Conspiración Maine (10 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

—La distancia es demasiado grande. Con dificultad se podría alcanzar a una persona al principio de la calle, pero a esa altura, es imposible —dijo Hércules dejando paso a Lincoln que ocupó su lugar.

—Hay una posibilidad —comentó Lincoln con la respiración agitada—. El tirador usó una mira telescópica.

—¿Una especie de prismáticos?

—Algo parecido. Con ese telescopio es fácil darle a un blanco a varios centenares de metros.

Hércules comenzó a revisar el suelo de madera que servía de plataforma, sin hacer mucho caso de los comentarios de su compañero. Cerca del arco abierto hacia el vacío de la plaza se podían ver tres colillas.

—Tres colillas de tabaco —dijo recogiendo una del suelo—. INCA. Esta marca es peruana.

—¿Qué? —preguntó Lincoln dándose la vuelta.

—Son peruanas. Unas colillas peruanas, un rifle norteamericano. Pero no hay ni rastro del casquillo.

—Puede que las colillas no sean del tirador —apuntó Lincoln.

—No tienen aspecto de tener cincuenta años —comentó Hércules mientras blandía una de las colillas frente a la cara del norteamericano, después miró a Lincoln y le preguntó—. ¿No cree?

—Posiblemente eran dos hombres. Un peruano y un norteamericano —dijo Lincoln apartando la mirada.

—¿Dos hombres en tan poco espacio? No creo, sólo se estorbarían. ¿El gobierno de los Estados Unidos vendió algún tipo de armas a Perú? —preguntó el español, escrutando la cara del norteamericano, pero éste no hizo el más mínimo gesto.

—Lo desconozco, pero puede que llegara alguna partida de armas en la guerra entre Perú y Chile de 1879. Es probable que fueran fusiles Winchester del 1873.

—Y, ¿qué puede hacer un peruano metido en todo esto? Suponiendo que sea peruano.

—En Lima hay muchos simpatizantes de la causa cubana. Bueno, en toda América los hay, pero en Perú especialmente.

—¿Por qué dice eso?

—En 1887 el general revolucionario Máximo Gómez visitó la capital del Perú y consiguió muchos partidarios.

—¿Cómo es posible que sepa tanto sobre los revolucionarios cubanos? —preguntó Hércules sin disimular su sorpresa.

—Es parte de mi trabajo. Tengo contactos con revolucionarios cubanos desde hace tiempo.

El gesto de Lincoln se endureció. Se sentía cuestionado por aquel borracho orgulloso. Hércules notó el enfado de su compañero y le hincó su mirada.

—Estupendo. Los Estados Unidos nos envían un agente que ha mantenido relación con los revolucionarios cubanos —dijo Hércules con cara de desprecio.

—Precisamente esto me capacita para la misión. No se preocupe, mis órdenes son colaborar con usted y llegar a la verdad sobre todo este asunto —dijo Lincoln pronunciando las últimas palabras muy despacio, como si quisiera que el español le entendiera bien.

—Entonces tendremos que buscar un peruano en La Habana. ¿No le parece? —contestó sonriente Hércules. Intentando disminuir la tensión en el ambiente.

—Por lo menos, a un aficionado al tabaco INCA que carga un Winchester —bromeó Lincoln, siguiendo el juego a su compañero.

—Será mejor que vayamos a nuestra cita con el capitán del
Maine
. Los dos hombres descendieron hasta la base de la torre. Empujaron el portón. En la capilla no había ni rastro del sacerdote. Salieron a la amplia plaza y se dirigieron al puerto entre la multitud.

Catedral de La Habana desde dónde se produjo el atentado contra Hércules y Lincoln

Madrid, 19 de Febrero.

