Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
La Habana, 23 de Febrero.
Desde la popa se veían con claridad los restos del barco. Le gustaba estar allí por las mañanas, mirando el trabajo de los buzos y ordenando sus ideas. Tenía ganas de terminar el trabajo y regresar a casa. Llevaba en La Habana dos días, pero cada vez le costaba más mantener unido al grupo y controlar al embajador Lee. La última jugarreta del cónsul había sido enviar un telegrama a la capital, pero cabía esperar cualquier cosa de un hombre como aquél.
—Capitán Sampson, ya está el jefe de buzos en la sala —dijo un marinero. Sampson echó un último vistazo al
Maine
, observó la bahía y arrojó el cigarro al agua.
—Gracias marinero.
Después, Sampson se enderezó y colocándose el cuello de la chaqueta se dirigió hacia el interior. En la mesa estaban sentados el capitán Chadwick, Potter, Marix y Powelson. El presidente de la comisión saludó a los miembros y se sentó en la silla.
—Señor Powelson, espero que nos proporcione alguna información valiosa —dijo Sampson con brusquedad.
—Señor, hemos realizado algunos avances. La explosión se produjo justo delante de la segunda chimenea —comentó el oficial señalando un plano del barco. Parte de la cubierta de proa fue arrojada hacia arriba para caer después sobre sí misma. Por eso, nos hemos encontrado los accesorios de esta sección boca abajo; un cañón de proa y la torre de proa. En el lado de babor el revestimiento acorazado ha desaparecido. Aun así la proa y la popa permanecen unidas en un punto pequeño de la quilla.
—¿Algo más, oficial?
—Sí, señor. Lo más extraño de todo es lo que pasa a la altura de la cuaderna 18. En el
Maine
, las cuadernas están separadas a un metro de distancia. Contando desde la proa a la popa, la cuaderna 18 está al revés, formando una V invertida.
—Señor Powelson, ¿puede la sola explosión de los paños haber causado ese daño tan peculiar en la quilla? Dicho más claramente, ¿pudo una mina colocada en la cuaderna 18 haber explosionado los paños? —preguntó el presidente. El alférez Powelson se quedó mudo. No sabía qué responder.
—Claro que sí —dijo Potter. Esos malditos españoles pusieron una o dos minas y nosotros seguimos discutiendo mientras ellos se preparan para la guerra.
—Capitán Potter, no he pedido su opinión. Deje que los especialistas hablen y aclaren el caso —dijo Sampson mientras le hincaba la mirada.
—Lo sé, pero es la opinión de todo el mundo. Nadie duda que fue un atentado. ¿No lee los periódicos?
—Nosotros no basamos nuestro criterio en opiniones subjetivas. Lo que necesitamos son hechos concretos, palpables, que se puedan presentar como pruebas irrefutables.
—¿Hechos? No son suficientes los hechos, más de doscientos marineros norteamericanos muertos, mejor dicho, asesinados.
—Por favor, no entorpezca la labor de la comisión con sus salidas de tono —dijo Sampson recuperando la calma.
—¿Por qué aceptó el informe de la Comisión española? ¿Por qué sigue insistiendo en que fue un accidente? —dijo Potter. Sus preguntas parecían una acusación.
El capitán Sampson se puso en pie y, sin dirigir la mirada a Potter, levantó la sesión.
Helen se dirigió a la oficina de telégrafos. Caminaba deprisa, demasiado deprisa para los habitantes de la isla, que se tomaban la vida menos en serio que la norteamericana. Cuando salía de «La Casa de doña Clotilde» notaba un rubor que le cubría la cara. Miraba a ambos lados de la calle y aceleraba el paso, alegrándose de dejar atrás el burdel. A la periodista le costaba mantener la mirada cuando en los pasillos se cruzaba con alguna de las chicas. Debajo de sus ojos pintados y sus labios rojos, veía a jóvenes como ella y eso le aterraba. Era más sencillo imaginar que aquellas mujeres eran monstruos inmorales, pero en su fuero interno reconocía que tan sólo se trataba de muchachas pobres que desde muy pequeñas habían tenido que subsistir entregando lo único que poseían, su cuerpo.
Lo que le parecía del todo inadmisible era la actitud de Hércules. El español se movía en esos ambientes como pez en el agua. Bromeaba con las chicas, besaba a doña Clotilde como a una madre y paseaba por aquella casa como si fuese su hogar. Helen creía que el tipo de hombres que visitaban aquellos lugares no se parecían a su compañero. Inteligente, atractivo y valiente. En muchas ocasiones le recordaba a su padre. La forma de sonreír, la seguridad en sí mismo y su preocupación por todos. Algunas veces, sus miradas se cruzaban y ella, como una tonta, se ruborizaba, notando un cosquilleo en la tripa que hasta ese momento nunca había experimentado.
