Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Algún lugar en las sierras que rodean a Baracoa, 2 de Marzo de 1898.
Antes de que el sol saliera, en mitad de una niebla densa y fría, el grupo de supuestos periodistas salió de la casucha que les había servido de refugio rumbo a lo desconocido. Eran conscientes de que ésa podía ser la última vez que vieran una cama, tomaran algo caliente y tuvieran un techo donde guarecerse, en los próximos días. Hércules se tomaba la excursión con humor. Intentaba imaginar a Helen moviéndose por aquella selva con su falda, su sombrerito de paja y esas botas que le llegaban casi hasta la rodilla. Pero cuando la vio salir de la choza se llevó una sorpresa. La periodista llevaba un pantalón bombacho, una camisa y un sombrero que le quedaba un poco grande. Con el pelo recogido y la mochila al hombro, parecía un muchacho delgaducho; un hermoso muchacho, por supuesto.
Caminar en mitad de la sierra puede parecer una aventura romántica, pero tras seis horas de marcha sin descanso, el cuerpo empieza a sudar por cada poro y parece que no llega suficiente aire a los pulmones. La periodista no se quejó ni una sola vez en toda la jornada, pero Churchill y Lincoln no hacían más que resoplar, pararse para apoyarse en algún árbol y secarse el sudor o echar un trago a la cantimplora. Sólo gracias a que en último lugar iba uno de los guías, ninguno de los rezagados se perdió.
Mambises era el nombre con el que se conocía a los revolucionarios cubanos.
Hércules y Lincoln, para no levantar sospechas entre los revolucionarios, habían cambiado sus nombres por los de: John Fox y Abraham Washington. El español temía que los revolucionarios cubanos de La Habana hubiesen informado de sus investigaciones sobre el
Maine
. Cuando pararon para comer algo, Hércules se dio cuenta por primera vez de que no eran un grupo de periodistas que iban libremente a hablar con el general Máximo Gómez, desde ese momento eran prisioneros que podían ser asesinados y arrojados a alguna cuneta de alguno de los senderos perdidos en mitad de la sierra.
El último tramo del viaje tuvieron que hacerlo con una venda en los ojos. Aquella medida era del todo inútil, ya que estaban tan desorientados como si la hubieran llevado desde el principio. La marcha se hizo muy lenta. A cada paso, los guías tenían que levantar a alguno de los periodistas. Churchill se quejó varias veces, y anunció a los indiferentes
mambises
que presentaría una queja ante su excelencia el general Máximo Gómez.
Cuando todos empezaban a pensar que su inexperiencia los había traicionado y que aquel era un grupo de bandidos que les terminaría por robar y matar en mitad de la selva, llegaron al campamento del general.
Al destaparles los ojos pudieron contemplar que la oscuridad que los había acompañado durante el último trayecto había invadido ya toda la selva. Únicamente algunas fogatas encendidas esbozaban los rostros de los revolucionarios, que con los ojos cansados de guerra los contemplaban como si de un grupo de feriantes se tratara.
Helen había imaginado el acuartelamiento como los del ejército de los Estados Unidos, pero aquello parecía más bien un campamento gitano. Hombres desarrapados y medio desnudos, niños con los mocos colgando que jugaban a lanzar palos a las fogatas y mujeres, la mayoría negras, que hacían la comida o cosían pegadas al fuego.
Algunos caballos relincharon y se unieron al susurro de las hojas mecidas por el viento. Ni una sola voz en todo el campamento. Los ruidosos cubanos parecían mudos aquella noche.
En el centro del acantonamiento estaba en pie la única tienda que podía considerarse como tal. No era muy grande, pero lo suficiente para mantenerse erguido una vez en el interior. En la entrada dos hombres jóvenes hacían la guardia. Estaban firmes, con el rifle hincado en tierra en una mano y la otra pegada al cuerpo. A la periodista le sorprendió tanta disciplina en medio de aquella anarquía.
Uno de los guías habló algo al guardia de la derecha, que ágilmente entró en la tienda, para salir unos segundos más tarde. Descorrió un poco la tela de la entrada e hizo un gesto para que pasaran.
Churchill se adelantó bruscamente y se colocó el primero. Hércules y Lincoln cedieron el paso a Helen. Una vez dentro pudieron contemplar la guarida del hombre más buscado de Cuba.
El general estaba sentado frente a una mesa de campaña plegable. Encima de ella había unos planos que enrolló rápidamente cuando el grupo entró. Dos faroles colgados eran la única luz de la tienda, pero suficiente para observar las comodidades del general. Una pequeña cama, un par de cofres y una alfombra que tapaba el suelo de tierra.
Máximo Gómez levantó su pequeña cabeza, los pómulos hundidos marcaban sus rasgos, pero su cara debió ser en otra época redonda y carnosa. Un gran mostacho blanco le ocultaba los labios y con sus ojos pequeños y penetrantes miró al grupo con cierta curiosidad. Al percatarse de la presencia de Helen, se puso en pie y le besó la mano haciendo una pequeña reverencia. Al resto del grupo les dio un apretón de manos, pero tan fuerte, que en el rostro de Churchill pudo verse un gesto de dolor.
—Caballeros, perdonen que no pueda ofrecerles más comodidades, pero la vida en la sierra es frugal —dijo el general levantando los brazos y mostrando la humilde tienda.
—Excelentísimo general —dijo Churchill mientras se apretaba una mano con la otra—. Permítame que levante una queja…
—¿Usted quién es? —preguntó refunfuñando el general.
—Soy Sir Winston Churchill, corresponsal del
Daily Graphic
—contestó el inglés con los ojos medio entornados.
