—No —me dije—; estas voces no se oyen a través de la pared. Su estructura granítica no se dejaría atravesar por la más fuerte detonación. Este ruido llega a lo largo de la misma galería. Preciso es que exista en ella un efecto de acústica especial.
Escuché nuevamente, y lo que es esta vez ¡oh, sí! ¡esta vez oí mi nombre claramente pronunciado!
¿Era mi tío quien lo pronunciaba? Hablaba con el guía y la palabra
förlorad
era una voz danesa.
Entonces me lo expliqué todo. Para hacerme oír era preciso que hablase a lo largo de aquella pared que transmitiría mi voz como un hilo conduce la electricidad.
No había tiempo que perder. Si mis compañeros se alejaban algunos pasos, el fenómeno acústico quedaría destruido. Me aproximé, pues, a la pared y pronuncié estas palabras con la mayor claridad posible:
—¡Tío Lidenbrock!
Y esperé presa de la mayor ansiedad.
El sonido no se propaga con una rapidez excesiva. La densidad de las capas de aire aumenta su intensidad, pero no su velocidad de propagación.
Transcurrieron algunos segundos, que me parecieron siglos, y, al fin, llegaron a mi oído estas palabras:
—¡Axel! ¡Axel! ¿Eres tú?
—¡Sí! ¡Sí! —le respondí.
—¡Pobre hijo mío! ¿Dónde estás?
—¡Perdido en la obscuridad más profunda!
—Pues, ¿y la lámpara?
—Apagada.
—¿Y el arroyo?
—Ha desaparecido.
—¡Pobre Axel! ¡Ármate de valor!
—Espérese usted un poco: estoy completamente agotado y no me quedan fuerzas para articular las palabras: mas no deje usted de hablarme.
—Valor —prosiguió mi tío—: no hables, escúchame. Te hemos buscado subiendo y bajando la galería, sin que hayamos podido dar contigo. ¡Ah, cuánto he llorado, hijo mío! Por fin, suponiendo que te encontrarías al lado del Hans-Bach, hemos remontado su curso disparando nuestros fusiles. En el momento actual, si, por un efecto de acústica, nuestras voces pueden oírse, nuestras manos no pueden estrecharse. Pero no te desesperes, Axel, que ya tenemos mucho adelantado con habernos puesto al habla.
Durante este tiempo, yo había reflexionado, y una cierta esperanza, vaga aún, renacía en mi corazón. Ante todo, me importaba conocer una cosa; aproximé mis labios a la pared y dije:
—¡Tío!
—¿Qué quieres, hijo mío? —me contestó al cabo de algunos instantes.
—Es preciso saber, ante todo, qué distancia nos separa.
—Eso es bastante fácil.
—¿Tiene usted su cronómetro?
—Sí.
—Pues bien, tómelo en la mano, y pronuncie usted mi nombre, anotando con toda exactitud el momento en que lo pronuncie. Yo lo repetiré, y usted anota asimismo el instante preciso en que oiga mi respuesta.
—Me parece muy bien. De este modo, la mitad del tiempo que transcurra entre mi pregunta y tu respuesta será el que mi voz emplea para llegar hasta ti.
—Eso es, tío.
—¿Estás listo?
—Sí.
—Pues bien, mucho cuidado, que voy a pronunciar tu nombre.
Apliqué el oído a la pared, y tan pronto como oí la palabra «Axel» repetí a mi vez, «Axel», y esperé.
—Cuarenta segundos —dijo entonces mi tío—; han transcurrido cuarenta segundos entre las dos palabras, de suerte que el sonido emplea veinte segundos para recorrer la distancia que nos separa. Calculando ahora a razón de 1.020 pies por segundo, resultan 20.400 pies, o sea, legua y media y un octavo.
—¡Legua y media! —murmuré.
—No es difícil salvar esa distancia, Axel.
—Pero, ¿debo marchar hacia arriba o hacia abajo?
—Hacia abajo: voy a explicarte por qué. Hemos llegado a una espaciosa gruta a la cual van a dar gran número de galerías. La que has seguido tú no tiene más remedio que conducirte a ella, porque parece que todas estas fendas, todas estas fracturas del globo convergen hacia la inmensa caverna donde estamos. Levántate, pues, y emprende de nuevo el camino; marcha, arrástrate, si es preciso, deslízate por las pendientes rápidas, que nuestros brazos te esperan para recibirte al final de tu viaje. ¡En marcha, pues, hijo mío! ¡ten ánimo y confianza!
Estas palabras me reanimaron.
—Adiós, tío —exclamé—: parto inmediatamente. En el momento en que abandone este sitio, nuestras voces dejarán de oírse. ¡Adiós, pues!
—¡Hasta la vista, Axel! ¡Hasta la vista!
Tales fueron las últimas palabras que oí.
Esta sorprendente conversación, sostenida a través de la masa terrestre, a más de una legua de distancia, terminó con estas palabras de esperanza, y di gracias a Dios por haberme conducido, por entre aquellas inmensidades tenebrosas, al único punto tal vez en que podía llegar hasta mí la voz de mis compañeros.
