Conspiración Maine (5 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

El hall del hotel era sobriamente elegante. Adornado al estilo anglosajón parecía un trocito de Londres en el corazón del Caribe, pero los grandes maceteros con plantas tropicales quitaban protagonismo a las estatuas clásicas, las columnas con sus capiteles corintios y los techos pintados con escenas mitológicas de vivos colores.

Después de atravesar la recepción se dirigió al salón de té. Mantorella se encontraba al fondo, su mirada perdida le daba un aire de oficial prusiano. De civil, el porte marcial y disciplinado se transformaba en una pose altiva y distante. Nada más alejado del verdadero carácter amable del Almirante, aunque su físico gritara lo contrario. Hércules se acercó a la mesa lentamente, rodeó a Mantorella y le abordó por detrás.

El Hotel Inglaterra es uno de los más antiguos de la ciudad.

—Perdona, ¿te he asustado? —preguntó Hércules con la mala intención de fastidiar a su amigo. Le gustaba recordarle lo estúpido que estaba en aquel papel de agente secreto.

—Siempre has sido muy sigiloso. El general lo comentaba. Por eso nos llevó aquella mañana al campamento de Maceo —dijo Mantorella evocando sus jornadas en la anterior contienda.

—Comparado contigo. ¿Crees que hemos hecho bien en quedar en un lugar tan público? —dijo Hércules sentándose.

—Nuestra misión es secreta, pero en cuanto comiences a hacer preguntas en la ciudad, todos sabrán lo que buscas.

—Me gustaría contar con unos días de ventaja.

Mantorella no dejaba de mirar de un lado a otro, sus dedos inquietos jugaban con el vaso de té frío, parecía que esperara a alguien más. Repentinamente volvió en sí y miró a su amigo, se inclinó hacia delante y en voz baja le dijo algo que Hércules no llegó a entender.

—No me jodas Mantorella. No cuchichees, pareces un chiquillo.

—Estamos esperando a alguien, un hombre enviado por Washington.

—Y, ¿para qué necesitamos a un
yanqui
? —No es que lo necesitemos, pero desde Madrid nos han obligado a investigar conjuntamente el caso con los norteamericanos.

—¿Y se puede saber qué es lo que tengo que investigar? No olvides que estoy aquí para encontrar a los asesinos de Juan —refunfuñó Hércules. La corbata le apretaba el gaznate y notaba cómo el sudor le empezaba a correr por la espalda. A pesar de estar abiertas las puertas que daban al frondoso jardín del patio central, no corría nada de brisa y sentía una sed de mil diablos.

—Los asesinos de Juan tienen mucho que ver en todo esto. Sabes que hace dos días explotó un barco norteamericano.

—Llevo mucho tiempo durmiendo de día y bebiendo de noche, pero todo el mundo sabe lo que le ha pasado a ese barco, el
Maine
. Pero, ¿qué tiene que ver ese barco con Juan?

—Mucho, pero eso lo comprenderás más adelante.

Hércules se levantó de la silla y clavando la mirada en su amigo, tocó levemente su sombrero y comenzó a dirigirse a la salida. Mantorella le cogió de la chaqueta y tiró de ella para que volviera a sentarse, pero él se mantuvo de pie.

—¿Dónde demonios vas ahora? —dijo el Almirante levantándose de un salto25 de su asiento. Ahora los dos estaban de pie en medio de una sala repleta de gente. Notaron cómo cientos de ojos se posaban sobre ellos. Hércules se zafó de Mantorella y señalándole con el dedo índice le dijo—: Sabía que querías embaucarme con tus embustes. Te expliqué esta mañana que no estoy dispuesto a servir a España ni a la reina, ni…

—Todo tiene relación. Juan murió en una misión que tenía que ver con lo que pasó en el
Maine
. Yo fui el que le envió a Madrid.

