Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Gracias, pero me gustaría terminar con esto lo antes posible.
—Entiendo. Mucha tensión para usted. No sé cómo han enviado a alguien tan joven.
El oficial se irguió después de dejar la maleta en el suelo y torciendo el gesto contestó al hombre.
—Por lo menos he llegado hasta aquí. Eso debería ser suficiente.
—No se moleste. No quiero ser grosero, pero debido a la importancia de su misión, esperaba a alguien más… maduro.
—Desconozco cuál es la misión, tan sólo sé que tengo que entregar una carta.
—La carta. No se preocupe ahora por la carta. Siéntese y tome algo antes de que nos marchemos —dijo el hombre sentándose. Después se agachó y puso una botella sobre la mesa.
—Gracias, pero no quiero nada. Por favor, me gustaría salir cuanto antes.
—¡Siéntese, maldita sea! ¿Cree que la persona a la que vamos a darle su carta nos recibirá a estas horas?
El oficial se sentó. Su cabeza comenzaba a pensar con claridad y concluyó que aquel hombre tenía razón. Ésas no eran horas de ir a ninguna parte.
—Todos estamos un poco nerviosos, perdone mis palabras.
—No se preocupe. Tiene usted razón.
Su tranquilidad duró apenas unos segundos. Un repentino temor le invadió. Sus manos comenzaron a sudar y empezó a frotarlas contra el pantalón evitando la mirada del hombre.
—No me ha preguntado la contraseña.
—No hace falta. ¿Quién iba a venir a estas horas? Sólo podía ser usted. Yo no esperaba a nadie más.
El oficial se levantó bruscamente y dio un paso atrás, dejando que la silla se estrellara contra las tablas de madera del suelo. El hombre se incorporó despacio y con un gesto le animó a que volviera a sentarse.
—¿Por qué no me preguntó la contraseña? —preguntó el oficial con la voz entrecortada.
—No sea chiquillo. Si quiere se la pregunto ahora. Dígame la contraseña.
—Dígamela usted primero.
—Por favor, ¿es que se ha vuelto loco?
El muchacho empezó a retroceder sin dar la espalda al hombre. Tropezó con su maleta y estuvo a punto de caer de espaldas, pero logró recuperar el equilibrio en el último momento. Se dio la vuelta y comenzó a correr por el pasillo hasta chocar con la puerta. Buscó el cerrojo mientras escuchaba la voz del hombre cada vez más cerca. Abrió la puerta de un portazo y corrió escaleras abajo. Un sonido estrepitoso invadió el portal, tiró de la verja y corrió calle abajo. No sabía adónde se dirigía, pero pensó que lo mejor era alejarse de allí lo antes posible. Intentar que su pista se perdiera entre aquellas callejuelas. Mientras corría las ideas se agolpaban en su mente en forma de imágenes. El capitán dándole la carta, el viaje, aquel hombre. ¿Adónde podía ir ahora? Había puesto la misión en peligro.
Finalmente llegó a una gran plaza flanqueada por arcadas. Dudó unos instantes antes de salir a la luz y cruzar el inmenso espacio abierto, pero al final observó a lo lejos una cantina iluminada. Se dirigió hacia allí con la idea de preguntar por alguna gendarmería, pero apenas había dado unos pasos cuando dos hombres le abordaron. Mientras el más pequeño e inofensivo le cortaba el paso y se dirigía a él; el corpulento le golpeaba con una pequeña porra en la nuca. El oficial se desplomó al primer golpe. Entre los dos hombres le sacaron de la luz rápidamente y le introdujeron en una carroza. En ese momento, el primer rayo de sol atravesó el plomizo cielo de Madrid y la gente comenzó a invadir las calles.
El general Woodford atravesó con paso acelerado todas las salas ricamente decoradas y entró sin llamar en el despacho del secretario. Llevaba poco tiempo en la embajada, apenas seis meses, pero sabía que Young estaba a esas horas sentado en su mesa fumando un cigarrillo mientras leía el
New York Times
del mes anterior.
—¡Esto es inadmisible! El embajador Lee y esos chupatintas de Washington me están dejando en evidencia. ¿Para qué demonios me ha destinado aquí el presidente? Todo está decidido ya, me entiende Young. No tenemos nada que hacer en Madrid.
—Tranquilícese señor —dijo Young al tiempo que se ponía de pie en señal de firme. Hacía más de diez años que había dejado la Armada, pero cada vez que veía pasar al viejo general, no podía evitar ese comportamiento militar.
—Siéntese, por favor.
—¿Qué ha sucedido general?
