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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (19 page)

—No, pero hace una semana ocurrieron dos cosas muy extrañas. Fue la misma noche que lo de ese barco norteamericano —dijo el profesor, intentando recordar el nombre.

—¿Qué sucedió? —siguió preguntando Hércules.

—La primera fue una mera casualidad. Me encontraba en la biblioteca buscando el
Bellum Christianorum principum
, por eso estaba al fondo de la sala, en una esquina no muy visible donde se guardan todos los incunables. Dos profesores entraron mientras me esforzaba en coger el libro que, como siempre, estaba en la parte más alta de la estantería. Comenzaron a hablar y no pude evitar escuchar su conversación.

—¿De qué platicaron? —preguntó Lincoln.

—No escuché bien el principio de la conversación, pero al parecer habían sido convocados a una reunión clandestina. Uno de ellos ya había estado en otra de las reuniones e intentaba convencer a su compañero de que asistiera esa noche. Caballeros de Colón —dijo el profesor. La reunión era de la Orden de los Caballeros de Colón. No sabía que tuvieran miembros en Cuba.

Cuando terminó de hablar, su cara parecía preocupada. Las arrugas de la frente se ondulaban, formando varios surcos paralelos, como una muestra externa de sus pensamientos.

—¿Y eso fue la noche en la que explotó el
Maine
?

—Creo que sí, era 15 de febrero, si mal no recuerdo.

—¿Cuál fue la otra cosa extraña? —preguntó Hércules.

—Alguien entró en mi despacho y lo registró todo. Cuando regresé a la mañana siguiente estaba patas arriba. Mis tubos de ensayo hechos añicos, los libros desparramados y algunos destripados. Una verdadera catástrofe.

Grabado idealizado del descubrimiento de América. Los Caballeros de Colón sentían verdadera admiración por el Almirante.

—¿Avisó a la policía? —dijo Lincoln.

—Sí, vinieron unos guardiaciviles, pero sus métodos no son muy, cómo diría, científicos. Dijeron que si no faltaba nada debía tratarse de alguna broma de mis alumnos.

—¿Y le faltaba algo? —preguntó Hércules.

—No, pero había indicios de que el desorden había sido provocado aposta, como si intentaran advertirme de algo. Tal vez, como esa misma mañana escuché la conversación de los dos profesores, recordé las palabras amenazadoras del vicerrector norteamericano un año antes. Posiblemente sólo fuera una asociación de ideas.

—¿Por qué dice que el desorden era intencionado? —preguntó Hércules.

—No era generalizado. Aquellos hombres no esperaban encontrar lo que buscaban aquí. No habían tocado los libros de esa zona, los cajones y la mayor parte de las vitrinas estaban intactas.

—No entiendo —dijo Lincoln—. ¿Qué buscaban haciendo eso?

—Me imagino que esperaban que sacara los manuscritos de su escondite, para llevarlos a un sitio más seguro. Entonces ellos actuarían y se los llevarían. Aunque, seguramente, todo eso será fruto de mi imaginación.

—Pero, ¿son tan importantes esos manuscritos? —preguntó el español.

—No creo que lo sean para su investigación, pero para este viejo profesor y para los estudiosos de Colón son un verdadero tesoro. A propósito, ¿dónde encontraron el símbolo?

—Lo encontró el capitán del
Maine
en su camarote.

—Un sitio curioso, ¿no les parece? Los Caballeros de Colón están por todas partes —comentó el profesor, mientras miraba de un lado a otro.

—¿Quiénes eran esos dos profesores? Me gustaría hacerles algunas preguntas y ver si están incluidos en la lista de visitantes del
Maine
. —El profesor Jorge Martínez Ramos y el profesor Ramón Serrano Santos—contestó el profesor, al tiempo que se agarraba la barbilla con la mano derecha.

—Muchas gracias. ¿Puede hacer algo más por nosotros? —preguntó Hércules.

—Naturalmente, ustedes dirán.

—¿Sería tan amable de investigar todo lo que pueda sobre esos Caballeros de Colón?

—Con mucho gusto, pero entonces ustedes deben hacer un favor a este viejo profesor.

En ese momento alguien abrió la puerta y los tres hombres se volvieron sobresaltados. Lincoln sacó su revólver y apuntó hacia el rincón oscuro de donde venía el ruido.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el agente norteamericano.

De entre las sombras salió una mujer agarrándose la falda con una mano mientras que con la otra sostenía una pequeña libreta.

—¿Qué demonios hace usted aquí? —dijo Hércules con el ceño fruncido mientras bajaba la mano de Lincoln que seguía atónito apuntando a la chica.

—Disculpen —contestó la chica con un fuerte acento
yanqui
—. Tengo una entrevista con el profesor Gordon.

—¿Cuánto tiempo lleva escuchando? —le espetó Hércules.

—Me temo, que casi desde el principio —dijo la mujer sin poder evitar una media sonrisa—. Llegué muy pronto y escuché voces. Lo siento.

—¿Para qué deseaba ver al profesor? —preguntó Hércules.

—Soy reportera del
Globe
, investigo el caso del
Maine
y quería encontrar algunas pistas. El profesor Gordon conoce muy bien la bahía de La Habana y es un físico de reconocido prestigio. Ustedes también investigan el hundimiento del
Maine
¿Verdad?

—¿Cómo sabe que investigamos lo que le pasó al buque? —preguntó Lincoln.