—¿Ese periodicucho inglés que nos llama a los revolucionarios merienda de negros y república de ignorantes?
Churchill se quedó mudo y esbozó una sonrisa nerviosa, que a medida que la mirada del general le penetraba, se convirtió en una mueca hasta desaparecer de su rostro.
—Pero siéntense —dijo el general suavizando la voz. El asistente, que hasta ese momento había permanecido inmóvil al fondo de la tienda, acercó cuatro sillas plegables y los periodistas se acomodaron frente a su anfitrión—. El señor Churchill creo que trabaja para el
Daily Graphic
, pero ustedes no son ingleses, son norteamericanos.
—Efectivamente —contestó Helen—. Mi nombre es Helen Hamilton y soy corresponsal del
Globe
. Mis compañeros son Abraham Washington, del
Independent
y John Fox del
International
. —No conozco esas publicaciones—dijo el general escudriñando la cara de los periodistas.
—No es extraño. Nuestros periódicos son más bien locales, pero el asunto del
Maine
ha despertado el interés de nuestros lectores —respondió Helen.
—¿Sus amigos no saben español?
—No mucho, pero le entienden perfectamente —dijo Helen sacando una pequeña libreta.
—Ese desafortunado asunto del
Maine
tiene a toda la isla revuelta. Estamos en los últimos tiempos de esta guerra. Por fin Cuba recuperará su libertad —comentó el general.
—Sin duda, el desgraciado asunto —dijo incisivamente Helen y añadió—: ha servido para inclinar la balanza a su favor.
—Nosotros no necesitamos ayuda de los norteamericanos para ganar esta guerra. Tengo a más de 50.000 hombres bajo mis órdenes —gruñó el general.
Representación a caballo del general Antonio Maceo.
—Pero esos hombres necesitan fusiles —añadió Churchill que comenzaba a recuperar su natural arrogancia.
—Los
yanquis
nos cobran a precio de oro los fusiles viejos que ya no usa su ejército —se quejó el general.
—¿Y los cañones? ¿De dónde provienen? ¿Es verdad que desde los Estados Unidos han recibido fuertes sumas de dinero? —preguntó Churchill.
—Hemos conseguido más apoyo y ayuda de algunas repúblicas centroamericanas y de México, que de los Estados Unidos.
—Hace un año, general, usted podía pensar que tenía la situación controlada, pero desde que se han puesto en funcionamiento las
trochas
y se ha reconcentrado a la gente, han perdido todas las batallas. Tan sólo mantienen su preponderancia aquí, en el Oriente —dijo Helen con un castellano atropellado, impaciente por atosigar al general. Máximo Gómez sonrió a la mujer y con una profunda calma observó a sus invitados. Después, sus pequeños ojos oscuros comenzaron a brillar, avivados por la inteligente experiencia del militar.
—Los españoles tienen las ciudades más grandes, pero no se atreven a internarse en la sierra. Señores y señorita, la fruta está madura. Nuestra querida y vieja metrópoli está exhausta, sola y únicamente le queda la puntilla que termine con su lenta agonía. La puntilla es ese barco.
—Señor general —dijo Hércules. Helen le miró incrédula. Antes de salir de viaje habían acordado que ella sería la que haría las preguntas. No podían arriesgarse a que los revolucionarios descubrieran su engaño. El agente español ignoró los gestos de la periodista y continuó diciendo—. Ustedes eran los más interesados en propiciar una guerra, ¿sus hombres han tenido algo que ver en la voladura del
Maine
? Máximo Gómez se puso muy serio. Se atusó el bigote y levantó el puño amenazante. A mitad de camino se detuvo y recuperando de nuevo la calma, contestó al español: —Es una descortesía por su parte venir a la casa de alguien para insultarle.
—Perdone si le he ofendido. No pretendo acusar a nadie, lo que busco es la verdad. La destrucción del
Maine
aseguraba la participación de los Estados Unidos y esto, la victoria.
—¿Qué victoria? No queremos cambiar de amos, señor. Lo que desea el pueblo cubano es la libertad. Una libertad que perdure a través del tiempo y que podamos dejar en herencia a nuestros hijos. Mire, señor, esta tierra está fundada sobre la sangre de millones de esclavos que, con su sudor, han convertido este fértil suelo en la tierra más bella del mundo. Eso es lo que los norteamericanos no pueden entender. Hace un tiempito estuve en su amada nación. Su maravilloso sistema de libertades se basa en la pobreza de muchos y la riqueza de unos pocos. Poder votar, pero morirse de hambre no es el modelo de gobierno que deseamos para Cuba.
—Que no desea usted —puntualizó Helen—. ¿Es en eso, precisamente, en lo que discrepaba con el fallecido José Martí? Le acusaba de querer convertir Cuba en un cuartel militar.
El anciano se puso rojo y su voz comenzó a tornarse más áspera a medida que subía el tono.
—Señorita —dijo señalándola con el dedo índice—. El pueblo es todavía un niño. Algunos de nosotros intentamos que no cometa errores. Cuando los ciudadanos tengan la madurez suficiente, ésta será la democracia más igualitaria de la tierra.
—¿Por qué rehúye la pregunta, general? ¿Fueron ustedes los que hundieron el barco? —preguntó Hércules subiendo el tono de voz.
—No rehuyó ninguna pregunta. Lo digo muy claro. El ejército revolucionario cubano no quiere la intervención directa de los Estados Unidos. El ejército revolucionario cubano no ha hundido el
Maine
. Nuestros métodos no consisten en matar a personas inocentes, ni actuar por medio de métodos cobardes —bramó el general, que llegando a las últimas frases apenas aguantaba el resuello.