—¿Sucedido? —dijo el general sentándose. Después encendió un espléndido puro y no volvió a decir palabra hasta que la primera oleada de humo sacudió sus pulmones y arañó su rasposa garganta—. Primero fue la publicación de esas desafortunadas cartas del embajador español Duppoy en el
New York Journal
; por si esto fuera poco, alguien ha ordenado que el torpedero
Cushing
recale en el puerto de La Habana. ¡Eso es una maldita declaración de guerra! ¿No cree?
—General, todos sabemos que las hostilidades están a punto de estallar. Sólo es cuestión de tiempo.
—McKinley no quiere la guerra. ¡Me entiende! Cuántas veces tengo que repetírselo. Si el presidente deseara la guerra, puedo asegurarle que hacía tiempo que ésta habría empezado. Son esos malditos congresistas y sobre todo Roosevelt, ese condenado loco, el que está metiendo cizaña —dijo el general con la cara amoratada.
—¿Roosevelt? El vicesecretario no tiene ningún poder.
—Ese tipo domina a la secretaría. Long es un pusilánime, no tiene sangre en las venas. Roosevelt tiene el poder que le da Cabot y otros como él, que están deseando echar sus zarpas sobre la isla.
—General, ¿pero no es mejor que sean los nuestros los que se lleven el botín que los españoles? —dijo Young mientras doblaba el periódico y se ponía en pie.
—El presidente opina que no es el momento. La Armada no está preparada y un descalabro militar puede afectar a nuestros intereses en Oriente.
—General, España ha encargado varios barcos a Inglaterra, dentro de poco será más fuerte.
—No sea ridículo Young, tres o cuatro barcos no pueden cambiar nuestra suerte. Pero una actuación precipitada, sí. China está a punto de saltar por los aires, las tensiones entre Rusia y Japón no hacen más que crecer. Ahora debemos centrarnos en Oriente y McKinley lo sabe.
—Nos defenderemos mejor en Oriente si Filipinas es nuestra —contestó Young mientras observaba cómo el cielo plomizo se iba convirtiendo poco a poco en azul intenso.
—Tal y como estamos ahora, sería una manera de regalar el archipiélago al Japón. No, querido amigo. No es tiempo de guerra.
El general se levantó; su cara estaba ahora sonriente y sosegada, la charla le había devuelto a su habitual optimismo. Con paso lento se alejó por el largo pasillo. Young le observó hasta que desapareció de la vista. Se acercó al perchero y después de colocarse el sombrero y el gabán, recogió un alargado bastón negro. Por su mente circularon varias imágenes, pero la que le hizo sentirse pletórico, fue la de imaginar al general huyendo despavorido hasta la estación de trenes para escapar de Madrid, tras declararse la guerra.
Sintió el agua fría y su primera reacción fue levantar las manos y quitarse las gotas que le escurrían por la cara y le velaban los ojos, pero sus manos estaban atadas por detrás a una silla. Se sacudió en la silla pero todo fue inútil. Al levantar la vista contempló lo que parecía el contorno de un hombre corpulento. A su lado, otro individuo mucho más pequeño expulsaba una blanquecina nube de humo que rodeaba la lámpara y terminaba en su cara. Los dos hombres le miraron y cuando estuvieron seguros de que por fin había recuperado el conocimiento, acercaron sus caras a la luz para poder verle de cerca.
—Por fin te has despertado, huevón. Teobaldo, llama al jefe —dijo el hombre pequeño con un marcado acento cubano.
El hombre corpulento se enderezó y con pasos lentos se perdió entre las sombras. Una luz cegadora iluminó por unos segundos la estancia. El oficial sintió una punzada de dolor en los ojos y escuchó el sonido de una puerta al cerrarse.
—Será mejor que te prepares para cantar todo lo que sabes. El jefe no tiene mucha paciencia —dijo el matón mientras mostraba unos dientes negros característicos de los masticadores de tabaco.
El oficial permaneció callado. Apenas podía entender lo que había sucedido en las últimas semanas. Cuando se le pasó por la cabeza la posibilidad de morir sintió un escalofrío. Pero, ¿qué podía decir a estos tipos? No sabía mucho. La verdad es que no sabía nada de nada. Un oficial superior le había dado una carta que tenía que dar al presidente Práxedes Mateo Sagasta. Un contacto le esperaría en una dirección previamente acordada y le llevaría ante el presidente. ¿Qué más podía decir? Había guardado la carta con un temor reverente y no la había sacado del bolsillo interior del uniforme desde que su barco partió de Matanzas. Una duda le asaltó de repente. Zarandeó su cuerpo y esperó sentir el roce del sobre en la camisa, pero la carta ya no estaba allí. Notó un nudo en la garganta y ganas de echarse a llorar, pero tragó saliva y apartó la mirada de su carcelero. Apenas habían pasado unos segundos desde que el otro hombre se había marchado, pero a él se le hizo una eternidad. La luz intensa volvió a chocar sobre su retina y para cuando pudo recuperar la visión, enfrente de él había tres hombres. Uno de ellos no le era del todo desconocido.
