Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—¿Qué piensas? —preguntó impaciente Pablo.
—A partir de esta misma tarde, voy a ponerme en la puerta de la embajada y no me moveré de allí hasta que aparezca el embajador.
—Pero, si ni siquiera sabes cómo es.
—Todos los embajadores son iguales —bromeó Miguel, que se esforzaba por recuperar el buen humor.
—Iguales —contestó riéndose Pablo—. Eso nos gustaría a nosotros. No como ese estúpido de Duppuy, nuestro embajador en Washington, que se puso a insultar por carta al presidente McKinley.
—Ex embajador —dijo Miguel.
—Es verdad. En un momento tan crítico y no tenemos cónsul en Estados Unidos. No te preocupes Miguel, te acompañaré y haremos guardia los dos. Ya sabes que yo tengo la desgracia de conocer al señor Woodford.
Los dos hombres rieron y para matar el hambre pidieron un café con leche con unos buenos churros.
Cerca de su mesa dos tipos fumaban puros habanos. El más pequeño ojeaba
El Comercial de La Habana
, aunque de vez en cuando bajaba las hojas y seguía con la mirada la animada charla de Unamuno y Pablo Iglesias.
Cuando los españoles se levantaron, los otros dos hombres dejaron el local tras ellos. Al llegar frente a la entrada de la embajada se detuvieron a una prudente distancia y no perdieron de vista a los dos españoles durante toda la tarde.
La espera comenzaba a prolongarse demasiado, hasta que Pablo hizo un gesto a su amigo Miguel, advirtiéndole de que el embajador Woodford salía del edificio. Unamuno corrió torpemente los pocos metros que le separaban del cónsul y le cortó el paso. Woodford retrocedió algo asustado, pero cuando observó la inofensiva figura del español, recuperó la calma y le ofreció la mejor de sus sonrisas.
—Señor embajador. Disculpe que le asalte de esta manera y en plena calle. Me llamo Miguel de Unamuno. De diferentes maneras he intentado ponerme en contacto con usted, pero ha sido imposible —habló tan rápidamente que el embajador no entendió gran cosa. Su español se limitaba a unas pocas palabras y del atropellado discurso de su interlocutor, apenas había comprendido el nombre.
—Perdone —dijo Woodford—. Mi español es pequeño.
—Disculpe usted —dijo Unamuno azorado y sin saber qué hacer. Se dio la vuelta y llamó a Pablo, que negándose al principio, al final se acercó a la pareja.
—Pablo, tú chapurreas algo de inglés, ¿verdad? —dijo suplicante Unamuno.
—Algo.
La mirada del embajador se hincó en la cara del socialista y éste, evitando ser reconocido se caló algo más el sombrero.
—Puedes decirle que tengo un mensaje de Ángel Ganivet, un diplomático español que me dio una información referida a un posible atentado en…
—Despacio, Miguel. No puedo decir todo eso en un segundo.
Pablo le tradujo las palabras de Miguel y éste, finalmente, le entregó la carta. Woodford la recogió y sin mirarla se la guardó en el bolsillo. Los saludó levantándose el sombrero y, tal vez azorado por el increíble encuentro, volvió a entrar en la embajada.
Miguel y Pablo se alejaron con paso acelerado, como si hubieran hecho una travesura y temieran que alguien los castigara. Unamuno se sentía mejor, había llevado durante todos aquellos días una pesada carga. Pablo sonreía, mientras recordaba la cara del embajador.
—Bueno Miguel, me vas a decir ahora lo que ponía Ganivet en la carta.
—No puedo hablar de ello en mitad de la calle. Si quieres, esta noche en la cena hablaremos del tema. ¿Van a venir todos?
—Eso espero. Les dije que era tu última noche en Madrid.
—Bien.
—Aunque creo que deberíamos tomar algo caliente. Llevamos más de seis horas en la calle y mis huesos están congelados.
—Te vas haciendo mayor Pablo —dijo Miguel cuando atravesaban la Plaza Mayor. Muy cerca, sus dos perseguidores seguían sus pasos.
Woodford dio su abrigo y sombrero a la criada y todavía confundido subió las escaleras. No podía creer que su secretario personal le hubiera ocultado que un hombre tenía un mensaje importante que transmitirle. La única explicación que se le ocurría era que aquellos dos hombres le habían intentado engañar. Uno de ellos, el que le habló en inglés, era un comunista peligroso. Le recordaba porque unas semanas antes quiso hacerle una entrevista para uno de esos periodicuchos obreros.
El embajador fue directamente al despacho del secretario y una vez allí, desdobló la carta y la puso encima de la mesa. Young le miró extrañado y, obedeciendo a un gesto de su jefe, tomó el papel.
—Secretario, esto me lo ha entregado un individuo que afirma que usted le comunicó en repetidas ocasiones que yo no le podía recibir, porque estaba fuera de la ciudad. ¿Es eso cierto?