En la oficina de telégrafos el operario descansaba en la trastienda. Helen carraspeó, pero el individuo hizo caso omiso. Golpeó la campanilla con fuerza, pero no emitió sonido alguno. Seguía sin acostumbrase a la galbana isleña. Palmeó el mostrador con suavidad y, perdiendo la paciencia, con fuerza.
—Ya va. Tanta prisa. ¿Quiere apagar algún incendio? —comentó el hombre levantándose de la mecedora del fondo de la oficina. Helen miró al hombre con el ceño fruncido y le extendió un papelito.
—Por favor, mande esto lo antes posible.
—Sí, señorita.
Helen se apartó del mostrador y se sentó en uno de los bancos de madera de la oficina. No podía dejar de pensar en Hércules. No se parecía a ningún hombre que hubiera conocido, aunque no sabía si eso era bueno o malo. Abrió el periódico e intentó apartar esas ideas de su mente.
León la vio entrar en la oficina de telégrafos. Sin duda era ella, pensó el repasar mentalmente la foto. Tan sólo la había visto una vez. Recordaba, cómo aquella mañana, en la iglesia del puerto, ella atravesó el cordón policial y pasó un tiempo dentro. Tal vez una media hora. Él sabía perfectamente que había visto la periodista. El cadáver del padre Pophoski. Un sacerdote que había perdido la fe y propagaba el comunismo.
La plaza estaba repleta de gente. Después de varios días de calor la lluvia de la tarde anterior había aliviado el bochorno y aquella mañana, brillante y luminosa, todo el mundo quería aprovechar el fresco. León se sentía perdido en medio de la deslumbrante luz y color del Caribe. Casi echaba de menos las sucias calles del puerto de Nueva York y la mugrienta barriada de Chicago donde había jugado de niño.
Mientras esperaba apoyado en un poyete del parque, recordó cómo había cambiado su vida en los últimos tiempos. Nadie le hubiese reconocido en Nueva York vestido con un vaporoso traje color hueso y un sombrero de paja, parecía un señorito; uno de esos hombres de Wall Street.
La periodista tardaba demasiado, pensó mientras se quitaba el sombrero y se pasaba la mano por el pelo negro. Dudó en entrar o seguir esperando fuera. No creía que ella hubiese reparado en él. Tan sólo se habían cruzado en frente de la iglesia y desde aquel día, aunque la seguía, se había asegurado de que ella no le viera a él.
León se colocó el sombrero y caminó hacia la oficina de telégrafos. En la puerta se dio de bruces con la mujer. Le clavó sus ojos verdes, pero Helen miraba hacia el suelo como ausente. La mujer caminó despistada por las calles más céntricas hacia el puerto y él comenzó a seguirla a corta distancia. Estaba tan cerca, que extendiendo el brazo hubiera podido apretar su cuello blanco y alargado antes de que ella pudiera reaccionar.
La periodista tomó por una de las estrechas callejuelas que desembocaban en las proximidades de la bahía. Después, miró a un lado y a otro y se introdujo en un edificio destartalado. León se detuvo frente a la puerta y miró hacia arriba. Ya conocía el escondite de Helen Hamilton. Tan sólo quedaba esperar el momento propicio.
Madrid, 23 de Febrero.
Los dos hombres entraron en el café. A pesar de ser más de las doce de la noche todas las mesas estaban repletas. El bullicio llenaba el gran salón y el humo de los cigarrillos revoloteaba entre las lámparas. Pablo Iglesias tenía una mesa reservada en una de las partes más tranquilas del local. Se dirigieron allí y esperaron que el camarero viniera a atenderlos.
—Pablo, hay que reconocer que en Madrid eres el amo —dijo Miguel sonriendo.
—No lo sabes bien. Desde que fundamos el sindicato, los camareros de Madrid me adoran —contestó Pablo dejando el sombrero sobre un perchero—. La primera marcha obrera, la del 87, fue un éxito. Desde entonces Sagasta nos toma más en serio.
—Y, ¿qué opina de la posición del partido con todo el asunto de Cuba?
—Sagasta tampoco sabe qué hacer con Cuba —bromeó Pablo—. Cánovas lió todo el asunto enviando a ese mal bicho, Weyler. Pero la verdad es que estaba mejor en Cuba. Desde que regresó a España no hace más que acosar a todos los sindicatos. El majadero cree que todos somos anarquistas.
—Los militares no entienden de sutilezas —apuntó Miguel.
—Un día de éstos uno de ellos se levantará y nos dirá en la cara: viva la muerte, muera la inteligencia. A propósito, este año nos presentamos a las elecciones. El señor presidente está que trina. Mi candidatura es por Bilbao.