—Nos volvemos a encontrar. Pensé que todo esto iba a ser más fácil —dijo el hombre y miró a un lado y a otro antes de agacharse y poner su cara a pocos centímetros del oficial.
—Señor —dijo el oficial con un hilo de voz tan apagado que tuvo que repetir las palabras para asegurarse de que la voz salía de su garganta—. ¿Sabe que… que está cometiendo un delito de alta, de alta traición?
El hombre levantó de las solapas al oficial, zarandeándolo mientras gritaba.
—¡Mira pedacito de mierda! Cada día me tomo un
agua mona
como tú y me meriendo una
agualoja
. Soldadito comemierda, de aquí no vas a salir hasta que me cantes misa en latín. ¿Oíste? —bramó el hombre.
Después de empujarle la silla rebotó y volcó para un lado. Varias patadas violentas terminaron en los costados del joven, que intentaba encogerse a pesar de encontrarse atado de pies y manos.
—¡Levantadle!
El dolor era insoportable, intentó pensar en otra cosa, pero los golpes comenzaron con más fuerza. Su mente se puso en blanco y comenzó a suplicar y gritar lo poco que sabía, pero los puñetazos no cesaron. Siguieron, cada vez más fuertes, hasta que comenzó a perder el conocimiento de nuevo.
El carruaje se detuvo justo en medio del puente. La niebla era tan espesa que apenas podía verse la propia mano extendida hacia delante. Dos hombres sacaron un saco y torpemente lo llevaron hasta el borde del puente. Con un gran esfuerzo lo zarandearon hasta que, en la última sacudida, lo soltaron a la vez. Unos segundos después escucharon el chapoteo del agua y con rapidez subieron al carruaje. El fardo se hundió poco a poco en el agua, pero de la boca entreabierta del saco se escapó una bufanda que comenzó a moverse por la corriente hasta enredarse en unas ramas.
La Habana, 15 de Febrero de 1898.
El marinero de primera Adolfo Sancho hacía guardia aquella noche en el
Alfonso XII
. Las noches parecían interminables a bordo. Nadie con quien charlar y una interminable negrura que lo cubría todo. Tan sólo las farolas de La Habana y las luces del
Legazpi
y el
Maine
arañaban algo de brillo a un mar negro y calmado. Adolfo, harto de cargar el fusil, miró a un lado y al otro, apoyó el mosquetón en la barandilla y sacó un cigarrillo del bolsillo. El sargento acababa de pasar y no volvería antes de una hora. El pitillo le supo a gloria. Aspiró una bocanada de humo y cerró los ojos para concentrar más el placer que inundaba su garganta. Sin darle tiempo a reaccionar, notó un tremendo calor en la nuca, un destello y oyó un estruendo horrible. Instintivamente se agachó, alargó el brazo hacia el fusil, pero éste se le escurrió entre los dedos. Entonces, una segunda explosión más potente lanzó decenas de pequeños destellos por el cielo negro. Adolfo se incorporó y contempló el horripilante espectáculo sin reaccionar hasta que notó que algo caía sobre su espalda. Se giró despacio, al tiempo que su cabeza se inclinaba hacia abajo. Primero le vino un olor a carne quemada que le revolvió el estómago, después observó algo alargado en la cubierta. Se agachó un poco más y lo tocó con la punta del fusil. La cosa alargada seguía humeante cuando el marinero advirtió cómo brillaba algo. Eso parecía un brazo con sus cinco dedos y un anillo grande y plateado. La revoltura de estómago se convirtió en una repulsiva náusea y Adolfo sintió una arcada, la cabeza comenzó a darle vueltas y vomitó convulsivamente.
El sargento acudió a la cubierta después de escuchar la detonación. El barco se sacudió y tuvo que sujetarse a la escalera para no perder el equilibrio. Corrió por la borda y tiró del cordón de la campana de emergencia. Algo tenía que haber impactado contra el barco, imaginó. Buscó a su alrededor algún indicio de fuego, pero todo parecía en calma. Buscó al guardiamarina pero no vio a nadie. Sólo cuando estuvo encima de Alfonso reparó cómo éste, inclinado hacia delante, vomitaba sobre un trozo de carne chamuscada en cubierta. Entonces levantó la vista y pudo distinguir lo que quedaba del
Maine
. La proa había desaparecido por completo y la popa estaba levantada. Las llamas llenaban gran parte de la cubierta y podía escuchar gritos dispersos en el agua y entre el amasijo de hierros. Cuando volvió a mirar al marinero se dio cuenta de que lo que había sobre la cubierta del
Alfonso XII
era un brazo humano.