Este sorprendente efecto de acústica se explicaba fácilmente por las solas leyes físicas; provenía de la forma del corredor y de la conductibilidad de la roca; existen muchos ejemplos de la propagación de sonidos que no se perciben en los espacios intermedios. Recuerdo varios lugares donde ha sido observado este fenómeno, pudiendo citar, entre otros, la galería interior de la cúpula de la catedral de San Pablo, de Londres, y, sobre todo, en medio de esas maravillosas cavernas de Sicilia, de esas latomías situadas cerca de Siracusa, la más notable de las cuales es la denominada la Oreja de Dionisio.
Todos estos recuerdos acudieron entonces a mi mente, y vi con claridad que, supuesto que la voz de mi tío llegaba hasta mí, no existía ningún obstáculo entre ambos. Siguiendo idéntico camino que el sonido, debía lógicamente llegar lo mismo que él, si antes no me faltaban las fuerzas.
Me levanté, pues, y comencé más bien a arrastrarme que a andar. La pendiente era bastante rápida y me dejé resbalar por ella.
Pero pronto la velocidad de mi descenso creció en proporción espantosa. Aquello simulaba más bien una caída, y yo carecía de fuerzas para detenerme.
De repente, el terreno faltó bajo mis pies, y me sentí caer, rebotando sobre las asperezas de una galería vertical, de un verdadero pozo: mi cabeza chocó contra una roca aguda, y perdí el conocimiento.
Cuando volví en mí, me encontré en una semioscuridad, tendido sobre unas mantas. Mi tío velaba, espiando sobre mi rostro un resto de existencia. A mi primer suspiro, me estrechó la mano: a mi primera mirada, lanzó un grito de júbilo.
—¡Vive! ¡Vive! —exclamó.
—Sí —respondí con voz débil.
—¡Hijo mío! —dijo abrazándome—, ¡te has salvado!
Me conmovió vivamente el acento con que pronunció estas palabras, y aun me impresionaron más los asiduos cuidados que hubo de prodigarme. Era preciso llegar a tales trances para provocar en el profesor semejantes expansiones de afecto.
En aquel momento llegó Hans: y, al ver mi mano entre las de mi tío, me atreveré a afirmar que sus ojos delataron una viva satisfacción interior.
—
God dag
—dijo.
—Buenos días, Hans, buenos días —murmuré—. Y ahora, tío, dígame usted dónde nos encontramos en este momento.
—Mañana, Axel, mañana. Hoy estás demasiado débil aún; te he llenado la cabeza de compresas y no conviene que se corran: duerme, pues, hijo mío; mañana lo sabrás todo.
—Pero dígame usted, por lo menos, qué día y qué hora tenemos.
—Son las once de la noche del domingo 9 de agosto, y no te permito que me interrogues de nuevo antes del día 10 de este mes.
La verdad es que estaba muy débil, y mis ojos se cerraban involuntariamente. Necesitaba una noche de reposo, y, convencido de ello, me adormecí pensando en que mi aislamiento había durado nada menos que cuatro días.
—A la mañana siguiente, cuando me desperté, paseé a mi alrededor la mirada. Mi lecho, formado con todas las mantas de que se disponía, se hallaba instalado en una gruta preciosa, ornamentada de magníficas estalagmitas, y cuyo suelo se hallaba recubierto de finísima arena. Reinaba en ella una semioscuridad. A pesar de no haber ninguna lámpara ni antorcha encendida, penetraban, sin embargo, en la gruta, por una estrecha abertura, ciertos inexplicables fulgores procedentes del exterior. Oía, además, un murmullo indefinido y vago, semejante al que producen las olas al reventar en la playa, y a veces percibía también algo así como el silbido del viento.
Me preguntaba a mí mismo si estaría bien despierto, si no soñaría aún, si mi cerebro percibiría sonidos puramente imaginarios, efecto de los golpes recibidos en la caída. Sin embargo, ni mis ojos ni mis oídos podían engañarse hasta tal extremo.
«Es un rayo de luz» pensé, «que penetra por esa fenda de la roca. Tampoco cabe duda de que esos ruidos que escucho son efectivamente mugidos de las olas y silbidos de los vientos. ¿Se engañan mis sentidos, o es que hemos regresado a la superficie de la tierra? ¿Ha renunciado mi tío a su expedición o la ha terminado felizmente?».
Me devanaba los sesos pensando en todo esto, cuando penetró mi tío.
—Muy buenos días, Axel —me dijo alegremente—. Apostaría cualquier cosa a que te sientes bien.
—Perfectamente —contesté, incorporándome sobre mi duro lecho.
—Así tenía que ocurrir, porque has dormido mucho, un sueño muy tranquilo. Hans y yo hemos velado alternativamente, y hemos visto progresar tu curación de un modo bien sensible.
—Así es, efectivamente; me siento ya repuesto del todo, y la prueba de ello es que sabré hacer los honores al almuerzo que tenga usted a bien servirme.