Young miró el papel y al embajador alternativamente. Levantó los hombros y con una sonrisa servil le dijo:
—Sí, señor embajador. Un hombre vino varias veces preguntando por usted. No le tomé muy en serio, parecía algo trastornado. Decía poseer para usted un mensaje de vital importancia. No me dijo más, me ofrecí a recibir ese mensaje, pero siempre se negó a dármelo.
—Pues a mí no ha dudado en entregármelo. Estaba con ese comunista español. ¿Cómo se llama?
—Pablo Iglesias.
—Ése. Menudo arrogante era el anarquista.
—Me temo que esto es una artimaña para acusar a nuestro gobierno.
—Pero lea la nota —dijo nerviosamente el embajador.
—Perdón —dijo el secretario. Acercó la nota ante sus ojos y comenzó a leer.
—Pero léala en alto —ordenó impaciente el general.
—Sí, disculpe. Una locura, ya le decía yo. Habla de una conspiración de una orden religiosa para hacer un atentado en Cuba. Valiente majadería, ¿no le parece?
—¿Una orden religiosa?
—Eso pone, señor embajador.
—Los comunistas siempre persiguiendo a los cristianos. ¿Es usted religioso, señor Young? —preguntó Woodford recuperando la calma.
—Sí, señor. Soy católico. Mis padres provenían de una larga tradición de católicos ingleses.
—Bueno, mejor católico que ateo. Destruya esa carta. No quiero ser el hazmerreír de la Secretaría de Estado.
—Como usted ordene, señor embajador.
Woodford salió cojeando del despacho. Siempre que le subía la tensión, la herida de la pierna derecha le dolía horriblemente. Decidió que dejaría su paseo para otro momento. Ahora tomaría la pipa, se sentaría en su sofá favorito y continuaría la lectura de su libro. Por unos segundos pasó por su cabeza la imagen de aquellos dos hombrecillos españoles. Creían que podían burlarse de un general de la república de los Estados Unidos de América, estaban equivocados. Dentro de poco regresaría a Washington y su estancia en Madrid sería como el recuerdo de un mal sueño.
Año de Nuestro Señor de 1020
Desde que mis ojos contemplaron por primera vez esta playa de arena blanca y aguas color turquesa, comprendí que Dios había elegido aquel lugar privilegiado para aposentar su mano.
La pequeña montaña cuadrada parecía un templo, como los que había visto en Roma. Nuestro Señor había creado con sus propios dedos aquel lugar, para convertirlo en una iglesia. Dentro de las entrañas de aquella mole de piedra, reposaría el corazón de la cristiandad. El tesoro más fabuloso de toda la historia. Mayor que las riquezas de Salomón, más bello que las iglesias de la Ciudad Eterna.
A pesar de que mis pobres hombres estaban extenuados por los casi dos meses de viaje, acogieron con entusiasmo la idea de levantar un altar dentro del corazón de piedra. En los otros dos barcos, la mayor parte de los tripulantes eran esclavos, lo que facilitó que los trabajos más pesados recayeran en ellos.
Durante dos largos años construimos la casa de Dios. Nos alimentamos de las ofrendas que los pueblos que habitaban la isla grande nos traían. Nos consideraban, cegados en su paganismo idólatra, dioses blancos. Por lo que cada día el maná del cielo vino a suplir nuestras necesidades.
Cuando la obra estuvo concluida, los monjes irlandeses que me habían acompañado en mis viajes bendijeron el templo y lo dedicaron a San Cristóbal. Después del oficio religioso, hundimos los dos barcos y, tras bautizar y confesar a todos los esclavos y los marineros de las dos embarcaciones romanas, fueron encerrados en una de las cavernas. Estando en paz con Dios, era mejor que murieran en su gracia. No podía dejar más de doscientos ojos y cien lenguas, para que descubrieran el lugar donde descansaba el tesoro de Roma.
El viaje de regreso estuvo repleto de peligros y malos presagios. Debíamos subir por la costa y encontrar los vientos que debían retornarnos al hogar, pero, a medida que marchábamos hacia el norte, el invierno se volvía más gélido y las tormentas nos zarandeaban. Me encomendé a todos los santos y con la ayuda de la Virgen Santísima, nos separamos de la costa con la esperanza de encontrar mar adentro vientos favorables.
Tras una semana sacudidos por la lluvia, sin comer y lamentado la muerte de los dos padres que cayeron al mar, el agua se calmó, como en la historia de Jonás. Navegamos con viento favorable y en otras dos semanas divisamos unas tierras extrañas. Después supimos que eran las tierras de Irlanda. Tras abastecernos, seguimos rumbo hasta nuestra amada isla.
