Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Cuando los marineros le vieron llegar sucio, con sus ropas raídas, y casi exhausto se lanzaron al agua y acercaron el bote hasta el barco. La noche empezaba a caer sobre la bahía y Colón, pálido como un fantasma, subió al barco abrazado por dos de sus hombres. Nadie se atrevió a preguntarle por los dos frailes. Algunos imaginaron, que atacados por algunos indígenas, los dos religiosos habían corrido peor suerte que el Almirante.
Desde su lecho, Colón ordenó que se alejaran lo antes posible de aquella montaña maldita. Sudando por la fiebre, pidió al único religioso que permanecía en el barco, que levantara ruegos y oraciones por la vida de los dos desgraciados frailes.
Una vez solo, acercó la vela y sacando de entre sus ropas el libro de San Francisco, releyó sus páginas. Durante sus numerosas meditaciones, nunca observó ningún tipo de advertencia para los que se acercaran al tesoro de Roma. ¿Qué había pasado por alto? Releyó fragmentos enteros, hasta que, casi sin esperanza de encontrar nada, miró la última página del libro.
Capítulo 49Nadie puede acercarse al Dios vivo sin estar limpio de pecado. En el lugar Santísimo, el Sumo Sacerdote, una vez al año, se acercaba al lugar tres veces santo para rociar con la sangre del cordero el Arca de la Alianza, pero antes de atravesar el velo, hacía sacrificio por sus propios pecados. Sólo el velo separa de la vida o de la muerte, si te acercas a Dios, límpiate en el agua, que purifica el alma, el aire y el mundo.
Baracoa, 1 de Marzo de 1898.
—No hay nada mejor en la ciudad. Hemos estado buscando todo el día, pero esta pequeña casa es todo lo que se alquilaba —respondió Helen a los dos agentes. Mientras, con la mirada fija, examinaba su lamentable aspecto. En un principio, la ropa raída, los arañazos por todo el cuerpo, el sudor mezclado con un polvo negro y viejo le preocuparon, pero lo que realmente la había asustado era la mirada perdida de sus compañeros. Estaba apagada, sin brillo, desgastada por una visión demasiado terrible.
—Está bien. Para una noche es más que suficiente. Mañana, antes del amanecer, saldremos para el campamento del general Máximo Gómez —dijo Hércules dejando su macuto sobre el suelo.
Churchill les hincó su incisiva mirada y torciendo la boca en esa característica mueca que llamaba sonrisa, los comenzó a interrogar.
—Mientras nosotros contactábamos con los hombres del general, buscábamos un lugar donde pasar la noche y algo de comida, ustedes se paseaban por la ciudad. ¿Se puede saber qué han hecho durante todo el día? Apestan a alcohol.
Lincoln se sacudió el traje lleno de polvo. El aristócrata inglés comenzó a toser y el agente norteamericano dándole la espalda miró al resto del grupo. Helen estuvo a punto de soltar una carcajada, pero con la mano ahogó su risa.
—Señor Churchill, le agradecemos que nos prestara el barco, que accediera a acompañarnos, pero, como comprenderá, no le concierne lo que hagamos o dejemos de hacer —respondió Hércules subiendo el tono de su voz—. Ahora, si no les importa, ¿podemos comer algo?
El grupo cenó en silencio. Churchill con la cara larga, apenas probó unas cucharadas y, disculpando su ausencia se levantó de la mesa, salió al porche y se encendió un puro. Aprovechando la ausencia del inglés, Helen comenzó a acribillarlos con preguntas. Hércules le explicó brevemente cómo habían encontrado la gruta, la gran nave en forma de iglesia y la sorpresa al hallar a los dos Caballeros de Colón asfixiados.
—¿Cómo supiste que en el sagrario había alguna sustancia venenosa? —preguntó Helen que escuchaba el relato con los ojos muy abiertos, con la cara apoyada en una mano y el cuerpo hacia delante.
—El mérito no es mío. Cuando nos acercamos al altar, intentaba recordar todas las instrucciones que me había dado el profesor Gordon, pero comencé a examinar los dos arcones grandes y se me olvidó una de sus advertencias más importantes. Al ver a los dos Caballeros de Colón muertos, las palabras del profesor me vinieron a la mente.
No olvides, que para acercarse a Dios hay que purificarse. Hay algo en el altar capaz de matar. Por lo que dice el libro de San Francisco, tiene que ver con el velo de Dios, el aire y el agua
. Y, al ver a los dos hombres amoratados y con la lengua fuera, simplemente até cabos.