—No es un secreto. Todo el mundo lo sabe en Washington. Los observé primero en el hotel y me parecieron una peculiar pareja, cuando me volví a encontrar con ustedes subiendo al
Alfonso XII
, ya no me quedaron dudas, pero telegrafié a mi director en Nueva York y me lo confirmó; el subsecretario de Marina, Roosevelt, lo ha ido proclamando a los cuatro vientos.

—Parece que hay mucha gente interesada en que no descubramos qué pasó en realidad —comentó Lincoln. Su cara se ensombreció y cruzó los brazos.

—Yo puedo ayudarles, si ustedes me ayudan a mí —dijo la periodista sonriente.

—Será mejor que se marche, tiene suerte de tratarse de una mujer —dijo Lincoln cogiendo a la periodista del brazo. Ella se resistió y dio un pisotón al agente que, pegando un bramido, soltó a la chica.

—Ah, ah.

—¿En qué puede ayudarnos? —preguntó Hércules, mientras intentaba disimular una sonrisa.

—Conozco la Orden de los Caballeros de Colón.

Los tres hombres se miraron sorprendidos, nunca habían visto una mujer tan desconcertante. Helen Hamilton sabía cómo transformar los tropiezos en oportunidades.

SEGUNDA PARTE

Los Caballeros de Colón

Capítulo 22

En mitad del Atlántico, 17 de Septiembre de 1492.

El Almirante miró con asombro la desviación de la aguja de su brújula y consultando de nuevo las cartas decidió salir de su camarote y comprobar otra vez la aguja magnética al aire libre. Tras probarla de nuevo y obtener los mismos resultados contempló el cielo estrellado, deteniéndose por unos instantes en la Estrella Polar. Según los datos de que disponía se encontraba en la mitad del viaje. La marinería estaba revuelta y preocupada; los cálculos falsos que el Almirante había tenido que dar a la comisión eclesiástica eran conocidos por los hermanos Pinzón y por los timoneles. Todos esperaban llegar en pocos días a tierra. ¿Cómo reaccionaría la tripulación cuando se diera cuenta de que quedaba más de un mes para pisar tierra firme? —Se preguntaba inquieto.

Caminó por la cubierta, a los lados descansaban muchos marineros agotados por la dura jornada y la estricta dieta de pescado salado y galletas. El agua potable empezaba a escasear y algunos hombres estaban enfermos. El grumete se encontraba tendido entre los marineros, pero al ver pasar al Almirante se levantó y le besó la mano. Colón la retiró, estaba cansado de repetirle que nadie debía conocer su secreto. El muchacho aturdido pidió disculpas y volvió a tumbarse en silencio. El Almirante miró a un lado y a otro para asegurarse de que nadie los había visto, después se dirigió a la popa.

Representación idealizada de Cristóbal Colón

A pesar de los contratiempos, Cristóbal Colón se sentía satisfecho. Durante semanas había esperado impaciente la partida, ahora que estaba tan próxima la coronación de su meta, no podía menos que estar contento.

Llevaba tantos años al servicio de la Iglesia que este último sacrificio parecía más bien una recompensa. Dios le había tocado con su dedo para hacer su obra y no podía fallarle.

El aire nocturno arrastraba hasta su olfato el conocido aroma del mar. Siempre había estado cerca de él. En su Génova natal, en Lisboa, y en otros cientos de puertos que habían sido su hogar, pero donde realmente se sentía feliz era sobre esas tablas chirriantes que desafiaban al gran monstruo azul.

Doménico, su padre, siempre había deseado que sus hijos dedicaran su vida al servicio de Dios. No quería que ellos tomaran el innoble oficio del comercio. Si hubiese seguido los sabios consejos de su padre no se hubiera enrolado a los 14 años en la flota de Albergo Salvago para ayudar a la colonia genovesa de Famagusta. La compañía de los marineros no era la mejor escuela para un niño, aunque su tío fuese el capitán. No duró mucho su aventura marinera y su padre le obligó a estudiar en Pavia y más tarde a entrar como novicio en el monasterio franciscano de Évora. Entre las firmes paredes del cenáculo encontró a Dios. Los hermanos le cambiaron el nombre por el de Pietro. Él sería el nuevo «Pietro», el nuevo Pedro que levantaría la decaída Iglesia de Roma, le decía el prior cada vez que por la noche le llevaba un poco de leche y queso a su celda.

Se agarró al pasamanos y contempló el mar negro y tranquilo, tan sólo las estrellas lograban sacar destellos plateados a la espuma de las pocas olas que rompían contra la quilla.

De nuevo el Diablo le alejó de Dios; el mar le llamaba, escuchaba su latido y no pudo negarse otra vez. Pero algo turbaba su mente. Sabía que había cometido actos imperdonables, pecados mortales que sólo Dios podía borrar, pero eso formaba parte del pasado. No tres, sino mil veces negó a Jesucristo, olvidando lo que los sencillos padres franciscanos le enseñaron en su juventud, pero al sonar el último canto del gallo, se arrepintió. Frente al cabo de San Vicente, cuando su barco naufragó, justo con treinta años, como Cristo cuando empezó su ministerio, dejó la vida de corsario y se puso en manos de la Providencia.

—Almirante —le llamó el piloto. Colón se dirigió hacia el hombre envuelto en sus recuerdos.

—Sí, maese piloto.

—Percibo una corriente fuerte que mueve el barco.

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