—Mi tierra. Pero no creo que podáis haceros con un diputado en Cortes.
—Esto es sólo el principio —dijo Pablo.
El camarero se acercó y los dos hombres pidieron algo de comer. Unamuno había cogido el tren esa misma mañana y todavía no había probado bocado; Pablo Iglesias había tomado un almuerzo ligero y después había dedicado la tarde a leer en la biblioteca del Ateneo. A muchos de los socios no les gustaba verle por allí, pero con el tiempo se habían acostumbrado a su presencia.
—¿Quién es el embajador de los Estados Unidos en la actualidad? —preguntó Miguel.
—El verano pasado vino un nuevo embajador, el general Woodford.
—El general Woodford. Y, ¿dónde cae el consulado?
—¿Vas a pedir asilo político a los
yanquis
? —preguntó Pablo con su mejor sonrisa.
—No, pero tengo que ver al cónsul.
—Si quieres, mañana mismo te llevo a la embajada. Pero esta noche brindemos.
—¿Por qué?
—Te parece poco. Dos grandes amigos sentados frente a una suculenta cena. ¿Qué más se puede desear?
Unamuno recordó a Ganivet y el mes que pasaron juntos en Madrid. Durante años estuvieron sin relacionarse, pero justo el año anterior comenzaron a cruzar de nuevo correspondencia. Incluso colaboraban los dos con el periódico
El Defensor de Granada
, donde publicaban cartas sobre España. Le vino a la mente una de las últimas frases que el granadino le escribió: «El hombre es el más misterioso y más desconcertante de los objetos descubiertos por la ciencia».
La Habana, 24 de Febrero.
Trabajar por la noche y descansar por el día se estaba convirtiendo en una costumbre para Hércules y Lincoln. El español parecía encantado y se movía con más naturalidad a aquellas horas y en aquel ambiente decadente de la noche habanera que por el día. El norteamericano, en cambio, prefería actuar a la luz del sol, a partir de las nueve de la noche su cuerpo respondía con lentitud y su mente se embotaba, pero, como los burdeles están más animados por la noche, y ellos tenían que pasar desapercibidos, no quedaba otro remedio.
Ser cliente de un burdel, aunque fuera en misión oficial, no entraba en los principios de Lincoln. Su padre, aunque no le gustaba hablar de ello, había sido predicador itinerante por Indiana. Un día sí y otro también salían a pedradas de los pueblos, donde un reverendo negro que alborotara a los esclavos no era bien visto. Ahora Lincoln, rompiendo la tradición familiar, iba a visitar el tercer prostíbulo en menos de una semana, y esta vez como cliente.
La casa de las putas francesas no tenía nada que ver con el antro repugnante de Hernán y dejaba como un cobertizo a la «Casa de doña Clotilde». A aquel lugar no iban los marineros del puerto, los pescadores o los soldados. Aquello era un burdel de lujo.
En la puerta, dos hombres corpulentos vestidos con esmoquin guardaban la entrada. Lincoln pensó que no le dejarían pasar. Incluso en su país, en algunos estados, no era bien recibido según en qué ambientes. Pero traspasó la puerta al lado de Hércules sin que los dos gorilas se inmutaran.
El hall era espectacular. Luminoso, amplio con una gran lámpara de araña. Nada que ver con los oscuros antros donde se movían últimamente. Las mujeres no parecían putas. Vestían como damas; paseando del brazo de hombres mayores o tomando ponche junto a una gran mesa repleta de exquisitos manjares. En el gran salón una orquesta tocaba melodiosos valses y dos docenas de parejas revoloteaban sobre sus pies, girando sin parar. Algunas damas estaban sentadas en sillas esperando que alguien las sacase a bailar.
Lincoln se sentía aturdido, llegó a pensar que se habían equivocado y se habían colado sin querer en alguna de las fiestas de la alta sociedad. Pero Hércules continuó caminando, examinándolo todo y recogiendo una copa de champán de una de las bandejas de los camareros.
—Lincoln, haga el favor de relajarse. Está pálido, y en su caso no es ningún cumplido —dijo el español sonriendo. Después se acercó a una de las chicas y la sacó a bailar. Mientras Hércules daba vueltas alrededor de la pista, el norteamericano comenzaba a impacientarse. No habían ido allí para pasarlo bien. Tenían que cumplir una misión.
Hércules sonreía, bebía y a ratos hablaba al oído de la mujer. Cuando terminó el segundo baile, el español dejó su compañía y se acercó a Lincoln.
—Es usted un verdadero muermo —dijo dejando la copa de champán intacta sobre una mesa. Lincoln cruzado de brazos miró a Hércules y, sin poder contenerse, le increpó.