—Menos mal —dijo Lincoln que no había dejado de comer. La salsa de la carne le chorreaba por la boca y mientras masticaba añadió—. Hoy me ha salvado la vida, Hércules, nunca pensé que tuviera que agradecerle nada, pero le debo un favor.
—No tiene que agradecerme nada, en los últimos días, usted me ha protegido a mí en varias ocasiones.
Helen continuó con su interrogatorio al lado de la chimenea. Parecía increíble, pero aquella casa a los pies de la sierra estaba en una zona fresca por la noche. Churchill pidió a uno de los porteadores que encendieran la chimenea y el calor se agradecía en aquel lugar húmedo e inhóspito. Hércules terminó de relatarle lo que encontraron, cómo escaparon de allí, pero Helen no logró sacarle qué era lo que le tenía tan turbado.
—Y ese cáliz. ¿No será el famoso Grial? —pregunto Helen.
—¿El qué? —dijo Lincoln acercando las manos al fuego—. No lo sé —contestó Hércules—. El profesor nos sacará de dudas cuando lleguemos a La Habana.
—Es que si fuese el Grial…
—Bueno Helen, será mejor que no especulemos. Espero que ustedes dos mantengan en secreto todo este asunto —dijo el español frunciendo el ceño.
—Pero Hércules, en el caso de tratarse del Santo Grial, los Caballeros de Colón estaban buscando un símbolo de la cristiandad que avivara a la decaída Iglesia de su letargo —comentó agitando los brazos.
—Mi deber es averiguar quién hundió el
Maine
, para poder encontrar a los asesinos de Juan…
—Pero —insistió Helen—. Esto puede estar relacionado con el
Maine
.
—No veo la relación —dijo Lincoln—. Los Caballeros de Colón facilitaron todos los medios para, una vez hundido el barco, poder crear una especie de cortina de humo que les permitiera buscar el Grial tranquilamente.
—No lo creo —afirmó Hércules. Se puso de pie y situándose frente a sus dos compañeros continuó diciendo—. En el libro de San Francisco, por lo que nos dijo el profesor, en ningún momento menciona el Santo Grial. Además, ¿qué podía suponer que un barco se hundiese? Ellos intentaron hacerse con el libro antes de que el
Maine
estuviera en La Habana. Me temo que este misterio tendrá que esperar. Ahora debemos centrarnos en la entrevista con el general Máximo Gómez.
Helen refunfuñó, pero sus facciones fueron relajándose a medida que Lincoln y Hércules comenzaron a contar detalles sobre la vida del general.
—Me imagino que sabéis que el general no es cubano. —Los dos norteamericanos asintieron—. Nació en Santo Domingo, allí sirvió en el ejército español y peleó en la guerra contra Haití. Sus ideas liberales y antiesclavistas le acercaron a la causa de los revolucionarios cubanos. Éstos enseguida reconocieron sus dotes como militar y ascendió de sargento a general en muy poco tiempo.
—Tengo entendido que no se llevaba muy bien con José Martí —dijo Lincoln.
—No tenían la misma visión de lo que significaba una Cuba libre —contestó Hércules—, pero los enemigos militares y políticos no le duran mucho al general.
—Todos mueren oportunamente —añadió el agente norteamericano.
—Insinuáis que el general se ha deshecho de sus rivales —dijo Helen sorprendida.
—No, tan sólo que todo el que se enfrenta al general termina muerto —respondió Lincoln—. Según algunos informes que pude leer, practica la brujería.
—En Cuba, querido Lincoln, la santería y el vudú están a la orden del día —comentó Hércules.
Helen sintió un escalofrío y se tapó los hombros con las manos. Hércules la miró despacio, recreándose en todo su cuerpo. La mujer parecía ausente, asaltada por pensamientos que la llevaban muy lejos de allí.
—Creo que es el momento de que os revele algo que he ocultado hasta hora —dijo la periodista y su voz sonó triste, como si lamentara tener que descubrir sus horribles pesadillas ante ellos.
Hubo unos segundos de silencio que a Helen le parecieron eternos. Las imágenes regresaron a su mente, como si para poder compartir con ellos todo, tuviera que revivirlo de nuevo. Después tomó fuerzas, intentó por tres veces hablar, pero era como si sus labios no le respondiesen. Al final, logró controlar los nervios y comenzó a decir:
—¿Os acordáis de lo que conté acerca de los Caballeros de Colón? —preguntó Helen.
Los dos hombres afirmaron con la cabeza.
—Omití algunos detalles que mi estancia en Cuba ha terminado por confirmar.
Hércules cruzó los brazos y se apoyó en la pared, hacía días que esperaba que Helen se sincerara, pero en ese momento, después de un día tan agotador, le hubiera gustado no escuchar más historias escabrosas e incomprensibles. Cuando la mujer comenzó a hablar, intentó apartar de su mente las últimas horas.