—Almorzarás, hijo mío, puesto que no tienes fiebre. Hans ha frotado tus heridas con no sé qué maravilloso ungüento cuyo secreto poseen los islandeses, y se han cicatrizado con una rapidez prodigiosa. ¡Nuestro guía no tiene precio!
Mientras hablaba, me iba presentando alimentos que yo devoraba, y, entretanto, no cesaba de hacerle preguntas, a las que respondía con suma amabilidad.
Supe entonces que mi providencial caída me había conducido a la extremidad de una galería casi perpendicular, y, como había llegado en medio de un torrente de piedras, la menor de las cuáles hubiera bastado para aplastarme, había que deducir que una parte del macizo se había deslizado conmigo. Este espantoso vehículo me transportó de esta suerte hasta los mismos brazos de mi tío, en los cuales caí ensangrentado y exánime.
—En verdad que es asombroso que no te hayas matado mil veces —me dijo el profesor—. Pero, por amor de Dios, no nos separemos más, pues nos expondríamos a no volvernos a ver nunca.
¡Qué no nos separásemos más! Pero, ¿no había terminado el viaje? Y al hacerme esta pregunta, abrí desmesuradamente los ojos, en los cuáles se retrató el espanto; y, observado por mi tío, me preguntó:
—¿Qué tienes Axel?
—Tengo que hacerle a usted una pregunta. ¿Dice usted que estoy sano y salvo?
—Sin duda de ningún género.
—¿Tengo todos mis miembros intactos?
—Ciertamente.
—¿Y la cabeza?
—La cabeza, aunque con algunas contusiones, la tienes sobre los hombros en el más perfecto estado.
—Pues bien, tengo miedo de que mi cerebro no funcione como es debido.
—¿Por qué?
—¿No hemos vuelto a la superficie del globo?
—No, ciertamente.
Entonces, necesariamente estoy loco, porque veo la luz del día y oigo el ruido del viento que sopla y del mar que revienta en la playa.
—Si sólo se trata de eso…
—¿Me lo explicará usted?
—¿Cómo he de explicarte yo lo que es inexplicable? Pero ya lo verás con tus ojos y comprenderás entonces que la ciencia geológica no ha pronunciado aún su última palabra.
—Salgamos, pues —exclamé, levantándome bruscamente.
—¡No, Axel, no! El aire libre podría perjudicarte.
—¿El aire libre?
—Sí. Hace demasiado viento, y no quiero que te expongas de este modo.
—¡Pero si le aseguro a usted que me encuentro perfectamente!
—Un poco de paciencia, hijo mío. Una recaída podría retrasarnos mucho, y no es cosa de perder tiempo, porque la travesía puede ser larga.
—¿La travesía?
—Sí, sí. Descansa aún todo el día de hoy, y nos embarcaremos mañana.
—¡Embarcarnos!
Esta última palabra me hizo dar un gran salto.
¡Cómo! ¡Embarcamos! ¿Teníamos por ventura algún río, algún lago o algún mar a nuestra disposición? ¿Había fondeado un buque en algún puerto interior?
Mi curiosidad se excitó de una manera asombrosa. En vano trató mi tío de retenerme en el lecho: cuando se convenció de que mi impaciencia me sería más perjudicial que la satisfacción de mis deseos, se decidió a ceder.
Me vestí rápidamente, y, para mayor precaución, me envolví en una manta y salí de la gruta en seguida.
Al principio no vi nada. Acostumbrados mis ojos a la obscuridad, se cerraron bruscamente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de nuevo, me quedé más estupefacto que maravillado.
—¡El mar! —exclamé.
—Sí —respondió mi tío—, el mar de Lidenbrock. Y me vanaglorio al pensar que ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre.
Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, ofrecía a las últimas ondulaciones de las olas que reventaban en ella, una arena fina, dorada, sembrada de esos pequeños caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Las olas se rompían contra ella con ese murmullo sonoro peculiar de los grandes espacios cerrados, produciendo una espuma liviana que, arrastrada por un viento moderado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playa ligeramente inclinada, a cien toesas, aproximadamente de la orilla del agua, venían a morir los contrafuertes de enormes rocas que, ensanchándose, se elevaban a una altura tremenda. Algunos de estos peñascos, cortando la playa con sus agudas aristas, formando cabos y promontorios que las olas carcomían. Más lejos, se perfilaba con gran claridad su enorme mole sobre el fondo brumoso del horizonte.
Era un verdadero océano, con el caprichoso contorno de sus playas terrestres, pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje.
Mis miradas podían pasearse a lo lejos sobre aquel mar gracias a una claridad especial que iluminaba los menores detalles.
No era la luz del sol con sus haces brillantes y la espléndida irradiación de sus rayos ni la claridad vaga y pálida del astro de la noche, que es sólo una reflexión sin calor. No. El poder iluminador de aquella luz, su difusión temblorosa, su blancura clara y seca, la escasa elevación de su temperatura, su brillo superior en realidad al de la luna, acusaban evidentemente un origen puramente eléctrico. Era una especie de aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo que alumbraba aquella caverna capaz de albergar en su interior un océano.