—¡Maldito cabrón! —gritó Hércules abalanzándose sobre Mantorella. Todo el mundo se giró para ver el espectáculo, por otro lado muy común en las calles de la ciudad, pero extrañamente exótico para el grupo de norteamericanos, ingleses y alemanes, inquilinos habituales del hotel Inglaterra. Los dos hombres se zarandearon por unos momentos y con un empujón volcaron la mesa y la taza de té se hizo añicos contra el suelo de mármol. Uno de los camareros negros se apresuró a recoger los fragmentos. Hércules miró al camarero y soltó a su amigo.

—Tranquilízate. Será mejor que nos volvamos a sentar. Creo que ahora ya sabe toda La Habana lo que planeamos.

Hércules repasó el salón con la mirada y se sentó; pero las miradas indiscretas de las damas y caballeros del comedor siguieron posadas sobre ellos varios minutos. Permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro, sin saber qué decir, hasta que el Almirante comenzó a hablar de nuevo.

—Hércules, precisamos tu ayuda.

—¿Para qué necesitáis a un borracho que hace mucho tiempo que dejó la Armada? ¿No hay un equipo de agentes preparado para ocasiones como ésta? ¿Se os han acabado los jóvenes inocentes, demasiado ingenuos para querer morir todavía por la calaña de terratenientes que dominan esta isla? —dijo Hércules en voz alta mientras dirigía su mirada a las otras mesas.

—La Armada ha abierto una investigación oficial al mando de Pedro del Peral y Caballero, y de Javier de Salas y González.

—¿Se puede saber a quién se le ha ocurrido nombrar a esos dos chupatintas? —preguntó Hércules incorporándose en la silla y recuperando en parte la compostura.

—Yo los he elegido. Son dos buenos oficiales y dos excelentes caballeros.

Mantorella se sorprendió de que su amigo siguiera siendo el mismo tipo arrogante y fanfarrón con el que había perseguido a las jovencitas de los puertos donde hacía escala su barco. Lo que no le sorprendió lo más mínimo es que continuara molesto con Pedro y Javier, ellos fueron dos de los testigos en su consejo de guerra.

—Dos excelentes caballeros. Ése es el problema. Dos caballeritos que harán lo posible por salvar el culo y cuidar sus impecables expedientes. Sabes mejor que yo que no llegarán a ninguna conclusión inteligente.

—Por eso te he elegido a ti. Fuiste el mejor oficial de la Marina; valiente, decidido y endiabladamente inteligente.

—Tú lo has dicho. Fui. Ahora soy un borracho a punto de cruzar la raya de la vejez.

—Ni intentándolo serás capaz de destruir esa mente maravillosa y esa excelente forma física. Cuando éramos más jóvenes todas las criollas de La Habana estaban locas por ti, especialmente las trigueras hijas de los gallegos venidos a más.

—Ahora sólo soy un saco de huesos.

—En cuanto te adecentes un poco y empieces a comer, volverás a ser el mismo. Mira qué pinta llevas. El traje arrugado y lleno de lamparones, esa barba sucia y enmarañada y ese pelo largo.

Mantorella dejó un billete de cinco pesetas sobre la mesa y lo acercó hasta la mano de su amigo.

—Toma esto como un anticipo.

Mantorella fue uno de los oficiales más jóvenes en ocupar el cargo de almirante.

Hércules recogió el billete y lo guardó rápidamente en su bolsillo.

—Esto va a cuenta —dijo advirtiendo a su amigo que no aceptaba limosnas—. A propósito, te he reservado una habitación en este hotel.

—¿Aquí?

—¿Qué pasa, no te gusta?

—¿Pretendes que sea discreto?

—Todo lo contrario. Quiero que pongas nerviosa a mucha gente. Que empiecen a cometer errores y que estés ahí para descubrirlos.

—¿Quieres que me convierta en un cebo? Todos sabemos lo que les pasa a los cebos.

—Mira Hércules, te doy una oportunidad para que vuelvas a comenzar tu vida. Si la pierdes, por lo menos servirá para algo más que para desperdiciarla en un antro de lenocinio.

—Vale, vale. No me sermonees. Creo que ha llegado el hombre que esperabas.

—¿Dónde está? —preguntó Mantorella mientras se volvía. Lo que le impidió ver la amplia sonrisa de Hércules.