—La muerte del padre Pophoski no fue la única que se produjo ese invierno en la ciudad. En total murieron otras cuatro personas. Dos de ellas eran sacerdotes católicos que se habían destacado por su ayuda a los obreros, los otros dos eran dos individuos cubanos.
—¿Dos cubanos? —preguntó Hércules.
—Exacto.
—¿Y qué tiene que ver con todo esto? —preguntó Lincoln.
—Aquellos hombres pertenecían a la Junta Revolucionaria Cubana de Nueva York.
—¿Por qué iban a eliminar los Caballeros de Colón a dos revolucionarios cubanos? —preguntó de nuevo Lincoln.
—Eso me pregunté yo. Los cinco hombres habían muerto de una manera similar, ritual, podemos decir.
—¿La Orden de los Caballeros practicó algún tipo de brujería con ellos? —dijo Hércules extrañado—. ¿Pensaba que se trataba de unos fanáticos religiosos que querían devolver a la Iglesia su antiguo esplendor?
—Seguí investigando y contacté con un hombre que decía tener información privilegiada sobre la orden. Quedé con él y sus declaraciones me dejaron muy impresionada.
Los dos agentes se aproximaron a ella, como si lo que estaba a punto de contar fuera tan importante que no querían perderse ninguna palabra.
—Me confesó que había pertenecido a la orden, prácticamente desde su fundación, pero que, en los últimos tiempos, unos elementos incontrolados se estaban haciendo con la mayoría de los cargos. Casi todos los miembros del Consejo Supremo estaban copados por esta facción fanática. Especialmente el Caballero Segundo. Un tal Natás.
—Natás —comentó extrañado Lincoln.
—Sí. Después añadió que habían desviado fondos para la Junta Revolucionaria de Cuba y que estaban preparando algo gordo en La Habana, algo que podía causar una guerra.
—¡El
Maine
! —exclamó Lincoln levantándose de la silla—. Eso confirma lo que nos dijeron los dos caballeros cuando los interrogamos. Pero negaron que ellos hubieran hundido el barco.
—El confidente no me dijo que los Caballeros de Colón fueran a hundir el barco, pero dejó bien claro que habían facilitado dinero a la Junta Revolucionaria Cubana de Nueva York —añadió Helen.
Hércules pensativo no dejaba de dar vueltas a todo lo que la periodista les contaba. Primero la insignia en el barco, en el camarote del capitán Segsbee, después la confesión de los Caballeros de Colón de que habían facilitado dinero e información a los revolucionarios cubanos y esto lo confirmaba aquel confidente de Helen.
—¿Por qué mataron a los sacerdotes y a los dos miembros del partido Revolucionario?
—A los tres sacerdotes, me temo que por causas debidas a su fanatismo, pero a los dos revolucionarios, porque descubrieron algo, tal vez el partido no sabía de dónde provenía el dinero y la información facilitados.
—Los Caballeros proveyeron los medios para hacer un atentado, pero no querían que nadie lo supiera, ya que esto podía suponer que los revolucionarios se echaran atrás —dijo Lincoln atando todos los flecos.
—Esos hombres lo descubrieron y murieron —completó Helen.
—Hay todavía dos cosas que no encajan —dijo Hércules poniéndose en medio—. ¿Qué interés tenían los Caballeros de Colón en provocar una guerra entre los Estados Unidos y España?
—¿Y la otra? —preguntó la periodista.
—Si los revolucionarios de La Habana niegan que fueron ellos, ¿qué revolucionarios pusieron las bombas?
—Máximo Gómez —dijo Lincoln.
—Eso es lo que tenemos que averiguar, si Máximo Gómez fue el que ordenó volar el
Maine
—dijo Helen afirmando con la cabeza.
—Pero deja sin resolver la primera cuestión —volvió a insistir el español.
—Por eso yo decía que los Caballeros de Colón querían tener entretenidas a todas las partes, mientras sacaban un fabuloso tesoro de la isla y uno de los símbolos más importantes de la cristiandad. El Grial —dijo Helen con la satisfacción del artista que da las últimas pinceladas a su obra.
—No podemos descartarlo —comentó Hércules—. Pero, puede que toda esa información sea la cortina de humo para despistarnos. ¿Quién era tu confidente?
—No me dijo su nombre, pero supe quién era más tarde. Cuando su foto apareció en los periódicos.
—¿En los periódicos? ¿Quién era? —preguntó el agente norteamericano.
—James E. Hayes.
—¿Quién?
—El tercer Caballero Supremo de la Orden de los Caballeros de Colón.