Conspiración Maine (43 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

En el campamento del general Máximo Gómez, 4 de Marzo.

Habían perdido la noción del tiempo. En mitad de la selva, apenas iluminados por las hogueras que se reflejaban en la lona de la tienda, los rostros se intuían. El
mambí
que había entrado de improviso apagó su vela y comenzó a relatarles la extraña muerte de José Martí, uno de los héroes de la revolución.

—Martí, nuestro padre, cayó con una bala española, pero el arma la cargó el diablo, el diablo de Máximo Gómez —dijo el
mambí
. Se quedó callado, como esperando que sus palabras calaran en la cabeza de los periodistas y continuó su historia—. José Martí no era un soldado, pero puso el alma a esta revolución. Las razones para el fracaso de la
Guerra de los diez años
y de la
Guerra Chiquita
fueron: la falta de organización y de dinero para comprar armas. Martí consiguió poner cara y ojos a nuestra causa. Sus palabras lo dicen todo: «
Mientras haya en América nación esclava, la libertad de todas las demás corre peligro
». El libertador Martí supo acercar a todos a nuestra causa. La guerra del 95 fue tan exitosa sólo por él. Mandó a Cuba hasta dieciséis expediciones desde los Estados Unidos. Mientras la estrella de Martí ascendía a lo más alto, la de Máximo Gómez comenzaba a apagarse. En abril de 1895, el general Máximo Gómez, José Martí y un grupo de revolucionarios desembarcaron en Cuba por el Oriente, en el cabo Maisí. Las cosas entre Martí y el general no marchaban bien. El primero le escribió una dura carta en octubre del año anterior que decía: «
Es mi determinación no contribuir un ápice por amor ciego a una idea en que se me está yendo la vida, o traer a mi tierra un régimen de despotismo personal, que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo que ahora soporta… Un pueblo no se funda, general, como se manda un campamento
». La estancia de Martí en Cuba no fue muy larga, el 19 de mayo del 1895, frente al río Contramaestre, en Dos Ríos, las cosas se iban a torcer.

Dos Ríos, 19 de Mayo de 1895

Después de un mes y medio huyendo de un lado para otro las fuerzas de los revolucionarios eran suficientemente fuertes para intentar un asalto25 en la zona Occidental. El periodista del Nueva York Herald, George Eugene Bryson tomó nota el 3 de mayo de la declaración conjunta de Martí y el general Gómez y abandonó a los revolucionarios para publicar la noticia en su periódico. La armonía precaria del mes de abril se tornó en enfrentamiento constante entre los dos hombres. El día 4 discutieron por la vida del bandolero Pilar Masabó. El general quería fusilarlo, pero Martí intercedió por él para que le dejaran unirse a los insurrectos. Fue inútil, Máximo Gómez mandó fusilarlo, poniendo en entredicho la autoridad moral de Martí. El 5 de mayo en la entrevista de los mambises, Maceo, Máximo Gómez y Martí discutieron sobre la organización de la revolución. Martí solicitó que se eligiera una asamblea de delegados, pero el general y Maceo apostaron por una junta militar.

José Martí se sentía prisionero dentro del campamento. En Guatemala era un líder reconocido por todos, podía organizar el dinero de los simpatizantes de la causa, enviar armas y planificar el futuro de la república, pero en mitad de la sierra era un mambí más, pero inexperto y vigilado por el general. Su autoridad era cuestionada y cada día que pasaba, la fatiga y el cansancio iban apoderándose de su frágil cuerpo. Únicamente la correspondencia le salvaba de la monótona carencia de la sierra. Lluvia, lluvia y más lluvia.

Aquel domingo, Martí despachó varias órdenes y escribió cartas a diferentes mandos. El general Gómez había salido con cincuenta hombres para atacar a las fuerzas españolas al mando de Sandoval, pero no las había logrado localizar. Enfurecido regresó al campamento. Poco después, un mambí informó que los españoles habían seguido su rastro. Entonces, Gómez ordenó de nuevo a sus hombres y salió para enfrentarse a sus enemigos, pero cuando Martí intentó coger su caballo para acompañarlos, el general le dijo:

—Señor Martí, su ayuda para la causa es más productiva detrás de las líneas. Su vida es demasiado valiosa para que la deje en el lecho del río.