—Por favor, Mantorella. ¿Alguna vez has visto a un negro que no fuera vestido de camarero en el salón de té del hotel Inglaterra?

Un individuo de color, vestido con un impecable traje blanco, paseaba entre las mesas. Todos los distinguidos caballeros y damas del salón le observaron con un desdén que hubiera incomodado al ser más tranquilo de la tierra. El hombre caminó con paso decidido como si estuviera acostumbrado a que el mundo entero le despreciara.

—Creo que si lo que querías era que llamásemos la atención, lo has conseguido —dijo Hércules, que apoyado totalmente en su asiento no pudo evitar sonreír a carcajadas.

Capítulo 4

Madrid, 16 de Febrero de 1898.

La regente, vestida con su traje oscuro, paseaba de un lado a otro de la estancia. Cada vez que se daba la vuelta, miraba el reloj de la pared y comenzaba de nuevo su interminable camino. Las últimas semanas habían sido muy tensas. La guerra parecía tan inevitable que ya no se esforzaba por apartarse la idea de la cabeza. Desde que el «Viejo profesor» había muerto las cosas iban de mal en peor. «El pastor» no había estado a la altura de las circunstancias. Demasiado blando, demasiado complaciente con todos. Primero, al relevar de su cargo al general Weyler y más tarde, concediendo a Cuba esa maldita autonomía. No había sido una buena idea. No, señor. ¿Para qué le había convocado el presidente? ¿Acaso había alguna novedad que en el último momento cambiara su suerte? Si su pobre Alfonso estuviera vivo nada de esto habría sucedido.

Uno de los lacayos entró en la sala, apartó la cortina y anunció lacónicamente la llegada del señor presidente. Práxedes Mateo Sagasta entró en la sala apoyado en su bastón. A pesar de su perenne sonrisa, parecía agotado. Besó la mano a la reina y esperó que ésta se sentara para tomar asiento. Sirvieron un té caliente y unas pastas. Sagasta saboreó las galletitas y permaneció callado. La regenta le miró de arriba abajo. Con el chaleco ladeado y sin un botón, las migas por toda la camisa y los pantalones mal cortados y algo pesqueros, aquel hombre parecía un vulgar vendedor de sábanas de Portugal. Los dos cruzaron las miradas y el presidente se enderezó un poco en la silla.

—Majestad, he venido lo antes posible —dijo haciendo una ligera inclinación. Los botones del chaleco se tensaron y pudo verse la camisa blanca, con un tono amarillento por los numerosos lavados.

—Señor presidente, la situación es insostenible. Estamos al borde de una guerra —el acento alemán de la regenta era seco, pero su voz aguda lo convertía en estridente.

—Tan sólo ha sido mala suerte. Ese maldito barco se ha hundido en el momento más inoportuno, pero no se preocupe traigo noticias de Washington —Sagasta volvió a apoyarse en el respaldo de la butaca y esperó a que la alemana se impacientara y le hincara su gélida mirada azul. En el fondo de su corazón seguía siendo un republicano convencido.

—¿Noticias de Washington? ¿Qué clase de noticias?

—El presidente McKinley no quiere la guerra.

—Y, ¿qué importa eso? Todo el mundo quiere la guerra. El embajador Duppey ha dimitido. Ese hombre no podía estar callado, tenía que escribir una carta insultando al presidente de los Estados Unidos —la regenta parecía histérica.

—Otra contrariedad —contestó Sagasta sin apenas inmutarse. Dio un sorbo al té y se secó parsimoniosamente con una servilleta.

—Pero bueno, ¿usted nunca se pone nervioso? —preguntó la reina, después de dar un largo suspiro.

—Tengo noticias de Washington. Quieren que uno de nuestros hombres y uno de sus agentes colaboren para esclarecer la verdad. Ya he dado orden de que designen al oficial más competente que haya en Cuba.

—¿Cree que dos hombres pueden evitar una guerra? —señaló la regenta visiblemente escéptica.

—Son nuestra única esperanza, Majestad.

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