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Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Un joven oficial lleva un mensaje confidencial para el presidente Sagasta, pero es interceptado.
En La Habana, el acorazado Maine estalla un día antes de terminar su misión pacífica.
El ex agente Hércules Guzmán Fox y el agente del S.S.P, George Lincoln, comienzan una trepidante carrera contrarreloj para descubrir la verdad, descifrando mensajes secretos y huyendo constantemente para salvar sus vidas. Un rompecabezas que deberán resolver antes de que se declare la guerra. En su carrera se mezclarán organizaciones secretas, personajes históricos como Roosevetl o Unamuno y secretos guardados con celo durante siglos.
Un frenético thriller de secretos oficiales, conspiraciones tenebrosas, luchas de poder, mentiras, claros oscuros en los bajos fondos de La Habana y en los enmoquetados salones de Washington, misterios y un final sorprendente, narrado con un ritmo frenético que transporta al lector hasta la conspiración sin resolver que marcó la historia de España y del mundo.
Mario Escobar
Conspiración Maine
ePUB v1.1
NitoStrad14.04.13
Título original:
Conspiración Maine
Mario Escobar
Fecha de publicación del original: mayo 2006
Editor original: NitoStrad (v1.0, v1.1)
ePub base v2.0
In Memoriam. A mis padres, que siempre creyeron en mí.
Para Elisabeth, mi mejor mitad, y Andrea, la luz de mis días.
«Y,
¿qué mayor señal puede dar el hombre de su divinidad, que con descubrir cosas de utilidad para otro hombre
? Y es hecho cierto que todo inventor de cosas útiles es sumamente amado por Dios, el cual muchas veces, (la providencia)
por medio de un solo hombre, se digna a manifestar cosas rarísimas y escondidas por muchos siglos y ahora por medio del ilustre D. Cristóbal Colón, hombre verdaderamente divino, le ha placido manifestarlo
. Por lo cual, de esto cabe deducir, primeramente que este varón singularísimo fue muy grato al eterno Dios, y, por tanto, se puede afirmar que si hubiese vivido en la Edad Antigua,
no solamente los hombres, por tan magna obra, le habrían contado y puesto en el número de los dioses, más aún le hubiesen hecho el príncipe de éstos
».
Venecia, 25 de abril de 1571
Washington, 25 de Noviembre de 1911.
El mal que hacen los hombres los persigue después de muertos; el bien, muchas veces, queda enterrado con sus huesos. En aquella noche, cuando la brisa nocturna dejó paso al estruendo, cientos de diminutos fragmentos de cristal centellearon hasta la cama, como un millar de luciérnagas nocturnas. La Dulce Maña se acercó descalza hasta la ventana. Sudaba abundantemente y su respiración se aceleró al ver el cielo de la noche iluminado. Todavía se erguían orgullosos los dos largos mástiles y las dos gigantescas chimeneas exhalaban un humo gris formando extrañas figuras. Los aullidos de los marineros parecían distantes; ahogados por las voces del pasillo, donde los clientes y las putas huían despavoridos.
Hércules, todavía somnoliento, se arrastró hasta la ventana y sentándose en el quicio con la mirada perdida, miró sin ver el resplandor que iluminaba la ciudad. Su cuerpo sudoroso se pegaba al marcó lleno de diminutos cristales, dejando escapar pequeños hilos de sangre que teñían los cristales hasta convertirlos en rubíes.
—Aquella noche, señores senadores, la sangre de Hércules Guzmán Fox se mezcló con la de nuestros desgraciados compatriotas —dijo el hombre desde el pequeño estrado. La mirada de todos se posó sobre sus manos que revoleteaban a medida que les contaba la historia de los últimos días del imperio español y el nacimiento de una nueva potencia: los Estados Unidos de Norteamérica.
Recordar el Maine
Madrid, 12 de Febrero de 1898.
Cuando el tren se detuvo el oficial recogió el equipaje y caminó confuso entre los vapores. De vez en cuando se daba la vuelta y examinaba detenidamente a la variopinta fauna que rondaba por las noches la estación. Figuras harapientas se mezclaban con los pasajeros y algunas meretrices susurraban obscenidades a los caballeros encopetados. Los carteristas se movían con agilidad, introduciendo sus manos debajo de las capas y gabanes de los transeúntes despistados.
Se escuchó un pitido y el bufar de una locomotora al ponerse en marcha y el oficial se alejó de la multitud y tras mirar alrededor, sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta un pequeño papel amarillento. Las letras estilizadas no dejaban lugar a dudas, tenía que dirigirse a una calle llamada
Del Pez
, una vez allí, alguien le llevaría delante del presidente.
El aire frío de la noche le golpeó en la cara y se encogió dentro de su ligera chaqueta, acelerando el paso. A la entrada de la estación varias calesas esperaban a los viajeros rezagados. El joven oficial se dirigió a la primera y observó por un momento al cochero casi anciano que parecía dormitar bajo un grueso capote negro. En su sombrero podían observarse los reflejos del hielo que comenzaba a cuajar en la visera. El oficial golpeó la calesa y se metió dentro mientras vociferaba el nombre de la calle. En el interior el aliento se congelaba antes de salir de la garganta, la capota protegía del cielo raso, pero por la parte delantera el frío penetraba dándole directamente en la cara. Una vez acomodado, abrió la maleta, sacó una bufanda y se la enrolló en el cuello. El martilleo de los cascos de los caballos y el bamboleo de la calesa fueron adormilándole, por primera vez se sentía a salvo. Durante el trayecto en tren no se había atrevido a dar ni una cabezadita; en la travesía por el Atlántico tampoco había dormido mucho, obsesionado porque alguien intentara robarle la carta.
Cuando la calesa se detuvo, el conductor lanzó un gruñido y el oficial se despertó sobresaltado. Saltó al exterior y quedó en mitad de las sombras. Unos farolillos a lo lejos tintineaban bajo un cielo entre violeta y azul plomizo. La calle estaba desierta y el silencio era casi absoluto. Los edificios parecían tocarse en algún punto en el infinito, como árboles de un bosque encantado, con inmensas hojas blancas, que colgadas de las fachadas ocultaban la pequeña franja de cielo. Respiró hondo, se detuvo delante del portal y se cercioró de que nadie le seguía. Empujó un poco la verja de hierro y ésta cedió chirriante. El portal se encontraba completamente a oscuras. En el interior olía a orines mezclados con madera podrida. Comenzó a andar despacio, midiendo cada paso. Tropezó con el primer escalón y apoyándose en la pared comenzó a ascender muy despacio, escuchando los crujidos de la madera debajo de sus pies. Al llegar al rellano recorrió a tientas el descansillo antes de tocar algo que parecía madera. Llamó, escuchó unos pasos y la puerta se abrió lentamente con un chirrido, pero en el rellano sólo pudo distinguir una negrura que se dirigía a él en un susurro.
—Pase, rápido.
Entró deprisa, dando un traspié. Al fondo advirtió una luz, y a su lado pudo oler el aliento a alcohol de su interlocutor que le animaba a pasar más adelante. Caminó hacia la luz y penetró en una sala grande que parecía vacía por la penumbra. Tan sólo se distinguía una mesa redonda, encima un quinqué y al lado dos sillas.
—Tome asiento. Estará cansado del largo viaje —dijo el hombre de la puerta, que lentamente empezaba a tomar forma a medida que se acercaba a la luz. El oficial permaneció de pie, con la maleta en la mano. Tenía un ligero dolor en los hombros y con el corazón acelerado logró con voz fatigosa dirigirse al hombre.