El ajetreo de la calle comenzó a mezclarse con sus pensamientos y sin más dilación, el general Woodford se bajó del carruaje frente a la sede de presidencia, atendió unos asuntos y decidió pasear por las calles de la ciudad antes de volver a su trabajo en el consulado. Aquella mañana de febrero el frío había dado una tregua y el luminoso cielo de Madrid invitaba a perderse entre los viejos edificios del centro. La ciudad era pequeña y algo provinciana, pero entre las vetustas casas se empezaban a abrir avenidas al gusto francés. El paseo del Prado era una excepción en el laberinto de callejuelas infectas de la almendra de la ciudad. Árboles, fuentes majestuosas que le recordaban las avenidas amplias de Washington. Caminaba solo. El servicio de seguridad de la embajada había insistido en que llevara escolta. Madrid estaba infectado de ladronzuelos, anarquistas y todo tipo de indeseables, pero para el general todo eso eran minucias. A pesar de su paso tranquilo, llevaba unos días observando que le seguían, se sentía vigilado. Al principio pensó que Young, su secretario, desoyendo sus órdenes había enviado un par de agentes para seguirle, pero si de algo estaba seguro, era de que aquellos tipos no tenían pinta de agentes del servicio secreto. Uno de ellos era alto con cara de bruto y facciones mestizas, el otro, menudo, delgado con una larga cicatriz en la cara.

El general se detuvo frente a la estación de Atocha. La estructura de hierro rompía con las monótonas construcciones de ladrillo de la plaza. Aquellos dos hombres se aproximaban demasiado, se dijo mientras se acercaba a las calesas de la estación. Tomó el primer carruaje y salió de la plaza hacia la embajada. Al pasar a la altura de sus perseguidores se cruzaron sus miradas, pero los individuos se dieron la vuelta y se alejaron. El hombre menudo sacó del chaleco un dorado reloj de bolsillo. Miró la hora y lo cerró de nuevo. En la tapa, un escudo y un nombre podían leerse claramente. Christophorus Colonus.

Capítulo 9

La Habana, 19 de Febrero.

Las aguas turbias del puerto se movían ligeramente por el viento que entraba en la bahía. Sigsbee levantó la mirada y contempló de nuevo los restos de su barco hundido. Miró el reloj y masculló una maldición. Los hombres que debían venir a entrevistarle llevaban más de media hora de retraso. Recuperó la calma y su mente volvió a recordar los últimos días, los interminables días que llevaba anclado en ese puerto pestilente.

La misión del
Maine
estaba rodeada de riesgos, —pensó el capitán al recibir las órdenes.

Sigsbee no se sentía bienvenido en la ciudad. Tenía que recibir a cubanos de la alta sociedad constantemente, poniendo en peligro la seguridad del barco y, por si esto fuera poco, el cónsul Lee se pasaba las horas muertas a bordo hablando de la necesidad de una intervención armada. Además, el capitán llevaba tanto tiempo navegando, que anhelaba regresar a su casa y vivir los últimos años que le quedaban junto a su esposa.

Cuando no había visitas oficiales Sigsbee pasaba muchas horas en su camarote escribiendo cartas, redactando informes sobre las defensas de La Habana o leyendo libros de la biblioteca del barco. En cambio, los oficiales a su mando disfrutaban de las fiestas en la ciudad y de la compañía de las jóvenes casaderas de la zona. Él prefería imaginar cómo iba a ser su tranquila vida en Albany, donde pensaba residir tras su jubilación.

Llegada del Maine a La Habana el 25 de Enero de 1898. Algunos interpretaron esta acción como una declaración de guerra.

Sigsbee, marinero de vocación, estudió en la Academia Naval, pero su experiencia en la Guerra Civil, los bombardeos a las ciudades del sur y, sobre todo, la batalla de
Mobile Bay
, le quitaron la ilusión por navegar. Llevaba casi dos años gobernando ese barco y la monotonía invadía cada uno de los actos del día.

