los brazos extendidos hacia delante, buscando a tientas y dando traspiés dolorosos; eché a huir precipitadamente, caminando al azar por aquel intrincado laberinto, descendiendo siempre, corriendo a través de la corteza terrestre como un habitante de las grietas subterráneas, llamando, gritando, aullando, magullado bien pronto por los salientes de las rocas, cayendo y levantándome ensangrentado, procurando beber la sangre que me inundaba el rostro, y esperando siempre que mi cabeza estallase al chocar con cualquier obstáculo imprevisto.

¿Adónde me condujo aquella carrera insensata? No lo he sabido jamás. Al cabo de varias horas, agotado sin duda por completo, me desplomé como uno masa inerte a lo largo de la pared, y perdí toda noción de la existencia.

Capítulo XXVIII

Cuando volví a la vida, mi rostro estaba mojado, pero mojado de lágrimas. No sabría decir cuánto duró este estado de insensibilidad, puesto que ya no tenía medio de darme cuenta del tiempo. Jamás soledad alguna fue semejante a la mía: nunca hubo abandono tan completo.

Desde el momento de mi caída había perdido gran cantidad de sangre. Me sentía inundado. ¡Ah! ¡Cuánto lamenté no estar ya muerto y tener aún que pasar por este amargo trance! Sin ánimos para reflexionar, rechacé todas las ideas que acudían a mi cerebro y, vencido por el dolor, rodé hasta la pared opuesta.

Sentía ya que me iba a desvanecer nuevamente, y que el aniquilamiento supremo se me apoderaba, cuando llegó hasta mí un violento ruido semejante al retumbar prolongado del trueno: y oí las ondas sonoras perderse poco a poco en las lejanas profundidades del abismo.

¿De dónde procedía aquel ruido? Sin duda de algún fenómeno que estaba verificándose en el seno del gran macizo terrestre. Tal vez la explosión de un gas o la caída de algún poderoso sustentáculo del globo.

Volví a escuchar, deseoso de cerciorarme de si se repetía aquel ruido Pasó un cuarto de hora. Era tan profundo el silencio que reinaba en el subterráneo, que hasta los latidos de mi corazón oía.

De repente, mi oído, que por casualidad apliqué a pared, creyó sorprender palabras vagas, ininteligibles, remotas, que me hicieron estremecer.

«Es una alucinación» pensé yo.

Pero, no. Escuchando con mayor atención, oí realmente un murmullo de voces, aunque mi debilidad no me permitiese entender lo que me decía. Hablaban, sin embargo no me cabía duda.

Temí por un instante que las palabras de aquellos no fuesen las mismas mías, devueltas por el eco. ¿Habría yo gritado sin saberlo? Cerré con fuerza los labios y apliqué nuevamente a la pared el oído.

—Sí, no cabe duda; ¡hablan! ¡hablan! —murmuré.

Avancé algunos pies más a lo largo de la pared y oí más distintamente. Llegué a oír palabras inciertas, incomprensibles, extrañas, que llegaban a mí como pronunciadas en voz baja, como cuchicheadas, por decirlo así. Oí repetir varias veces la voz,
förlorad
con acento de dolor.

¿Cuál era su significado? ¿Quién la pronunciaba? Mi tío o Hans, sin duda alguna. Pero, evidentemente, si yo los oía, ellos también podrían oírme a mí.

—¡Socorro! —grité, con todas mis energías—. ¡Socorro!

Escuché, esperé en la sombra una respuesta, un grito, un suspiro: mas nada logré oír. Transcurrieron algunos minutos. Todo un mundo de ideas había germinado en mi mente. Pensé que mi voz debilitada no podría llegar hasta mis compañeros.

—Porque son ellos, no hoy duda —me decía—. ¿Qué otros hombres habrían descendido a treinta leguas debajo de la superficie del globo?

Me puse otra vez a escuchar. Al pasear el oído a lo largo de la pared, hallé un punto matemático donde las voces parecían adquirir su máximo intensidad. La palabra
förlorad
volvió a sonar en mi oído, y oí después aquel fragor de trueno que me había sacado de mi aletargamiento.

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