—General, no he venido hasta Cuba para cruzarme de brazos mientras los cubanos vierten su sangre —contestó Martí, intentando de nuevo subir al caballo. El general le miró con el ceño fruncido y le retiró las riendas.

—Por favor, señor, cada uno debe ocupar su lugar. No me haga esto más difícil —dijo el general y mandó llamar a Ángel de la Guardia, un joven revolucionario—. Ángel, me lo guarda que no le pase nada.

—Sí, señor.

El general salió como un rayo a lomos de su cabalgadura y trescientos jinetes le siguieron lanzando gritos y levantando los fusiles, listos para enfrentarse a la batalla. Los tiros sonaban cercanos.

El coronel español, Jiménez de Sandoval, colocó a sus hombres cerca del río.

El flanco izquierdo protegido por unos barrancos de seis metros de altura, en el derecho un bosquecillo de jatias, tan espeso que les servía de un alto muro protector. Una cerca de alambre utilizada como parapeto protegía en el único flanco desde donde podían atacarle los mambises. Puso su infantería en primera línea y resguardó a la caballería. Después mandó una pequeña expedición que atrajera a los cubanos hasta la trampa mortal.

Gómez y su lugarteniente Masó cruzaron el río que marchaba muy crecido y llegaron a la otra orilla con los caballos agotados. Los españoles comenzaron a acribillarlos sin piedad. Algunos caballos cayeron muertos en medio de terribles berrinches, los mambises gritaban y tiraban de las riendas para controlar a los animales que asustados se apretaban entre sí, paralizados por el miedo. Masó gritó retirada y cada uno escapó por donde pudo. Cruzando el río, donde los cuerpos de algunas cabalgaduras arrastraban a las que querían vadear la corriente; otros, intentaron pasar delante de la batería de fusiles o lanzarse a los frondosos árboles para guarecerse.

Desde el campamento mambí el estruendo de las balas llenaba de incertidumbre a los hombres que guardaban a Martí. Éste, no pudiendo resistir la humillación de esperar en el campamento, se lanzó sobre su caballo y una docena de soldados y Ángel de la Guardia Bello le siguieron al galope. Vadeó el río y al llegar a la cima de un barranco se detuvo enfrente del fuego enemigo.

Un español vio al pequeño grupo de hombres y todos los fusiles apuntaron al nuevo objetivo. La tormenta de balas atravesó el río. Al lado del líder revolucionario cayó Ángel, empujado por su caballo herido. Los proyectiles pasaban sin rozar el cuerpo de Martí, que mirando a través de la lluvia a sus enemigos, levantó las manos y se lanzó hacia adelante, como si con su cuerpo pretendiese parar las balas y ahuyentar los malos presagios de los últimos días. Sintió un impacto en la pierna que estuvo a punto de tirarle del caballo, pero logró enderezarse en el último momento. Entonces, su pecho estalló por un nuevo impacto y por la boca empezó a salirle sangre. Mortalmente herido se mantuvo sobre el caballo mirando desafiante, hasta que una última bala le alcanzó a la altura de la mandíbula y su cuerpo cayó al suelo en medio de un gran charco de sangre.

Varios soldados se lanzaron a por su cuerpo. Martí, con los ojos abiertos vio sin ver el cielo negro de aquel día lluvioso. No murió cara al sol aquel día, como él mismo había vaticinado, porque el sol estaba demasiado triste para despedirse de él.

Su cuerpo fue expuesto durante varios días en la plaza de Santiago de Cuba y enterrado, más tarde, en un nicho anónimo.

Representación de la muerte de Martí en Dos Ríos.

Todos permanecieron en silencio. Algo sabían de la triste muerte del libertador Martí, pero nunca habían escuchado tan bellas palabras sobre los actos heroicos que convierten a los hombres en inmortales. Hércules rompió el silencio, comenzando a hablar muy bajo, como si fuera un sacrilegio para la memoria del mártir exponer algo aquella noche.