Cuando mis envejecidos ojos contemplaron la hermosa tierra de Islandia, no pude contener las lágrimas. En tres años mi cuerpo había dejado paso a la vejez, los huesos apenas sostenían mi, en otra época, esbelta figura. Me llevaron en una silla entre dos hombres y al ver a mi amado hijo, nos abrazamos y dimos gracias al cielo por volver a reunirnos.
Mientras escribo estas letras desde mi celda en el convento, las imágenes de las tierras que estos cansados ojos azules han visto vuelven a mi memoria, pero sobre todas brilla la montaña cuadrada, donde reposa el mayor tesoro de la cristiandad.
Baracoa, Cuba, 28 de Febrero de 1898.
La luz parecía ahogarse en medio de aquella negrura. Los ojos de los dos agentes se esforzaban por percibir las toscas paredes de la gruta, pero varias veces se cortaron con los salientes de la roca y tropezaron en el suelo irregular. Caminaron durante más de una hora, en varias ocasiones dudaron del camino a seguir, pero Hércules recordó las palabras del profesor Gordon, en cada bifurcación eligió «la senda recta». Escuchaban ruidos espeluznantes a lo lejos, aunque imaginaban que tan sólo era el eco de sus propios pasos deformados por las oquedades de la gruta. Al llegar a una gran cavidad abovedada se detuvieron y levantaron sus faroles, pero lo único que contemplaron sus ojos fue un gran arco labrado en la roca. Al atravesarlo entraron en una gran sala rectangular de paredes rectas. Al fondo se apreciaban unas luces, pero tan lejanas que parecían dos estrellas caídas en el infierno. A medida que seguían caminando, pequeños destellos devolvían con su reflejo la luz de los faroles.
Hércules se aproximó a una de las paredes y observó el metal cristalino que al reflejo de la luz brillaba. Parecía cuarzo. El aire estaba cargado y los pulmones trabajaban con dificultad. Se reunió con su compañero y cuando llegaron al final de la inmensa galería, vieron dos luces a punto de extinguirse. Enfrente, un altar sencillo labrado en la roca, en el suelo dos grandes arcones de piedra, uno a cada lado del altar. Al fondo un sagrario adornado con láminas de oro. Cuando subieron los tres escalones del altar y se acercaron a la pared, pudieron contemplar a dos hombres tendidos en el suelo con la cara amoratada y las manos estrangulando su propio cuello. Hércules y Lincoln cruzaron las miradas. Vieron el sagrario abierto y Lincoln se aproximó para escrutar lo que había en su interior. El español observó los dos cuerpos de nuevo y antes de que el norteamericano se acercara más le detuvo aferrando su brazo.
—¡No, Lincoln! —le gritó.
—¿Qué? —preguntó el agente, al tiempo que se daba la vuelta.
—Toma, ponte esto en la cara, dijo humedeciendo un viejo trapo con la cantimplora. Lincoln se colocó el trapo y acercando el farol iluminó su interior. Se quedó mudo, miró a Hércules, que colocándose otro trapo terminó de abrir el sagrario. En medio de la luz brilló un cáliz de plata, de formas sencillas. Junto a él se encontraba un pequeño cetro de oro, un globo de oro macizo y una pequeña corona de laurel. Cruzaron sus miradas y con mucho cuidado introdujeron todos los objetos en una de sus mochilas. Después se dirigieron a los arcones. Eran tan altos que tuvieron que ponerse de puntillas para poder mirar en su interior. Estaban llenos hasta el mismo borde de todo tipo de monedas de oro, piedras preciosas y joyas.
Frente a las costas de la isla La Juana, 27 de Octubre de 1492.
El Almirante avanzó por la amplia sala, a cada lado, los dos frailes pronunciaban una letanía que amplificada por la galería llenaba todo el espacio de una musicalidad estridente. Frente al altar se persignaron con una rodilla en tierra. Subieron los escalones y observaron los dos grandes cofres de piedra de los lados y el sagrario de oro del fondo. Los frailes se acercaron al sagrario y lo abrieron. Cristóbal Colón estaba intentando mirar el contenido de los cofres, cuando escuchó los gemidos de los dos frailes que aferrándose al cuello se retorcían en el suelo. Los contempló mientras empezaban a echar espuma por la boca en medio de terribles convulsiones. Aterrorizado, recogió un puñado de monedas del cofre, en la otra mano tomó la antorcha y corrió hacia el fondo de la galería.
Durante media hora continuó su huida por los túneles. Varias veces se cayó de bruces, aferrado a la antorcha, la única que le garantizaba la posibilidad de salir de allí vivo. Interiormente no dejaba de repetir oraciones y promesas a todos los santos. Magullado y sin aliento, alcanzó la salida, volvió a colocar y disimular la entrada y apoyado en la cruz de parra caminó hasta la cima de la montaña. Temblando todavía, la hincó en el suelo, y dolorido, marchó hasta el bote.