Por eso, cuando aquella noche regresó al camarote notó algo extraño. No sabía lo que era, pero percibía que alguien había estado allí. Miró todos los rincones, pero no faltaba nada. En la Marina nadie se arriesgaba a un consejo de guerra por algunas baratijas. Él no llevaba nada valioso. Tan sólo unas medalla de su participación en la guerra, pero eran dos piezas redondas bañadas en oro sin mucho valor. Después de examinar concienzudamente el camarote, se tumbó en el catre con el uniforme puesto, riéndose de las manías de viejo que empezaban a rondar su cabeza. Entonces notó un pequeño pinchazo en la espalda. Buscó entre las sábanas y apareció un pequeño alfiler de corbata. Cogió las gafas de la mesita auxiliar y lo examinó a la luz de la lámpara. Un pequeño escudo con las letras
K
y
C
y tres símbolos: una paloma, una cruz y un globo terráqueo.

Al principio no dio mucha importancia a ese incidente, pensó que alguno de los ayudantes, mientras arreglaba el cuarto, habría perdido el símbolo de alguna universidad, fraternidad o cualquier club estudiantil. Unos días después volvió a ver ese escudo en la corbata de uno de los visitantes cubanos que subieron al barco. Cuando preguntó a éste el significado del mismo, el cubano, con claros gestos de contrariedad, no quiso dar explicaciones y abandonó el barco, poco después.

A Sigsbee le dio por pensar que aquel símbolo tendría algún origen cubano, pero entre los miembros de la tripulación no se encontraba ningún soldado de familia cubana, por lo que el capitán Sigsbee no logró encontrar relación entre los dos símbolos. Tras el hundimiento del barco perdió el interés por aquel misterio y lo echó en el olvido. Casualmente, aquel pequeño símbolo fue una de las pocas cosas que el capitán del
Maine
salvó de sus pertenencias aquella terrible noche.

La Habana, 19 de Febrero.

Hércules y Lincoln llegaron al
Alfonso XII
poco antes del mediodía. La barcaza que los iba a acercar al buque estaba anclada en el embarcadero en ese mismo instante. En su interior había una señorita que no pasó desapercibida a la pareja de investigadores. Los dos hombres recordaban haberla visto en el salón del hotel Inglaterra mientras desayunaban. El aspecto norteamericano de la joven y la pequeña libreta que siempre llevaba a cuestas no dejaban lugar a dudas, se trataba de la reportera de algún periódico de los Estados Unidos que buscaba carne fresca para vender más ejemplares de su rotativa.

Hércules tomó su sombrero con la mano izquierda saludando a la mujer, mientras extendía la mano derecha para ayudarla a salir de la barcaza. La periodista no aceptó la mano extendida y con gran agilidad pisó tierra firme. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos, pero acto seguido Lincoln entró en el bote y llamó a su compañero.

En unos minutos estaban en la cubierta del barco. El capitán Sigsbee los esperaba recostado sobre una baranda; desde el primer día no perdía detalle de los trabajos de la comisión española que rodeaba su desgraciado barco, algo le impedía alejarse de allí.

—Capitán Sigsbee, George Lincoln, agente especial del gobierno. Me gustaría hacerle unas preguntas —dijo Lincoln aséptico.

El capitán del
Maine
se ajustó las gafas que llevaba en la frente para poder mirar por los prismáticos y observó detenidamente al agente americano. Después desvió la vista hasta Hércules, que muy serio permanecía un paso por detrás de su compañero.

—No entiendo. ¿Ustedes forman parte de la comisión de la Armada? No esperaba que llegaran hasta dentro de unos días —dijo Sigsbee sin mucha convicción, ya que, hasta lo que él sabía, no había ningún oficial negro en la Marina de los Estados Unidos.

—No, señor. Somos agentes comisionados por el presidente McKinley —dijo Lincoln extendiendo la orden de puño y letra del presidente—. ¿Podemos hacerle unas preguntas?

Sigsbee leyó atentamente la carta mientras con la mano izquierda mesaba su gran mostacho entre rubio y cano. Después, levantó la vista y devolvió la carta a Lincoln.

—Comprendo. Ustedes dirán —dijo cruzándose de brazos.

—¿Le importaría hablar en español? Mi compañero es un representante del presidente Sagasta —comentó Lincoln. No había terminado de pronunciar las últimas palabras cuando el gesto adusto del capitán se tornó en abierta antipatía.

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