—Por lo que nos ha contado, Martí murió bajo fuego enemigo. ¿Por qué dice que lo mató el general Máximo Gómez?

—Hay muchas formas de matar a un hombre y la más cruel es intentar apagar su alma. Perdido en mitad de la nada de estas sierras, Martí fue extinguiendo el fuego que le animaba. Era prisionero de su propia revolución. Presintió el futuro y prefirió morir para dar su última ofrenda a Cuba. Su propia vida.

Retrato de José Martí, alma y mártir de la revolución cubana.

Capítulo 53

En algún lugar cerca de Mayarí, oriente de Cuba, 5 de Marzo de 1898.

Tras quitarles las vendas, cuando pudieron ver de nuevo la luz del día que les pinchaba los ojos y entre las imágenes borrosas, observaron grandes nubes de colores, supieron que estaban a salvo. Se tumbaron en el suelo con las mochilas colgadas a la espalda y permanecieron inmóviles, sin conocer dónde se encontraban, aunque el ruido del mar y su olor penetrante les decía que en algún lugar cerca de la costa. El general no había vuelto a recibirlos. Poco más podía añadir a sus palabras y, el hecho de que los dejara con vida era más que suficiente para que todos se sintieran aliviados.

Hércules fue el primero en levantarse, ayudó a Helen extendiendo el brazo y Lincoln y Churchill se pusieron en pie despacio, sin dejar por un instante de maldecir la sierra, los mosquitos, sus pies en carne viva y los arañazos que cubrían tres cuartas partes de su cuerpo.

No caminaron mucho hasta llegar a un pequeño pueblo de pescadores, llamado
Mayarí
. Al principio no vieron a nadie, únicamente un perro negro que les ladraba. Cuando llegaron al pequeño puerto, tan sólo una barca, con la pintura caída, las velas remendadas y la madera seca y agrietada estaba amarrada al tablado. Al lado, un viejo con una fina barba blanca, la piel arrugada en pliegues oscuros, fumaba sentado con una caña de pescar en la mano.

—Compadre, ¿cuál es este pueblo? —preguntó Hércules marcando el acento de oriente.

—¿Que no saben dónde están? —contestó sonriente el viejo—. Pues esto es Mayarí.

—¿Dónde podríamos conseguir un barco para La Habana? —preguntó Churchill, que no paraba de mirar al viejo.

—¿Un barco? ¿En Mayarí? Aquí no vienen barcos, señores.

Hércules hincó la mirada en Churchill para que se callara.

—¿Alguien podría acercarnos a La Habana? —preguntó Hércules.

—¿Y por qué querría alguien ir hasta allí? —contestó el viejo.

—¿Por dinero? —dijo Churchill sacando varios billetes de cinco dólares.

—Yo mismo compadre —dijo el viejo arrancando el dinero de manos del aristócrata, que señalando con el dedo preguntó—: Pero, ¿ése es su barco?

—Claro, mi velero ha dado varias vueltas a la isla, una vez lo llevé hasta Santo Domingo. Suban a bordo, que les transporto —acercó la barca al viejo embarcadero. Todos dudaron, pero Helen alzando los hombros subió en la barquichuela.

El trayecto de vuelta fue infernal. La barca era pequeña y el grupo estuvo apelotonado sin poder moverse durante casi diez horas. Ninguno probó bocado, el mar zarandeaba tanto el viejo cascarón, que todos tenían el estómago en la garganta. Cuando pisaron tierra firme en el puerto de La Habana, sufrían tales mareos, que parecía que la tierra seguía moviéndose bajo sus pies. La gente del puerto los observaba extrañada. Aquel grupo tan peculiar; una mujer en pantalones, un negro con bombín, un inglés de ojos salto25nes y un español con un traje de lino arrugado, saliendo de una barcucha de pescadores, no era un espectáculo que pudiera verse todos los días.

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